Revoluciones árabes: ¿realmente "se estaba mejor cuando se estaba peor"?

Oasis
Martino Diez

Los comentarios sobre la primavera árabe, que hasta ahora navegaban a toda vela en alta mar llevados por el viento del entusiasmo, han superado el golpe de timón y al término de un año repleto de acontecimientos comienzan cautamente a refluir hacia puertos más seguros. Los observadores que en los días calientes de la protesta habían transmitido la idea de un nuevo inicio capaz de borrar un Oriente Medio tradicionalmente opaco e incomprensible, ahora, en orden abierto, se alinean a la nueva consigna, susurrada a media voz: las revoluciones fueron un riesgo y Occidente se equivocó en sostenerlas. ¿Cómo fue posible un cambio tan repentino? En el fondo solo pocos meses separan las imágenes “heroicas” de la Plaza Tahrir de los enfrentamientos que todavía tienen lugar.
El cambio de opinión, a nuestro juicio, depende como mínimo de tres elementos de confusión que han falseado la imagen de estas revueltas en Occidente. El primero es precisamente el uso de la categoría de “primavera árabe”, aplicada indistintamente a toda la región, para significar aproximadamente un alzamiento popular contra un régimen autoritario guiado mediante el uso de los nuevos medios de comunicación. ¿Qué hay de específicamente árabe en todo esto? Nada y, efectivamente, en los últimos días el término se ha aplicado también a las protestas moscovitas. En realidad, la protesta virtual se insertó en un descontento muy real y específico, cuyo alcance es difícil de calcular.
En países relativamente desarrollados como Túnez el peso de la “casta” había llegado a ser intolerable. Al mismo tiempo, a causa de la ausencia de libertad el clima era sofocante. Contrariamente a lo que se afirma, Occidente no ha favorecido el movimiento, sobre todo en sus comienzos, ni mucho menos en el origen: el ministro de asuntos exteriores francés, con las revueltas ya comenzadas, propuso enviar unidades especiales de la policía para ayudar al gobierno tunecino (de Ben Alí). En Egipto la presión americana se hizo notar solo algunos días después del inicio de las revueltas. Israel no estaba preparado y ciertamente no se ha beneficiado en lo inmediato del cambio de liderazgo. Por eso, la primera, doble, afirmación que hay que refutar es, por un lado, que se pudiera seguir como “en los buenos tiempos” y, por otro, que Occidente haya impuesto las revoluciones tunecina y egipcia.
Que, en cambio, distintas fuerzas políticas hayan pensado inmediatamente en utilizar este descontento, muy real, y no limitado solo a Túnez y Egipto, para sus propios fines políticos, es absolutamente cierto: la campaña militar en Libia fue un ejemplo más que evidente. Entre estos actores políticos figura ciertamente Occidente, pero no solo. El espectáculo más insólito del año que acabamos de cerrar probablemente fue ver a países como Arabia Saudita y Bahrein, que han reprimido en su territorio toda forma de protesta, amenazar al régimen de Bashar al-Asad utilizando la retórica democrática y liberal para imponer la re-orientación en sentido pro saudí de Siria. Es un juego por el cual el régimen de Riad está apostando mucho, a través de los tradicionales vínculos con los movimientos islamistas de la región, pero es un juego peligroso, en primer lugar para las minorías.
Por lo tanto, las distintas fuerzas regionales han tratado de orientar el movimiento espontáneo en la dirección más favorable para ellos, en un crescendo de intervenciones a través de los medios de comunicación (de difícil verificación, como ha subrayado recientemente Riccardo Redaelli en el periódico Avvenire), dinero y armas. El segundo elemento que hace difícil una correcta valoración de las revueltas es el escaso conocimiento de estas dinámicas y de los inestables equilibrios en Oriente Medio: en ellas está el impulso de los nuevos movimientos de protesta, de los jóvenes, pero también están todas las fuerzas políticas habituales, que tienen sus propias redes de influencias. No pocos medios de comunicación primero lo han apostado todo sobre los jóvenes, después han subrayado la reaparición de los movimientos islamistas, acabando por ofrecer al público un cuadro contradictorio y poco creíble.
El énfasis que se ha dado al uso de la tecnología (“nuestra” tecnología) revela en muchos casos una secreta esperanza: que finalmente estos pueblos se hayan “normalizado”. Y este es el tercer elemento de confusión, porque tecnología no significa necesariamente secularización y la eliminación del elemento islámico es un engaño. Estos países son y seguirán siendo ampliamente musulmanes y la confrontación política se desarrollará sobre el eje económico y de la justicia social, pero también (y quizá aún más) sobre el de la identidad comunitaria.
La impresión, al término de una breve estancia en Túnez y sin pretensiones de generalización, es que la sociedad vive un grandísimo fermento. Se ha destapado una olla en ebullición. Los impulsos son extremadamente contradictorios y los dos peligros principales son, en primer lugar, el recurso a la violencia pura y dura, predicada en los grupos salafistas más extremistas y, segundo, la carrera a la hegemonía que, si no se definen de modo claro los principios fundamentales del Estado, podría abrir la puerta a derivas totalitarias. Viceversa, una convergencia suficientemente amplia alrededor de algunos principios, sobre todo en la fase constituyente, sentaría las bases para un futuro menos conflictivo. En verdad, en estas revueltas la incidencia de la violencia ha sido muy diversa y es evidente que la transición hacia nuevas modalidades de organizar el poder tiene más posibilidades de éxito donde menos sangre se ha derramado.
Una consideración final que también es un deseo: en el pasado, el aparente énfasis de Occidente sobre los derechos humanos se vio obstaculizado en los hechos por consideraciones estratégicas. Ahora la coartada ha caído. ¿Se sabrán aprovechar todas las oportunidades que ofrece esta inédita convergencia entre principios e intereses?