Sor Marcella con un grupo de niños de Haití.

«Diez minutos con el capo de los bandidos»

Elena Fabrizi

Más de dos años después del terremoto, Haití parece haber vuelto a enero de 2010. «La situación no mejora, es más, degenera. El país no encuentra la forma de recuperarse, no hay ayudas y la violencia no deja de crecer». Son palabras de sor Marcella Catozza, hermana de la Fraternidad Franciscana Misionera. Lleva desde 2005 en Waf Jeremie, el barrio de chabolas más pobre y peligroso de Puerto Príncipe.
La población es presa de una rabia creciente y un gobierno inestable. Basta pensar que el actual primer ministro – el cuarto en un año – lleva pocos días en el cargo. ¿Y las ONG con sus proyectos humanitarios puestos en marcha al día siguiente del terremoto? «Se han marchado casi todas. Y también se han apagado las cámaras. Porque el estado de emergencia a nivel internacional se considera terminado». Sin embargo, no es así. Nos cuenta que ayer murió de hambre un niño que vivía a cien metros de su hospital pediátrico: «La necesidad ha llegado a tales proporciones que ya no se puede responder».

Sor Marcella ha sido misionera en varios países del mundo, pero dice que nunca ha visto una situación tan límite. «Aquí la vida coincide con el dolor. Por eso, lo primero que tenemos que ofrecerles es una esperanza, lo que no significa “eliminar” el mal». ¿Pero cómo es posible hablar de esperanza aquí? La gente ha empezado a reorganizarse en bandas para apropiarse del territorio y realizar actividades de contrabando. «El pasado agosto uno de los grupos más fuertes del barrio mató a Lucien, un chico que era mi mano derecha: era un ex bandido, pero llevaba siete años trabajando conmigo. Me ayudaba en la gestión de las actividades». Desde que le mataron, sor Marcella ha quedado al descubierto. «Claramente, ese homicidio era un mensaje dirigido también a mí».
Desde octubre los problemas se han intensificado. El 15 de mayo un grupo de bandidos disparó contra dos de “sus” voluntarios italianos, que trabajan con ella y con una docena de haitianos. «Probablemente estaban drogados, porque nunca disparan contra los blancos». Ese día la banda les chantajeó, les obligó a pagar un rescate. Sor Marcella les dio dinero sólo una vez, luego pidió ver al jefe de la zona: el mismo que, hace siete años, le permitió iniciar su misión. «No lo hice porque pidiera mucho dinero, la suma no era gran cosa, sino porque no quiero que nos sometan a su poder».

El capo vive en una lujosa villa, lejos del suburbio de Waf Jeremy. Sor Marcella entró en su casa y le desafió: «Le pedí que mirara lo que estaba sucediendo a nuestro alrededor. ¿Cómo podía no darse cuenta del bien que está sucediendo? Bastaba con ir al fondo de lo que veía». De hecho, se dio cuenta. Le dijo: «Tú estás construyendo la paz como nadie lo ha hecho nunca en Waf. Yo quiero esta paz para mí y para mi gente». «En aquel instante, se reconoció hombre», dice Sor Marcella. ¿Qué ha sido necesario para que cediera? «Diez minutos». Después de dos horas de conversación preliminar, como es la costumbre, cuando por fin llegaron al “quid” de la cuestión, en «diez minutos» se rindió. «Ese hombre no es distinto a mí», afirma sor Marcella. Y repite dos líneas de la carta de Julián Carrón en la Repubblica: «"Sabedores de nuestra debilidad por no haber dado un testimonio suficiente ante ellos; y esto nos hace más conscientes de la necesidad que tenemos también nosotros de la misericordia de Cristo". Leo esta carta todos los días. Porque es de esa necesidad de donde nace mi deseo de mirar a la cara todo, también al capo más despiadado». ¿Pero no tiene miedo? «Aquí siempre tenemos miedo, cien veces al día. La gran mayoría de la población va armada. Por eso lo pongo todo en manos de Otro. Yo no busco el martirio, y a veces deseo irme de aquí».

El peligro es verdaderamente alto, las dificultades incontables y la pregunta siempre la misma: ¿por qué quedarse? «Para amar a Cristo y a la Iglesia, porque no existe ninguna realidad en el mundo que impida al corazón del hombre amar a Cristo. Cuando mi arzobispo me envió aquí me dijo: “Lleva a Cristo y a la Iglesia”. Irse ahora significaría decir que Cristo no vence: que Cristo vence significa que no existe un lugar en el que no se pueda amar su Presencia».
Eso no quita que se hayan dado un plazo de seis meses para decidir qué hacer. En los últimos días, la clínica ha sido blindada con candados por los bandidos y «si la situación empeora, habrá que valorarlo», concluye sor Marcella, que tiene en proyecto una nueva guardería, la Reina de la Paz, para separar a los niños más pequeños de los grandes. Los espacios empiezan a ser insuficientes para tener a los niños de cuatro a diecisiete años todos juntos. La ONU está preparando el terreno gratuitamente, pero falta todo lo demás. Sin embargo, lo esencial está: «Pueden hacernos de todo. Pero ni siquiera que nos obliguen a quedarnos encerrados en casa nos puede quitar la posibilidad de amar a Cristo».