El camino a la verdad, una experiencia

Apuntes de la síntesis de Julián Carrón en el encuentro con el Centro nacional de los universitarios de Comunión y Liberación. Milán, 18 de junio de 2011

1. Cómo surge la pregunta
Esta mañana se nos recordaba el camino que hemos recorrido juntos estos meses, que comenzó el pasado 26 de enero con «El sentido religioso, verificación de la fe» y que se ha desarrollado en las demás etapas: «La fuente del juicio», «La urgencia del juicio» y los Ejercicios de la Fraternidad. En otro momento tendré ocasión de volver sobre este recorrido. Pero ahora tengo curiosidad por escuchar qué responderíais si os preguntara: esta mañana, ¿en qué hemos percibido que el sentido religioso es la verificación de la fe? Después de escuchar vuestras intervenciones, creo que el signo más evidente ante nuestros ojos de la experiencia de fe que estamos haciendo ha sido el surgimiento de la pregunta.
Pienso en lo que decía nuestro amigo al final de la asamblea. ¡Cuántas veces habrá repetido ciertos discursos como cosas ya sabidas! En cambio hoy, en un momento dado, ha llegado a admitir: «Todo lo que nos decimos es muy verdadero; de hecho, yo estoy aquí, no pongo nada en discusión, sigo yendo a misa, hago todo lo que se me propone. Pero si tuviera que decir que el hecho de Cristo existe y es el punto de partida de todo lo que vivo a lo largo del día, es la hipótesis con la que entro en la realidad, no podría, no es así. Yo lo deseo con todo el corazón, pero no lo consigo, veo que soy insuficiente en todo, y que incluso nuestro estar juntos es insuficiente, veo que estamos faltos de Cristo. Tú nos has hablado de un camino, y estoy dispuesto a hacerlo. Pero me pregunto: ¿cómo se hace este camino?». Debemos agradecerle la sencillez con la que ha planteado esta pregunta: es una ayuda para todos, porque nos hace ser conscientes del desafío que tenemos ante nosotros, del acierto de don Giussani al identificar el núcleo de la cuestión. Es verdad que podemos estar juntos durante años, y constatar al final que falta lo esencial. Pienso también en lo que añadía después uno de vosotros: «Me han sucedido muchos hechos preciosos, pero no ha cambiado el sentimiento que tengo de mí mismo. Cuando hablabas de lo que le sucedió a la Virgen, de ese “sentimiento de sí profundo, misterioso: una veneración de sí, un sentimiento de grandeza comparable sólo al sentido de su nada”, me decía: “Yo no tengo este sentimiento de mí mismo. ¿Cómo se hace para tenerlo?”».
Ante todo, el primer punto: empezamos a no dar las cosas por descontadas, empezamos a ver surgir nuestra exigencia y a comprender que no nos basta estar juntos de una determinada manera para respondernos. Este despertar del sentido religioso, de nuestro “yo”, darnos cuenta de que no nos basta repetir un discurso o una fórmula, es el signo de la contemporaneidad de Cristo en medio de nosotros. Este despertar es lo menos obvio que hay. Es más, muchas veces podemos vivir entre nosotros como aplanados. Entonces, percibir el surgimiento en nosotros de ciertas preguntas, no huir ante ellas, o bien empezar a no dar por supuesto que haya alguien que pregunte, muestra una diferencia que se da de hecho, es el signo de que en nosotros algo empieza a moverse, a despertarse.
Esto es también lo que nos permite entrar en diálogo con el otro, como demuestra el encuentro con una señora en el mercado que ha referido una de nosotros en su intervención de esta mañana. «Al recibir el manifiesto Dispuestos a dar razón de nuestra esperanza –ha dicho la persona que intervenía– una señora respondió de golpe: “En mi vida no hay ninguna esperanza; desde que mi hijo murió, mi existencia y la de mi marido ha quedado destruida. Estoy tratando de superar lo sucedido con ayuda de una terapia, porque sólo consigo vivir cuando dejo de pensar”. Entonces la chica que le dio el manifiesto, que había vivido una experiencia parecida en su vida, se detuvo y le dijo: “Yo he conocido a personas que no han tenido que censurar nada ante la muerte, que pueden estar conscientemente, con todas las preguntas que tienen, frente a las cosas que les suceden”. En ese momento, la señora cambió de actitud: “Todas las personas que he conocido sólo han tratado de consolarme, diciéndome que antes o después se me acabaría pasando el dolor, o han empezado a evitarme porque no podían soportarlo. Me gustaría mucho vivir la experiencia que dices. Si es verdad que conoces a esas personas que describes, dime: ¿dónde las puedo conocer?”. Y la chica le invitó a tu Escuela de comunidad».
