El manifiesto de Pascua.

«Si Cristo no hubiera resucitado...»

El médico le mira: «No haga proyectos a largo plazo. Lo que quiera hacer, hágalo hoy porque quizá mañana no pueda hacerlo». Hugo recibe así la noticia del diagnóstico de esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Silvia estaba allí, sentada al lado de su marido, con su abultado vientre de seis meses. Está esperando a su segunda hija, Leticia, que hoy tiene la misma edad que la enfermedad: dos años y medio. Cuando nació, salió del hospital en brazos de su padre, que iba sentado en una silla de ruedas que empujaba la mamá: «¡Parecía que había parido él!». La risa de Silvia es limpia y te provoca, te hace verlo todo mejor, la prueba que viven cada segundo de la jornada es la gracia que les visita. El diagnóstico llegó en 2009, después de cuatro años de matrimonio. Hugo tenía cuarenta y cuatro y empezó a cansarse de forma exagerada. Luego empezó a tropezar. Es ingeniero, trabajaba en una empresa de componentes para electrodomésticos. «Siguió trabajando como si nada», dice Silvia. Pero al cabo de un mes algo se paró. Primero las piernas, luego el diafragma, después la lengua. A cada golpe, tenía que ceder y aceptar ayuda: primero la silla de ruedas, luego el respirador, el tubo para alimentarse, el comunicador. Hugo ahora sólo mueve los ojos. Mira las letras y el ordenador reproduce las palabras. Muy despacio, en silencio. Silvia espera todo el tiempo que haga falta. Aunque sólo sea para decir “hola”.
«Cada paso ha significado una decisión, y por tanto ha supuesto grandes discusiones entre nosotros. Él no lo aceptaba». ¿Y tú? «He hecho lo que hace una esposa: estar a su lado para hacerle entrar en razón. Para tratar de decidir juntos lo que era bueno». Los músculos de Hugo están sanos, así que lo siente todo, el dolor y las caricias. Lo que sucede es que no puede controlarlos. No puede abrazar a sus hijos, su rostro ha perdido la expresividad. «Eso también es doloroso», dice Silvia: «No sabes si está contento o enfadado. Pero generalmente está enfadado…», ríe. Ella está aprendiendo a amar hasta el estado de ánimo de su marido. «He tenido que aprenderlo todo. Sobre todo a pedir ayuda. Como él, que ha tenido que aceptar su dependencia. Y ver que la vida pasa a tu alrededor igual que antes y tú no puedes participar como quisieras». Pero la vida que pasa alrededor no es precisamente igual que antes. Es mucho más. «Es una explosión». En los últimos dos años, por esta casa habrán pasado al menos doscientos chavales y se han organizado numerosas cenas. «Nos ayudan en todo. Es verdad, he aprendido a pedir, pero lo más increíble ha sido la respuesta. Sobre todo la de la comunidad de Dergano, que ha estado aquí cada día». Vienen clases enteras de catequesis, el sacerdote los trae para que vean qué es la comunión en la Eucaristía para un enfermo: los niños entran aquí y permanecen largos ratos en silencio. Luego preguntan a Silvia: «¿pero tú quieres mucho a tu marido?».
Silvia, cuando habla de él, parece que habla de “una obra”. Es como alguien que lleva adelante una gran obra. Pide que recen por ellos, es lo que más necesita. «Por la mañana estoy llena de certeza, porque sé que hay alguien que está rezando por mí. Ésa es la compañía más grande; se ha forjado una cadena de oración impresionante. Esta cantidad de oraciones nos sostiene físicamente en la fatiga cotidiana, que no tiene fin, de hecho cada día cuesta más. Pero esta apertura yo la aprendí de Hugo, que es un hombre de una gran fe».
Fue él quien quiso que la Escuela de comunidad se hiciera en su casa, «con una pizza», irrumpe él a través del ordenador. «Siempre está disponible, con todo el sufrimiento que soporta», continúa Silvia. «Por lo demás, cuando oyes a uno que viene y dice: “Hugo, necesito verte, y ver cómo te mira Silvia, para aprender a querer a mi mujer”… Cuando oyes esto, entiendes que llevas contigo algo más grande y no puedes rechazarlo». Dice que ha entendido que es cierto que el Señor no te pide más de lo que puedas soportar. «Pero tampoco menos. Hay que aprender a darlo todo. Y yo tengo una gran gracia, porque quiero a Hugo como hombre, porque existe, porque me es dado. Igual que mis hijos. Pero si en esta prueba no estuviera acompañada, no podría vivirla así. Si Cristo no hubiera resucitado, si no estuviera vivo hoy, todo lo que ha sucedido estos dos años y medio en esta casa no sería posible».