En el camino de la libertad

Intervención de Julián Carrón en la Asamblea General de la Compañía de las Obras
Julián Carrón

Nos encontramos ante una situación difícil, contradictoria y en cierto sentido adversa. Resulta evidente que no podemos afrontarla si los problemas nos bloquean, si nos subyugan las dificultades. En cambio, si somos libres, podemos construir siempre y en cualquier situación. Entonces, surge la pregunta: ¿de dónde nace la libertad, cómo se alimenta, cómo crece, como se afianza?

Cada cual se pone a prueba en los momentos de crisis. Pero, ¿qué somos cada uno de nosotros? Es siempre una tentación partir de nuestras capacidades, nuestros recursos o nuestras competencias. Sin embargo, estos elementos no dicen todo lo que es nuestro yo, y lo comprobamos de manera especial cuando vemos que resultan insuficientes a la hora de afrontar los retos que se nos plantean. Cada uno de nosotros coincide con su autoconciencia. El problema no es si estamos a la altura o no, sino si nuestro modo de plantear la vida se sostiene delante de los desafíos, pequeños y grandes, que nos toca afrontar. Y es en los momentos críticos cuando emergen con fuerza los grandes interrogantes de la vida.
Hannah Arendt nos explica el porqué: «Una crisis nos obliga a volver a plantearnos preguntas y nos exige nuevas o viejas respuestas pero, en cualquier caso, juicios directos. Una crisis se convierte en un desastre sólo cuando respondemos a ella con juicios preestablecidos, es decir, con prejuicios. Tal actitud agudiza la crisis y, además, nos impide experimentar la realidad y nos quita la ocasión de reflexionar lo que esa realidad brinda» .

1. La libertad consiste en depender del Misterio
La crisis nos obliga a volver a mirar a la cara nuestras preguntas justamente porque ya no son suficientes las respuestas a las que estábamos acostumbrados, pues son exactamente ellas las que nos ha llevado a la situación de crisis. Más aún, agarrarnos a ellas, a prejuicios y esquemas del pasado, nos lleva sólo a empeorar la crisis, incluso puede llevarnos a la catástrofe.
Esto se hace patente ante lo que, justamente, advertís como la cuestión más urgente para poder construir: la libertad.
Durante muchos años, hemos concebido la libertad como una ausencia de vínculos en todos los ámbitos, desde lo personal a lo social. Pensábamos poder salir adelante por nuestra cuenta, sin vínculos, más aún, creíamos que la única forma de ser verdaderamente libres y autónomos era no depender de nada y ni de nadie. Pero la crisis ha puesto de manifiesto cuán frágil es esta concepción de libertad y hasta qué punto no es realista pensar que así podemos ser libres.
Lo hemos visto y lo comprobamos cuando nos vemos determinados por las circunstancias, por la fluctuación de los mercados o de las finanzas, cuando sentimos toda nuestra impotencia ante las distintas dificultades que llegan a sofocarnos. Entonces, en una situación como la actual, resulta claro que hablar de libertad de una manera reducida es incluso patético. Y esto nos obliga a reflexionar. Nos vemos obligados a profundizar en aquello que pensábamos ya saber: ¿de dónde nace la libertad que nos permite construir?
Para contestar adecuadamente a esta pregunta hace falta comprender qué es lo que hace libre al hombre. Porque es evidente que, si el yo es un punto contingente que aparece dentro de la realidad –concebida como el río ciego del mundo y de la historia–, entonces no tendrá libertad alguna. «Si el hombre naciera en su totalidad sólo de la biología del padre y de la madre, como un instante breve en el que todo el flujo de innumerables reacciones precedentes produjeran este fruto efímero, si el hombre fuera sólo esto, sería ridícula, cómicamente ridícula, la palabra “libertad”, la expresión “derecho de la persona”, la misma palabra “persona”. Una libertad así, sin fundamento, es flatus vocis: puro sonido que el viento dispersa» .