Un testimonio como éste pone de manifiesto qué es el “yo”, y nos permite comprender por qué no todas las respuestas son adecuadas a la pregunta que nos constituye. Algunas personas trataban de consolar a esa mujer, como si su problema fuese un problema sentimental, otras no eran capaces de decir nada: pero a ella no le bastaba que la consolasen ni que la rehuyeran. ¿Qué es capaz de responder a su exigencia? Delante de la joven que le hablaba, se preguntó: «¿Tenéis vosotros una respuesta? ¿Dónde estáis?».
Atención, tampoco a nosotros, dejando de lado nuestras intenciones, nos basta un consuelo barato, una forma sentimental de vivir la compañía. Cuando el “yo” comienza a despertarse, no podemos reducirlo a nuestro gusto, como si fuésemos sus dueños. El corazón es objetivo e infalible, como hemos dicho siempre citando a don Giussani; la exigencia que lo define no se puede manipular, hasta el punto de que esa señora puede recibir un consuelo, pero no le basta, y siente la insuficiencia de la respuesta como la sentimos nosotros, que podemos estar juntos sin que nos baste estar juntos, aunque digamos que estamos juntos por Cristo, si Cristo no está ahí.

2. La urgencia de encontrar un camino
Entonces es como si naciese cada vez más, desde el interior de nuestra experiencia, la urgencia de encontrar un camino, de tener claro un camino que seguir.
«¿Cómo se hace?», preguntaba nuestra amiga esta mañana. Llama la atención que después del encuentro uno se siga preguntando cómo se hace. Eso quiere decir que lo que ha sucedido en el encuentro no es nuestro todavía. Uno empieza a darse cuenta de que tiene un deseo de verdad, de plenitud, pero no consigue realizarlo, percibe la desproporción entre lo que desea y el resultado que vive. Pero justamente cuando esta percepción empieza a abrirse espacio en nosotros, con la conciencia con la que se ha puesto hoy de manifiesto, empezamos verdaderamente a comprender qué es lo que necesitamos. ¿Qué necesitamos? Necesitamos un camino. ¿Cómo identificar este camino? Debemos volver a lo que nos ha sucedido, es decir, a pensar en dónde hemos vislumbrado una hipótesis de respuesta. ¿Dónde? En el encuentro. En el encuentro ha empezado a aparecer ante nuestros ojos una promesa, el presentimiento de un camino.
Ahora bien, aunque como dijimos en los Ejercicios de la Fraternidad ningún poder puede evitar que suceda el encuentro, sí puede evitar que se convierta en camino, en historia. Por eso debemos ser conscientes del influjo que puede llegar a tener el poder en nosotros: podemos estar aquí sin que el encuentro se convierta en camino, en historia; y por eso, después de años, seguimos preguntando: ¿cómo se hace? No lo digo como reproche, sino para que podamos ser cada vez más conscientes de la lucha en la que estamos inmersos. Debemos aprender de lo que vemos suceder en nosotros, sin asustarnos. Lo que está surgiendo es una gracia –es el Misterio el que nos da esta conciencia– y debemos usarlo para nuestro camino, para continuar la lucha, para colaborar en la lucha que el Misterio mismo empezó a nuestro favor en el Bautismo. Como dice don Giussani, el Señor, como vir pugnator, empezó en el Bautismo una lucha por «invadir nuestra existencia». No debemos asustarnos, sino aprovechar lo que el Señor nos da, a través de la lucidez que hace posible en nosotros, para hacernos conscientes del núcleo de la cuestión: preguntarnos «cómo se hace» nos dice que es como si no hubiésemos tomado en serio, hasta el fondo, la hipótesis que se nos ha mostrado en el encuentro. Y esto se ve porque muchas veces, como se decía antes, entramos en la realidad sin partir de esa hipótesis, es más, es lo último que se nos pasa por la cabeza. Tal vez asumamos esa hipótesis para hacer ciertos gestos, porque nos lo propone el movimiento, pero en el resto de la vida, a la hora de afrontar todo, el afecto, el trabajo, el estudio, el problema del cumplimiento, de la satisfacción, usamos la misma hipótesis que los demás. Por eso después de años seguimos preguntándonos cómo se hace, como si estuviésemos tan perdidos y confusos como todos.
