Cómo ha cambiado el sueño americano

Marco Bardazzi

«Haceos una pregunta: ¿estáis hoy mejor que hace diez años?». A Ronald Reagan le bastó dirigir esta pregunta a sus conciudadanos para conquistar la Casa Blanca. Los americanos de 1980 miraron a sus espaldas, vieron una década marcada por Vietnam, por el Watergate y por el “malestar” que había acompañado a la pésima presidencia de Jimmy Carter, y decidieron cambiar de caballo.
¿Qué puede decir un americano que se plantee en la actualidad esta misma pregunta, diez años después del 11 de septiembre? La respuesta es más difícil que la de los años ochenta. Porque el mundo se ha vuelto mucho más complicado, y EEUU con él.

DESDE LA AZOTEA. Sin embargo, hay un punto en común –un punto decisivo– con el país de hace treinta años. Se equivocaba entonces quien predecía un país condenado a un declive inevitable y a una convivencia forzada sobre el planeta, de tú a tú, con un imperio soviético destinado a permanecer para siempre. Se equivocaba quien pensaba que el “sueño americano” era sólo una vieja retórica sin contenido, borrada de golpe por la derrota en Vietnam, por los manejos de Nixon y por la crisis económica. Una década después se evaporaba la URSS, mientras que EEUU, más fuerte que antes, se preparaba para exportar al mundo una novedad llamada Internet, acompañada de las ideas de unos jóvenes geniales llamados Bill Gates y Steve Jobs.
De igual modo, se equivoca quien mira hoy EEUU, en plena crisis económica, con una tasa de desempleo cerca de los dos dígitos y compromisos militares no resueltos en Afganistán e Iraq, y concluye que no sólo ha muerto el “sueño americano”, sino que también está enterrado el “siglo americano”, el siglo XX, para dejar espacio al presunto “siglo asiático” que estamos viviendo. Me aventuro a dar un pronóstico para los siglos venideros: los Bill Gates y los Steve Jobs del mañana, pero también los próximos Mark Zuckerberg (el fundador de Facebook tiene sólo 27 años, pero en la era de la web los saltos generacionales son rapidísimos), tendrán todavía pasaporte americano, y no chino. Aunque sobre esos pasaportes made in Usa aparezcan más a menudo fotos de rostros hispanos, indios o incluso con ojos rasgados.
Recuerdo muy bien la Norteamérica de comienzos de milenio, ese pequeño espacio de tiempo que precedió a los ataques al World Trade Center y al Pentágono. Yo había desembarcado como periodista inmigrado en una Nueva York preciosa, enérgica y alocada en el año 2000, con mi mujer y mis tres hijas pequeñas. Todo costaba demasiado, todos parecían dedicados a hacerse millonarios con la New Economy, todo parecía posible. En la Casa Blanca, un Bill Clinton ya desacreditado por sus propios instintos sexuales esperaba impotente el final de su mandato mientras dos candidatos no especialmente emocionantes, Al Gore y George W. Bush, luchaban por sucederle. Pero la política interesaba poco, y el futuro presidente parecía destinado a gestionar la administración ordinaria. En resumen, el mundo parecía tranquilo visto desde Nueva York. Cuando venían amigos desde Italia para visitarnos, les llevábamos a la azotea de las Twin Towers para observar Manhattan. En el salón de nuestra casa destaca una foto de nuestra hija pequeña que baila sonriente en el World Trade Center, frente a la silueta inconfundible de las Torres: el trozo de rascacielos que se ve en la imagen es el mismo que se hizo tristemente célebre después del 11 de septiembre, porque fue la única parte del esqueleto externo de una torre que quedó en pie.
