Hechos y palabras que cambian la vida

Ubaldo Casotto

«Ahora nos toca a nosotros, a cada uno de nosotros, al hombre común, al científico, al filósofo y al teólogo, maravillarse ante el enigma que somos». Antes de decir que esta maravilla encuentra su más alta expresión intelectual y afectiva en la mendicidad – «El verdadero protagonista de la historia es el mendigo: Cristo mendigo del corazón del hombre y el coracón del hombre mendigo de Cristo» (don Luigi Giussani en la plaza de San Pedro el 30 de mayo de 1998) – Javier Prades explicó en sesenta tensos, densos y lúcidos minutos por qué la naturaleza del hombre es relación con el infinito.
Si no tuviera ese nombre y ese aspecto de ciclista escalador de los Pirineos – de hecho comparó su intervención con una etapa de montaña del Tour de Francia –, al escucharle con los ojos cerrados uno se preguntaría de qué región italiana sería, sin llegar a responder, dada su perfecta pronunciación de nuestra lengua. Al rector de la Universidad Teológica San Dámaso de Madrid, doctor en derecho además de en teología, miembro de la Comisión teológica international, se le veía tenso al subir al escenario, y durante su discurso, pronunciado sin titubear, se entendía por qué.

Prades decidió medirse con la pregunta más ineludible y sin embargo la que más intentan eludir la cultura y el poder contemporáneos: ¿qué es el hombre para que haya que prestarle antención? Qué quiere decir que el hombre es relación con el infinito – como dice el lema del Meeting -, cómo cambia el acontecimiento cristiano esta relación, y sobre todo si la narración cristiana es un convencimiento personal lícito, y como tal privado, o tiene que ver con la verdad, es decir, con la naturaleza del hombre. Sobre este tercer punto, Prades concienció a los doce mil asistentes que le escuchaban del nivel de confrontación con la mentalidad y la cultura dominantes. Una cultura en la que no faltan los ejemplos de apertura al infinito, en el periodismo, en la música, en el arte – luminosa afirmación la del gran escultor Eduardo Chillida: «El horizonte es inalcanzable, nadie lo puede negar (...). Si tú avanzas, él se aleja (...). Quizá el horizonte sea la patria común de todos los hombres»; conmovedora la del escritor Ernesto Sàbato: «La necesidad de absoluto atraviesa como un cauce mi vida, como una nostalgia de algo a lo que nunca llego (...) la nostalgia es para mí un anhelo nunca satisfecho (...) que cualquier ser humano lleva en sí y con el cual se confronta toda la vida». Expresiones que son la huella de lo que don Giussani llamó la “experiencia elemental”: «Un conjunto de exigencias y evidencias originales con que el hombre se ve proyectado a confrontar todo lo que existe».

Mientras que el hombre moderno, que vive sin freno cada deseo suyo, parece incapaz de hacer experiencia y de transmitirla, en resumen no tenemos nada que decirnos, al cristiano le ha sucedido un encuentro y es testigo de un hecho (la resurrección de Cristo) que da origen al relato de una historia que cambia la vida. Con aparente naturalidad, pero con gran perspicacia, Prades hizo notar que el Evangelio está «lleno de personas muy distintas entre sí que se encuentran con Jesús y corren a contárselo a sus familias, amigos y vecinos». Una irrefrenable voluntad de comunicación frente a la afasia contemporánea. Un encuentro que muta la modalidad de la relación con el infinito. Para explicarlo, Prades recurrió a la «dramática sensibilidad de don Giussani», que ante Juan Pablo II, en la ya citada intervención de 1998, testimonió la «inmediatez» con la que se adhirió a la pregunta con la que Cristo respondía al interrogante del salmo: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él?». «Solamente ha habido un Hombre en el mundo que podía responderme, planteando una nueva pregunta: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si luego se pierde a sí mismo? (…) Ningún hombre puede sentirse mejor afirmado con la dignidad de quien tiene un valor absoluto por encima de cualquier logro suyo». La relación con este hombre que me habla así, con Cristo, permite una experiencia singular de la relación con el infinito. No es por tanto una filosofía o una nueva gnosis – dijo Prades – sino «hechos y palabras» que generan «un cambio radical de esa experiencia de un horizonte inalcanzable, patria común de todos los hombres».