En muchas ocasiones perdemos la primera batalla por la libertad en el terreno de la autoconciencia del yo, es decir, cuando nos concebimos como una mera pieza del engranaje mecánico de las circunstancias. En tal caso, el yo no tiene otra posibilidad que secundar el flujo de esas circunstancias de las que no puede librarse. ¡No hay ninguna posibilidad de decir: «Yo» para quien se rinde ante una concepción de sí mismo de estas características!
Todo esto pone de manifiesto que la lucha por la libertad es, en primer lugar, una cuestión cultural, porque se refiere al modo de concebir el hombre, como nos alertaba proféticamente el beato Juan Pablo II, hace muchos años, cuando identifica la tragedia de nuestro tiempo en el «miedo de ser víctima de una opresión que lo prive de la libertad interior, […] de una subyugación “pacífica” de los individuos, de los ambientes de vida, de sociedades enteras y de naciones, que por cualquier motivo pueden resultar incómodos a quienes disponen de medios suficientes y están dispuestos a servirse de ellos sin escrúpulos» .
«Sólo en un caso este punto, que es el hombre individual y concreto, sería libre de todo el mundo; libre hasta el punto de que ni el mundo entero ni todo el universo podría constreñirlo; sólo en un caso esta imagen de hombre libre es explicable: si se supone que ese punto no está constituido sólo por la biología de su madre y de su padre, que posee algo que no deriva de la tradición biológica de sus antecedentes inmediatos, sino que está en relación directa con el infinito, en relación directa con el origen de todo el flujo del mundo, es decir, con Dios» .
Nos lo ha recordado Benedicto XVI en su discurso en el Reichstag de Berlín: «También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo arbitrariamente. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza, y su voluntad es justa cuando escucha la naturaleza, la respeta y cuando se acepta como lo que es, y que no se ha creado a sí mismo. Así, y sólo de esta manera, se realiza la verdadera libertad humana» .
«He aquí la paradoja: la libertad es depender de Dios. Es una paradoja, pero clarísima. El hombre – el hombre concreto, yo, tú – antes no existía, ahora existe, y mañana no existirá: por lo tanto, depende. O depende del flujo de sus antecedentes materiales, y es esclavo del poder; o depende de Aquello que está en el origen del flujo de las cosas, más allá de ellas, es decir, de Dios» .
Pero, ¿es realista afirmarlo? El mismo Benedicto XVI ha aceptado este reto, entrando de lleno en materia. En su respuesta a esta pregunta podemos identificar qué implicaciones tiene para la libertad la ausencia de Dios: «El hombre tiene necesidad de Dios, ¿acaso las cosas van bien sin Él? Cuando en una primera fase de la ausencia de Dios, su luz sigue mandando sus reflejos y mantiene unido el orden de la existencia humana, se tiene la impresión de que las cosas funcionan bastante bien incluso sin Dios. Pero cuanto más se aleja el mundo de Dios, tanto más resulta claro que el hombre, en el hybris del poder, en el vacío del corazón y en el ansia de satisfacción y de felicidad, “pierde” cada vez más la vida» .
Algo parecido sucede cuando se apaga un radiador: el calor acumulado sigue caldeando la habitación durante un tiempo y nos da la ilusión de que podemos ahorrar algo en coste de energía. Pero pronto acecha el frío que nos hace salir del engaño. En cierto sentido, podemos decir lo mismo de la libertad: hemos pensado que romper el vínculo con Dios sería una liberación. Pero, muy pronto, todos nos hemos encontrado todavía más indefensos, más solos y desprevenidos ante la violencia, la hybris, del poder.
Paradójicamente, la crisis puede convertirse en una ocasión para hallar un fundamento realmente sólido a la libertad que, de lo contrario, resulta ser un flatus vocis, una palabra vacía: «La libertad se identifica con depender de Dios de una manera humana, esto es, con una dependencia que se reconoce y se vive. Mientras que la esclavitud es negar o censurar esta relación. La conciencia vivida de esta relación se llama religiosidad. ¡La libertad consiste en la religiosidad! Por eso, la única rémora, la única frontera, el único límite a la dictadura del hombre sobre el hombre – ya se trate del hombre sobre la mujer, de padres con hijos, de gobierno y ciudadanos, de patrones y obreros, o de jefes de partido y estructuras a las que la gente está sometida – la única rémora, la única frontera, la única objeción a la esclavitud del poder, la única, es la religiosidad» . Por ello el Papa puede afirmar de manera totalmente razonable: «Incluso nuestra propia verdad, la de nuestra conciencia personal, ante todo, nos ha sido “dada”» .