Si uno piensa en la ciudad de Nueva York antes del 11 de septiembre, y la compara con la ciudad de hoy, difícilmente puede decir que, diez años después, EEUU sea un lugar mejor. Entre 2001 y 2011 ha sucedido de todo. Dos guerras de las que el mundo podía prescindir (sobre todo la de Iraq). Una reacción desproporcionada ante la amenaza jihadista, que se ha llevado tras de sí a Guantánamo, el “waterboarding”, una vuelta de tuerca sobre la privacidad y los derechos civiles. El huracán Katrina. Finalmente, la caída del mercado inmobiliario y la peor crisis económica desde la posguerra (hay quien sostiene, como el director del Economist, Bill Emmott, que el 13 de septiembre de 2008, día en que cayó la banca Lehman Brothers, fue más devastador que el 11 de septiembre).
Sin embargo, esta década ha sido también algo muy distinto. Es el periodo en que Google, una pequeña sociedad californiana fundada por dos estudiantes de Stanford, Larry Page y Sergey Brin, se ha convertido en el coloso global que todos conocemos. Facebook no existía hasta 2004, y hoy reúne a setecientos cincuenta millones de personas en el mundo. Hace diez años no se hablaba de biotecnologías y de energías alternativas: hoy constituyen una industria prometedora y una posibilidad de trabajo para las próximas generaciones. Hace diez años, nadie habría imaginado a un presidente negro en la Casa Blanca. Sobre todo, ningún país en el mundo habría sido capaz, en una década, de llevar al poder desde la nada a tres novedades políticas como el neoconservadurismo, Barack Obama y el Tea Party (que hasta 2009 no existía y que en 2010 ha conquistado prácticamente el Congreso).
Pero, en el fondo, se trata sólo de los signos más visibles de la vitalidad del país. A nivel de pensamiento y de relaciones personales, en esta década ha sucedido muchísimo más. Lejos de los focos ha nacido y crecido una red de amistad y de solidaridad reforzada por los traumas del 11-S, por las guerras, por el paro. EEUU no es sólo la que grita en las reuniones del Tea Party o en las marchas de protesta de la izquierda liberal. Es también un entramado de iglesias y comunidades en donde se han redimensionado buena parte del egoísmo y del arribismo que caracterizaban el país antes del ataque del 11 de septiembre. Es un cuerpo social continuamente renovado por la savia vital de algunos de los emigrantes más motivados del mundo, empezando por los indios, los vietnamitas y sobre todo los hispanos: para ellos, el “sueño americano” está más vivo que nunca.
Para comprender por qué el siglo XXI será todavía un siglo americano, a pesar de que Europa trate de convencerse de lo contrario, es necesario dejar un poco de lado a Noam Chomsky y empezar a leer los ensayos de estudiosos como Anne-Marie Slaughter, recién incorporada a su cátedra de Princeton después de dos años al lado de Hillary Clinton en el Departamento de Estado (y, por eso mismo, difícilmente clasificable como una “peligrosa” neocon…). En un mundo que se parece cada vez más a una gigantesca social network, esta es su tesis, EEUU mantiene una ventaja de fondo: la creatividad de un ambiente realmente “social”, fruto de la mezcla étnica, de una cultura que anima a desafiar el status quo y de un sistema universitario que sigue siendo el mejor del mundo. Cualquiera que haya entrado en un campus americano sabe qué energía se respira allí. Es la misma que puede percibirse en muchos campus chinos, con una diferencia sustancial: en China todo apunta al orden, a la perfecta gestión, en definitiva, a la tranquilidad política. Mark Zuckerberg no habría sido capaz nunca de crear Facebook en el futurista campus del parque científico-industrial Zizhu, en Shanghai.

RAÍCES SÓLIDAS. Si se consideran todos los factores, hoy habría que dar una respuesta más articulada que un simple “sí” o “no” a la pregunta de Reagan. En su conjunto, EEUU no está mejor que hace diez años, cuando fue atacada por Al Qaeda. Pero el PIB y los datos de desempleo no son los únicos indicadores de la felicidad. El “sueño americano” sigue existiendo, y tiene sólidas raíces. A los que venimos de este lado del Atlántico, nos vendría bien seguir investigando los secretos como hacía antaño Tocqueville, en vez de sucumbir a la fiebre asiática.