Lo que recuerdo de don Giacomo: el atractivo de la fe

Il Sussidiario
Giuseppe Frangi

Me han pedido que escribiera sobre don Giacomo, a quien el Señor ha tomado recientemente entre sus brazos. Aparte del dolor, me frena el riesgo de caer en el sentimentalismo en este momento. Si hay algo que don Giacomo me enseñó es que la fe es un atractivo y que el sentimentalismo es sólo una caricatura del afecto que nace de ella. Así que intentaré hablar de don Giacomo a partir de sencillos detalles particulares.
El primero son esas pequeñas estampas que al terminar la misa, sobre todo en Adviento y Cuaresma, repartía a todos. Eran de tamaño bolsillo, estaban hechas con un cartón resistente, muy sencillas pero muy cuidadas, hasta en sus últimos detalles. En ellas aparecían oraciones que sabíamos de memoria: el Angelus, el Regina Coeli, el Magnificat, la oración a San José de León XIII que a él tanto le gustaba, y otras. Como la de San Anselmo, cuya fiesta coincidió con la celebración de los funerales de don Giacomo. Llevar esa estampita en el bolsillo era como recordar cada día lo que “tenemos como más querido”. El cuidado con que pedía que se hicieran esas estampas era para mí la prueba del valor que tenían las palabras allí escritas.
Otro detalle es el recuerdo de todas las veces que asistí a misa cuando era párroco en Santa Margarita Alacoque en Tor Vergata. Era una pequeña iglesia pobre de la periferia, los fieles habituales eran gente sencilla, de pueblo. Sin embargo, la misa de don Giacomo tenía siempre la misma solemnidad que cuando presidía en Santa María la Mayor. En esta pequeña parroquia le seguía un grupo de chavales, de ésos que antes de conocerle no sabían siquiera quién era la Virgen o Jesucristo. Chavales del pueblo en cuya mirada brillaba el estupor del encuentro que habían tenido. Como decía Péguy, nuevos cristianos en la primera era post-cristiana. Esas miradas eran un detalle particular, pero decían mucho más que mil programas para hacer frente a la secularización.
Un tercer detalle, que se ha repetido mucho, son las páginas de cada mes abren la revista 30 Días, que nació de la genialidad y la fe de don Giacomo. Decenas y decenas de cartas de sacerdotes, religiosas, misioneros de todo el mundo que escribían todos los meses para agradecer a la revista el haber publicado, traducido (con los años, a decenas de idiomas) y distribuido un librito con las principales oraciones cristianas: Quien reza se salva. Apoyar esa obra era el gesto de caridad que don Giacomo pedía a todos.
Las consecuencias podían verse cada mes en el tono y en la cantidad de aquellas cartas: un agradecimiento, una sencillez en la fe recuperada, una pobreza de espíritu feliz por la posibilidad de poder alimentarse de aquellas oraciones, de aquel depositum fidei. En el último número escribía la abadesa de un convento de clarisas en Colombia: «Le pedimos el favor, si es posible, de enviarnos diez libros de Quien reza se salva. Le comunicamos la llegada de nuevas vocaciones a nuestro monasterio y las confiamos a sus oraciones, para que sean muy fieles al responder a la llamada del Señor y que Él, en su designio de amor, conceda la gracia de perseverar hasta el final».
En resumen, detalles particulares que han sido importantes, si no decisivos, para mi pequeña historia personal y periodística (y no sólo para la mía, creo). La atención a todo, una meticulosidad en la corrección de los textos, un mantenerse alejado del énfasis, una verificación continua en la confrontación, un no fiarse demasiado de sí mismo… Todas indicaciones que don Giacomo nos daba continuamente y que aún sustentan el sentido de mi trabajo como periodista. Pequeños detalles que suscitan en mí una gratitud que no encuentra palabras adecuadas para poderla expresar.