Max y sus padres, con Benedicto XVI.

«Y pensar que antes yo era “sólo” feliz...»

Paola Ronconi

Era en todo y para todo una familia perfecta: los primeros dos hijos, Bárbara y Massimiliano, nacidos con un año de diferencia justo después del matrimonio, y el tercero, Gabriel, cuando los dos primeros cursaban enseñanzas medias.
El padre, Ernesto, es litógrafo; la madre, Lucrecia, decidió ser ama de casa para cuidar a sus hijos. Se casaron muy jóvenes y tuvieron que afrontar muchos sacrificios, eso sí.
El año que Gabriel recibe la Confirmación, Bárbara acaba de matricularse en la universidad; Massimiliano, tras conseguir la licencia militar, se saca un diploma de fotocomposición y empieza el sueño de abrir su propio estudio. «No podía desear nada más», declara Lucrecia en el salón de su casa, donde se respira una profunda serenidad, un amor sencillo y tenaz a la vida. A pesar de la tempestad que durante más de veinte años les ha sacudido.

El 15 de agosto de 1991, a las siete de la mañana, un golpe fuerte despierta de repente a Lucrecia. Por la ventana ve que fuera todo está tranquilo. «Habrá sido un sueño», la convence su marido. Pero el sobresalto y una extraña inquietud no la dejan en paz. Es la fiesta de ferragosto. Los dos mayores están en la playa con sus amigos. Llega la hora de ir a misa a la residencia donde Lucrecia hace voluntariado. Al echar la llave, oye sonar el teléfono. Es de la Casa de Socorro, le dicen que Massimiliano ha tenido un accidente muy grave. «No puede ser, mi hijo está en la playa». Sin embargo... Max había decidido volver solo en su coche. Al entrar en Milán, un Porsche se estampa contra él y se sube encima de su coche. Su reloj de pulso, por la violencia del golpe, se para a las siete en punto.
En el hospital, Max no tiene ni un rasguño, pero es como si alguien hubiera apretado el botón de off de todas sus actividades neurocerebrales. No habla, no se mueve, tiene la mirada fija. «Es como un tronco alcanzado por un rayo», «si conocéis a algún psicólogo que os pueda ayudar, llamadlo», «preparaos para lo peor»: es la batería de palabras que bombardean durante aquellos días a la familia Tresoldi.

Empiezan los meses del calvario en el hospital. «No hay nada más que se pueda hacer», insisten los médicos. Estaba claro que con el tiempo, Max allí terminaría muriendo. «Así que le llevamos a casa, ¿qué podíamos perder? Le miré a aquellos ojos que parecían mirar muy lejos: “Max, tú no eres una persona enferma, sin embargo has tenido un accidente gravísimo. Pero nosotros sabemos quién eres. Habrá que trabajar mucho, pero si colaboramos tú saldrás de ésta”».
Fisioterapia, sondas, medicinas, riesgo broncopulmonar, y mucha burocracia, muchos gastos: hacerse cargo de Max da vértigo y a veces Lucrecia parece inconsciente. «Yo seré tu médico, le dije. Pero nunca hemos estado solos». Los amigos dan su disponibilidad completa. «Les decíamos a todos: Max es uno de nosotros. Nos ve, nos oye. Contadle todo. Hasta que no vea su último respiro, él está vivo».

Lucrecia deja entrever que han sido años de una gran fatiga: «Por las noches ya me dejaba llevar, lavaba la cocina con lágrimas». En la habitación de al lado, Max está terminando la sesión de fisioterapia. Luego le traen en silla de ruedas hasta la mesa. Mueve la mano con tenacidad, le cuesta levantar la cabeza, pero lo intenta.
«Mi marido y Bárbara se preocupaban mucho por mí, temían que yo decayese», continúa esta madre mientras acaricia los cabellos de su hijo. «Pensaban que no sería capaz de cuidar a Max, pero yo le dije a la Virgen: “Escucha, Max nació el 8 de septiembre, el día de la Natividad de María. El 15 de agosto, la Asunción, entró en coma. No sé cuáles son tus proyectos para él, pero dame la fuerza necesaria para hacer lo que tenga que hacer”. Este fue el primer milagro».
En 1993 los Tresoldi empiezan a peregrinar a Lourdes. «“No te preocupes”, le dije a Max. “Aquí Ella nos protege”». Sin embargo, también en Lourdes encuentran a gente que trata de desilusionar a Lucrecia: «Mira, hija mía, llevo años viniendo aquí, pero no he visto milagros. Acepta lo que tienes», le dicen. Sin embargo, ella sale reconfortada de la experiencia. «Empujar la silla de ruedas hasta la gruta era como volver a llevar a Max en mi vientre».

Pero llega un momento en que ella también se agota. «Es el 18 de diciembre del año 2000. Como todas las noches, meto a Max en la cama y rezamos. “Oye”, le digo: “Si quieres rezar, haz tú solo la señal de la cruz. Yo no te la hago más. Levantó la mano, se santiguó y luego alzó los brazos para abrazarme». Max había vuelto. «En 1991, antes del accidente, era feliz. Aquella noche toqué el cielo con la punta de mis dedos». Poco a poco fue entendiendo que siempre había percibido lo que sucedía a su alrededor, incluso el cambio de moneda, el paso de la lira al euro.
«Hoy se comunica con el lenguaje de signos que aprendió de pequeño. Le preguntamos cómo se apellida y él hace un “tres” con los dedos y se frota las yemas para decir “dinero” (tre-soldi)».
Desde el año 2000 el camino ha sido muy largo. Y el trabajo, agotador. Mientras tanto, los médicos se excusan. Quién sabe, quizá hubieran podido ganar el Nobel si hubiesen creído un poco más a mamá Lucrecia.
La historia de la familia Tresoldi es hoy el relato escrito en un libro por Lucrecia con Lucia Bellaspiga y Pino Ciociola (E adesso vado al Max, Lucrezia Tresoldi, Ancora). Max regresó tres veces más a Lourdes. El 13 de mayo de 2011 estuvo delante de María, y le pidió volver a hablar y caminar.