2. La libertad coincide con pertenecer a un pueblo
Lo que es verdad a nivel ontológico y antropológico, lo es también a nivel histórico y social. En efecto, donde triunfa el individualismo, es decir, la ausencia de vínculos, la persona se encuentra peligrosamente indefensa ante las pretensiones del poder de turno, ya sea económico, social o político. Aislar a los hombres los unos de los otros es uno de los sistemas más eficaces para dominarnos. ¿Cuál es la mejor defensa para custodiar la libertad del hombre en sus circunstancias concretas de espacio y tiempo?
La que nos indica la naturaleza misma del hombre: un vínculo, una pertenencia. Más precisamente - como hemos escrito en el documento de CL «La crisis: un reto para cambiar» - la pertenencia a un pueblo que custodie esa relación con el Misterio que hace libre cada persona. Don Giussani nos ofrece una descripción espectacular de este fenómeno: «La vida de un pueblo está determinada por un ideal común, por un valor por el que vale la pena existir, esforzarse, sufrir y, si es necesario, incluso morir: un ideal común por el que vale la pena todo. Es una dinámica que ya incluía san Agustín, cuando en su De Civitate Dei, observaba que “el pueblo es un conjunto de seres razonables asociado en la comunión concorde de las cosas que ama”, y añadía que para conocer la naturaleza de cada pueblo, hace falta, por lo tanto, mirar a las cosas que ama (“ut videatur qualis quisque populus sit, illa sunt intuenda quae dilligit”). Por el contrario, hemos tratado de construir Europea sin algo que todos estimábamos y que teníamos en común, pensando que el único fundamento era la economía. En segundo lugar, la vida de un pueblo se define por la utilización de los instrumentos y métodos aptos para alcanzar el ideal que reconoce, al afrontar las necesidades y los retos que van apareciendo poco a poco en sus circunstancias históricas. Y, en tercer lugar, se define por la fidelidad recíproca que consiste en la ayuda de unos a otros en el camino hacia la realización de ese ideal. Existe un pueblo cuando hay memoria de una historia común que se acepta como tarea histórica por realizar. Del reconocimiento del ideal nace, pues, una operatividad poderosa que tiende a instrumentarse de la mejor manera posible. Esto, en última instancia, se expresa en la caridad del pueblo que permite a unos llevar el peso de los otros. En este sentido el “nosotros” entra en la definición del “yo”: es el pueblo quien define el destino, la capacidad operativa y la genialidad afectiva – por consiguiente, fecunda y creativa – del “yo”. Puesto que el “nosotros” del pueblo entra en la definición del “yo”, el “yo” alcanza su madurez grande cuando reconoce su destino personal y la totalidad de su afecto al identificarse con la vida y el ideal del pueblo. Por esto, sin amistad, es decir, sin afirmación gratuita y recíproca del misterio común, no hay pueblo» .
Cuanto más grave es la situación, tanto más emerge la necesidad de ser sostenidos en la conciencia, de ser ayudados, de tener al lado una compañía, de ser acompañados en asumir el inevitable riesgo.
Esto implica la disponibilidad a cambiar de mentalidad: «La doctrina social de la Iglesia sostiene que se pueden vivir relaciones auténticamente humanas, de amistad y de sociabilidad, de solidaridad y de reciprocidad, también dentro de la actividad económica y no solamente fuera o “después” de ella» .