Llegados a este punto, el teólogo madrileño levantó los ojos de sus apuntes: «Lo que voy a leer es lo que más me interesa deciros», y quiso decirlo con palabras de don Giussani: «Cristo resucitado es el primer y fundamental acontecimiento en el cual el punto de fuga se convierte en experiencia para el hombre (...). Como en una realidad donde el punto de fuga indica un más allá, algo que está más allá, ese más allá se ha hecho carne y hueso, por eso Cristo resucitado es precisamente la primera experiencia de Dios hecho carne y hueso. El contenido del punto de fuga se ha hecho experiencia para el hombre». Hay un canto español, La Sevillana del adiós, que habla de una barca que se hace cada vez más pequeña en el horizonte: don Giussani la comentaba al contrario, para explicar la novedad del cristianismo, un punto que asoma en el horizonte inalcanzable y se hace cada vez más visible y cercano, hasta alcanzar la fisicidad de un hombre que baja de la barca, y «el hombre que espera abraza al hombre que llega desde el enigmático y antes ignoto horizonte». Todo en esta relación se hace nuevo, es decir, adquiere su verdadera naturaleza. ¿La alternativa? La confusión de la «nada presente». Sin embargo, el cristianismo, explica Prades, puede documentar las consecuencias de la experiencia del encuentro con Cristo: una diferencia humana que atrae, una autoconciencia del hombre que llega a concebir la vida como ofrecimiento de sí, una compañía humana o un “pueblo nuevo” que es la gran obra de Dios en el mundo, la experiencia del Infinito como misericordia, como perdón, incluso cuando a veces nos reducirnos «como perros que orinan junto a las plantas». «¿Pero la historia del cristianismo es una historia universal?», es decir, ¿tiene que ver con la naturaleza del hombre, como intenta decir el Meeting de este año, o se trata de una historia particular, relatada con entusiasmo incluso, pero que no se puede proponer a todos? El cristianismo «¿conviene realmente a todos los hombres?», preguntó y se preguntó Prades al abordar la última y más dura subida de su etapa pirenaica.
Porque este es el espacio que todo poder cultural (y también político) está dispuesto a reservar al cristianismo: los muros de la casa y de la iglesia, un leve asociacionismo social que supla las carencias estatales y, si quieren, hasta un partido católico. (Estas notas son del redactor, que las justifica en el pasaje en que Prades nos acusa a los cristianos de aceptar «esta mirada reducida sobre nosotros mismos, como si la experiencia que hemos encontrado no tuviera la fuerza necesaria para cambiar la comprensión de lo humano»). Es el desafío de la fe que se hace cultura, que tiene como primera responsabilidad la de «vivir la novedad de vida que ha alcanzado» y por tanto «profundizar en una reflexión sistemática y crítica sobre sus razones», para ver si tiene «la dignidad necesaria para compararse con las conquistas de las ciencias naturales y sociales». El trabajo que esta comparación supone es enorme, ha implicado a la Iglesia durante dos mil años, y abraza cualquier problemática posible.
Prades quiso referirse a tres cuestiones antropológicas fundamentales, deteniéndose sólo en la primera de ellas: el hombre como unidad de cuerpo y alma, como hombre y mujer, y como individuo y sociedad. Estos tres rasgos inconfundibles e ineliminables de nuestra experiencia nos documentan que somos “hijos de Dios”. Son los tres puntos sobre los cuales las objeciones de la cultura contemporánea se hacen radicales. Prades sólo tomó en consideración el primer enigma, la unidad dual de materia y espíritu para refutar el modelo científico naturalista actual que, tras las tentaciones espiritualistas, ha vuelto a una solución del enigma que en realidad más que resolverlo lo disuelve: frente a la incapacidad de unir materia y espíritu, elimina a uno de los dos e intenta resolver las indiscutibles actividades intelectuales a las que asiste a una “pila de neuronas”. Quien hace esto, señaló Prades, apoyando su reflexión en la autoridad de neurocientíficos, filósofos y en la experiencia del hombre común, se equivoca tres veces: no se da cuenta (y por tanto no da cuenta) de la diferencia entre el cuerpo humano y cualquier otro cuerpo existente en la naturaleza; no capta la sorprendente interacción entre los procesos materiales, corporales y lo actos espirituales; pero sobre todo elimina al sujeto que piensa y teoriza que no existe reduciéndose a un «objeto que se ignora a sí mismo». Mucha fatiga, mucho progreso científico, mucha investigación – comentó Prades amargamente – para no ir más allá de Nietzsche: «El hombre no puede ser considerado responsable de nada». Pero la nada no es una vía de salida del enigma, porque la pregunta vuelve a proponerse, como en las canciones de Los Secretos, un grupo de la movida madrileña de los años ochenta: «Algo tiene que existir distinto a lo que vi en cada esquina». A la vuelta de la esquina, te puedes encontrar a un profesor como Prades.