La llanura entre Módena y Ferrara después del seísmo.

«Se nos ha devuelto la vida»

Paolo Perego

«Es algo que nos podría haber hundido a todos... Y sin embargo, ha sucedido lo contrario». Alberto Malagoli es el propietario de una empresa que tiene en Módena dos almacenes. El más antiguo aún está en pie, «pero el otro... Se rompieron las vigas y todo se vino abajo». Está situado en un ángulo de la región de Emilia Romagna sacudido por el terremoto. Los comercios cercanos, las granjas, con sus establos y sus graneros, las casas del centro, los antiguos burgos medievales, las iglesias. Todo ha quedado herido, marcado. Alberto nos cuenta por teléfono lo ocurrido, mientras se suceden las réplicas. «Uno que tiene una empresa al lado de la mía lo ha perdido todo». Como sucede en estos casos, el terremoto echa abajo incluso las corazas más íntimas. «Y así de pronto me encontré hablando con él de Dios: “Dios, Dios. Si realmente existe, ¿no podía al menos haberme dejado algo en pie?”, me preguntó. Y yo le decía que puede volver a empezar, que de algún modo lo que ha sucedido será una ocasión. Pero que para eso es necesario partir del hecho de que lo que sucede te lo da Otro».
Esto es lo que Alberto dice haber aprendido estos días: «Esa positividad de la que últimamente tanto hemos oído hablar en el movimiento. Ahora se pone a prueba». Delante del almacén, y delante de su hija, bañada en lágrimas y aterrorizada porque en casa todo había volado por los aires. «La abracé y le dije lo único que tenía en la cabeza en ese momento: que no podíamos quedar determinados por aquello, que otro nos está haciendo». Es una mirada que de pronto uno sorprende en sí mismo. «No es mía, porque en una situación así yo diría: “Se acabó”. No sabría afrontarla solo. Sin embargo, lo que sucede, desde la compañía de mis amigos a las relaciones que surgen... todo supera con mucho mi propio límite». Y no sólo le pasa a él, también al empresario de al lado, «el que lo ha perdido todo. Un cliente suyo le dijo que no abandonara, que él no le retiraría sus pedidos, así que hemos empezado a buscar juntos una nave donde poder continuar, como podamos, con nuestro trabajo». Son pequeñas cosas que suceden en las que se empieza a vislumbrar una gracia. «Sí. Porque cuando las cosas van bien, en la normalidad de la vida, no te das cuenta. Incluso el deseo puede aplanarse. Sin embargo, estos días me doy cuenta del deseo que tengo de que Jesús esté aquí y ahora. Y lo experimento, tanto que deseo que sea así siempre. Quiero que me salve así cada instante que me sea dado vivir».

A pocos kilómetros de distancia, el seísmo ha destrozado el centro de la ciudad y ha afectado al menos a tres mil de sus diez mil habitantes. «Ancianos, inmigrantes, familias, viven ahora en polideportivos o en tiendas de campaña instaladas por Protección Civil. Se vive una gran confusión», cuenta Giacomo por teléfono. Él estudia Ciencias de la Educación en Ferrara. La noche del terremoto estaba en casa con su familia. «Salimos a la calle sin ni siquiera llegar a entender qué estaba pasando». Inmediatamente empezaron a ayudar a salir a los ancianos de una residencia cercana. Se pusieron manos a la obra, «sólo que sin entender aún muy bien qué era lo que hacía falta exactamente». Las siete iglesias de la región han quedado inservibles. La torre del reloj se vino abajo, ésa que todos los italianos han visto tantas veces en la televisión y en los periódicos. Como el casillo. «Destrucción por todas partes, mires donde mires, y se te encoge el corazón al ver a la gente tan triste. Salen a la calle, tienen miedo, van a las casas de sus familiares y amigos... También nosotros dormimos en el coche la primera noche».

Elena Bianchini y su marido William se han llevado a la madre de él a una casita que tienen en la montaña, «teníamos demasiado miedo como para quedarnos en casa». Elena recuerda cada segundo de ese larguísimo seísmo, y todo lo que se le pasó por la cabeza. «Me parecía que duraba una eternidad. Cambiaba de intensidad, pero no terminaba nunca». Nada más empezar, Elena y su marido se abrazaron con fuerza, junto a la pared de la habitación. «Yo rezaba, estuve rezando todo el tiempo que duró. “Jesús, somos pequeños e impotentes. Nos ponemos en tus manos, y te pedimos perdón por nuestras miserias y limitaciones...”. Siempre abrazada a William. Unidos como hacía mucho que no lo estabábamos en treinta y siete años de matrimonio», dice emocionada. «Me siento casi una idiota al dar gracias por lo que ha sucedido». Un terremoto que ha venido a despertarla del entumecimiento en que había caído su corazón últimamente. «Ahora me doy cuenta de que ni siquiera le pedí a Dios que nos salvara la vida. Sólo que fuéramos dignos de ser sus testigos. Es como si la vida, la verdadera vida, nos hubiera vuelto a ser donada en aquellos instantes».