De derecha a izquierda: J. Weiler, S. Alberto <br>e I. Carbajosa.

¿De dónde nace esta unidad?

Ubaldo Casotto

«No esperéis un milagro, esperad un camino». Esta frase de don Giussani, ampliamente citada por Julián Carrón en los últimos meses, ha encontrado una confirmación paradójica en el Meeting de Rimini. Quien se pone con seriedad en camino puede asistir a un milagro en cada paso. Si el milagro es un evento extraordinario que obliga a pensar en Dios, con lo sucedido en Rimini, técnicamente, podemos atrevernos a decir que se ha realizado, aunque no sea sometido a ningún tribunal eclesiástico.
Los allí presentes, como quien escribe, no podían siquiera tomar notas, por la profunda emoción ante lo que estaba sucediendo. Estas palabras, por tanto, son fruto de la memoria pura y vívida de las palabras escuchadas, de la conmoción de los ponentes, de la dura batalla teológica a golpe de citas bíblicas, de los abrazos que hemos visto, de la irresistible simpatía de un «judío testarudo» (es una autodefinición), de su profundidad exegética, de la apertura mental de un joven teólogo español, de la estupefacta observación de lo que estaba pasando por parte del moderador.
El título del encuentro resultaba complicado y poco atractivo, como si fuera para expertos en el tema. Una impresión equivocada sólo a medias, pues se trataba de un trabajo duro, pero no para unos pocos elegidos, aunque se hablaba del pueblo elegido. El título rezaba «Nomos y profecía: ser judío, ser cristiano. Dos lecciones sobre Deuteronomio 13 y 18». Los protagonistas eran el profesor Joseph Weiler, judío; y su colega católico Ignacio Carbajosa, con Stefano Alberto como moderador. Un afamado jurista neoyorquino, una gran promesa de la exégesis veterotestamentaria, y un hijo predilecto de don Giussani con estudios jurídicos en la patria del activismo italiano (Turín) y teológicos en la Alemania post-conciliar. Tres láminas de acero puro.
No faltaron las estocadas, fue un auténtico duelo, un debate sólido, no se trataba de «humanitarismo con tentaciones aparentemente pacificadoras», como ya advirtió don Pino en su introducción, sino de mostrar dos experiencias de fe irreconciliables entre sí y al mismo tiempo unidas, misteriosa y visiblemente unidas. El resultado fue un encuentro verdaderamente ecuménico. Y un encuentro ecuménico, si no es una representación diplomática, permite a cada uno encontrarse con el otro siendo hasta el fondo él mismo, no se conceden cortesías a los invitados, sino que se ama la diferencia, a la que se deja salir a la luz para conocerla y abrazarla.
Carbajosa inició su recorrido con un pasaje del Deuteronomio 18 con dos amonestaciones divinas a Israel para indicar los puntos comunes con la religiosidad natural, pero también la diferencia radical con la devoción del pueblo de Jehová. «Cómo se puede pedir a un pueblo que no intente entrar en el misterio con agoreros y adivinos». ¿Cómo se le puede pedir que renuncie a una dinámica humana y racional que forma parte de la historia? La respuesta es otro pasaje del Deuteronomio: «El Señor Dios suscitará para ti, en medio de ti, de tus hermanos, un profeta como yo; a él escucharéis». De aquí en adelante, de un modo fascinante («y conmovedor», según Weiler) Carbajosa habló de este «profeta» que era como Moisés, al que debían escuchar y obedecer; de la conciencia del pueblo de Israel, en cuya historia milenaria «nunca había surgido un profeta como Moisés»; de su naturaleza de esposo; de la esperanza de que este profeta fuese el Bautista; y del anuncio de una voz «llena de ternura hacia la milenaria espera de la humanidad» de la que Israel sigue siendo testigo hoy, una voz que desde la nube decía: «Éste es mi hijo predilecto, en el que me complazco. Escuchadlo». En esa escucha está la fidelidad al Dios de la alianza.
Llegados a este punto, una tremenda pregunta del moderador: «Hay un problema del que hablará el profesor Weiler, el misterio de cómo el no reconocimiento de Cristo es también obediencia y fidelidad a Dios».
«Los judíos somos testarudos, no quiero convenceros de que tenemos razón, sino daros razones para que entendáis nuestra testarudez». Weiler comenzó así un divertido discurso explicando los motivos del legalismo moral y ritual hebreo, y bromeó sobre cuánto le gustaría a veces poderlo trasgredir. Explicó la vocación de testimonio del pueblo de Israel con un ejemplo que conquistó la atención del auditorio. «Es como los Memores Domini, un signo y un reclamo para todos, pero no todos pueden ser Memores, se acabaría el mundo». Habló de su deber de obediencia al Dios de la alianza («que para nosotros es la única alianza, ¿lo sabéis, verdad?») y de ciertos rituales que no parecen tener fundamento racional más allá de la voluntad de Dios, «pero que me obligan, como para vosotros la Eucaristía y la presencia real de Cristo sobre la que tanto insiste don Giussani, a acordarme de Dios cuando me visto, cuando como, cuando voy al baño... y os ahorro más detalles». Explicó cómo el pacto entre Dios y su pueblo es «inmutable y para siempre, al menos para mil generaciones, y para quien quiera hacer el cálculo vamos sólo por el segundo centenar». Citó otro pasaje del Deuteronomio con el que Dios se vincula a su pacto, avisando a Israel de la próxima llegada de un profeta a quien, a pesar de los signos que lo distinguirían, le «darían muerte». Y terminó con una frase que podía dejar helados a los que escuchaban, pero que sin embargo fue acogida con toda su dramaticidad y misterio por la profunda verdad con que fue pronunciada: «Para mí, un judío que se convierte no hace gran cosa».
Existe un plano misterioso de Dios, del que a menudo habla Benedicto XVI, por el que Israel tiene una función propia en la economía de la salvación del final de los tiempos, incluso después de la encarnación. Stefano Alberto, con la voz ligeramente quebrada, habló de un «diálogo entre hermanos distintos pero no distantes: tenemos un solo Padre. Habrá un tiempo en el que lo veremos todo, en que todo estará claro, y hoy hemos podido gustar un anticipo de lo que será ese día».
Después, por sorpresa, la fiesta por el sesenta cumpleaños del profesor Weiler y su abrazo «al pueblo de don Gius». «Me habéis dado mucho desde el punto de vista espiritual, humano, social…», y más tarde un abrazo fuerte, intenso, tierno y viril con Wael Farouq, el musulmán egipcio que tradujo El sentido religioso, y el milagro dentro del milagro: «Una de las cosas más grandes que me habéis dado ha sido Wael».
Todos lo conocen ya como el Meeting de CL o el Meeting de Rimini, pero los que asistimos a ese abrazo judeo-cristiano-musulmán volvimos a recuperar la marca original, la del Meeting por la amistad entre los pueblos.