¿Qué es lo que puede convencernos para reconocer esta pertenencia? ¿Qué es lo que puede dar lugar a relaciones sociales amistosas incluso en el ámbito de la actividad económica? Lo explica claramente don Giussani en su histórico discurso de 1987 en Assago: «La relación con el infinito […] hace de la persona sujeto verdadero y activo de la historia. Una cultura de la responsabilidad tiene que partir del sentido religioso. Este punto de partida lleva a los hombres a unirse. Y no por cálculos de intereses precarios, sino sustancialmente: a unirse en la sociedad de forma sorprendentemente entera y libre (la Iglesia es el mejor ejemplo de ello), de modo que el surgimiento de movimientos dentro de ella es señal de una vivacidad, responsabilidad y cultura que dinamizan todo el orden social. Conviene observar que estos movimientos son incapaces de quedarse en abstracciones. No obstante la inercia o la falta de inteligencia de quienes los representan o forman parte de ellos, a los movimientos les resulta imposible basarse en ideas abstractas: tienden a mostrar su verdad respondiendo a las necesidades que encarnan los deseos, imaginando y creando esas estructuras operativas capilares y oportunas que llamamos “obras”, “formas de vida nueva para el hombre”, como dijo Juan Pablo II en el Meeting de Rimini de 1982, relanzando la doctrina social de la Iglesia. Las obras constituyen una verdadera aportación a la renovación del tejido y del rostro de la sociedad. […] Es, por tanto, en el compromiso con esta primacía de la libre creatividad social frente al poder donde se demuestra la fuerza y la duración de la responsabilidad personal» . Ahora bien, esta novedad y esta duración podrán darse sólo si la obra no se separa de su origen.
¿Quién puede atreverse a ponerse junto con otros en una situación como la actual? Sólo quienes, al compartir el sentido de la vida, el ideal, pueden compartir también todo lo demás. Sin embargo, cuanto más dura es la crisis existe un mayor riesgo de cerrarse y ver al otro como un adversario a batir, de esta forma es dramáticamente necesaria la fuerza poderosa de Otro que nos haga a todos conscientes de nuestra necesitad inagotable: «Sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo, que nos hace saber: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Y nos anima: “Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo” (Mt 28, 20). Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia» .
Ahora bien, la existencia de un pueblo así, de una compañía que obra así, es una ayuda y un apoyo no sólo para quienes participan en ella directamente, sino también para quienes la encuentran en su propia vida: «Lo más misterioso de todo es que en el logro de que un pueblo se realice no puede dejar de estar implicada también la perspectiva de que su propio bien lo sea también para el mundo, para todos lo demás. Y esto aparece con claridad cuando el pueblo alcanza una cierta seguridad y dignidad, y madura y se afirma el factor ideal que está en el origen de toda civilización (de igual modo que su desaparición marca su declive: una civilización decae cuando ya no sabe manejar el ideal que la ha engendrado)» .
Lo que precisamente define la política es sostener esta iniciativa de las personas y de los grupos sociales: «Una política verdadera […] es la que defiende una novedad de vida en el presente, y por eso es capaz de modificar también la organización del poder. Así pues, la política debe decidir si favorecer a la sociedad exclusivamente como instrumento suyo, manipulado por el Estado y su poder, o bien impulsar un Estado que sea verdaderamente laico, es decir, que esté al servicio de la vida social según el concepto tomista de “bien común”, relanzado vigorosamente por el magisterio grande y hoy olvidado de León XIII» .

En este momento crucial de la historia podemos comprender con mayor facilidad la contribución que una libertad entendida de esta manera puede ofrecer al camino de todos, sea cual sea el lugar que ocupa en la sociedad.
Todos podemos comprobar qué es lo que verdaderamente nos libera y nos pone en las mejores condiciones para afrontar las circunstancias - incluso las más adversas y contradictorias - con una positividad de otro modo imposible. De una experiencia de libertad auténtica brota una capacidad de construir que ninguna dificultad lograr detener del todo, cosa de la que muchos de vosotros dais testimonio cada día. Es una capacidad de obrar que nos sorprende cuando la vemos ya realizada en alguien, hasta el punto de que el futuro deja de ser amenazante y se carga de una promesa que sostiene la esperanza para todos.
Os deseo que en todo lo que hacéis nunca renunciéis a realizar un camino humano, es decir, asentado en una razón y una libertad adecuadas a la estatura de vuestra humanidad; y que os ayudéis a afrontar este reto, el más decisivo de todos, porque de él depende la utilidad de vuestra vida, para vosotros y para los demás.