Por tanto, el primer desafío es percibir la novedad que se nos ha presentado en el encuentro. Ahí ha sucedido algo, hemos presentido algo, y debemos volver con sencillez a ese momento, a lo que sucedió en nosotros, para recobrar ahora, en el presente, hoy, lo que se nos hizo evidente en el encuentro, de modo que podamos usarlo de nuevo como hipótesis para entrar en la realidad. Debemos llegar a ser más conscientes de lo que sucedió, porque es como si en aquel momento no hubiésemos comprendido hasta el fondo lo que había pasado. Ahora empezamos a ser más conscientes de la gracia que se nos ha dado, por el tenue resplandor que entró en nosotros; pero es necesario volver a lo que sucedió, como hipótesis de trabajo –según la preciosa expresión que usa don Giussani–, para que el encuentro llegue a convertirse en historia: es necesario que lo que nos ha sucedido se convierta en una hipótesis de trabajo en la relación con toda la realidad.
Solamente quien que se toma en serio la hipótesis puede, llegado a un punto, como decía la carta que hemos citado esta mañana, darse cuenta de que esa hipótesis ya no es sólo una hipótesis. Os leo un fragmento de la carta: «Siempre he sido consciente de que las cosas no bastan para satisfacerme, desde que era pequeña, y siempre me he dado cuenta de que puedo empeñarme en ser feliz, pero sé que no soy capaz de ello. Sin embargo, mi corazón nunca se ha detenido ante la inconsistencia de las cosas ni de mis tentativas. Me he repetido siempre: “La vida no puede ser así, debe haber otra cosa”. Y bajo el empuje de este deseo, por la educación que he recibido y por mi primer encuentro con el movimiento, he tomado en serio la hipótesis de que esta otra cosa pudiese ser Jesucristo. De este modo, he empezado a confiarme a “Él”, aunque seguía siendo un desconocido para mí. Acoger esta hipótesis ha marcado mi vida hasta ahora. Pero siempre era una hipótesis. En cambio, en la última Escuela de comunidad, mientras una persona contaba su experiencia, me di cuenta con una claridad impensable que yo ahora ya no puedo vivir por una hipótesis. Hace algunos días, como la mayoría de mis días, era un estorbo para mí misma, con el corazón herido, ausente, que me hacía quedarme muda. No conseguía mirarme con ningún tipo de ternura, no sabía por dónde cogerme, cómo empezar a mover un dedo (a veces estoy tan triste que no hago nada). Pero en esta situación habitual, de forma clarísima, un rostro –el de una amiga– rompió mi soledad. Pensé: “Sea como sea, ella existe”, y casi me asombré a mí misma. Antes de que yo sea capaz de llevar el peso de mi corazón, de resolverlo, de convertirme a Su presencia, antes incluso de que yo ceda, de que pida perdón, antes de que vuelva a respirar, a sonreír, a amar, antes de todo esto, existe ella, con su vida que tiende a Cristo, y, por esta relación con Él, me ama. Sólo porque Él existe, ella puede amarse así y amarme, y yo puedo identificarme con su mirada y amarme a mí misma. Si antes vivía con el miedo de estar confiándome a un desconocido, ahora me doy cuenta de que puedo identificarme con esa mirada de amor sobre mí. Por eso Cristo para mí ya no es una hipótesis, sino una presencia que me alcanza: de forma misteriosa, debo admitirlo, pero real».

3. El camino a la verdad es una experiencia
Ahora bien, ¿qué hace que una hipótesis no sea sólo una hipótesis? Hace falta que exista en mi experiencia un hecho, que yo haya recorrido un camino, que haya verificado la hipótesis en la relación con la realidad. De este modo uno descubre que ya no es sólo una hipótesis, sino una certeza. Por eso la respuesta a la pregunta que ha surgido no es una fórmula: como nos ha dicho siempre don Giussani, el camino a la verdad es una experiencia. Podéis entender ahora por qué durante los últimos meses hemos repetido con tanta insistencia la formidable provocación de don Giussani: «Me había persuadido profundamente de que una fe que no pudiera percibirse y encontrarse en la experiencia presente, que no pudiera verse confirmada por ella, que no pudiera ser útil para responder a sus exigencias, no podría ser una fe en condiciones de resistir en un mundo donde todo, todo, decía y dice lo opuesto a ella» (Educar es un riesgo, Encuentro, Madrid 2006, p. 19). El camino a la verdad, a la certeza –nos dice don Giussani–, es esta experiencia, la fe como experiencia presente: es lo único que hace que la hipótesis no sea ya una mera hipótesis.
La compañía que nos hacemos no es para sustituir la experiencia que cada uno debe hacer, sino para testimoniarnos esa experiencia mutuamente y para desafiarnos a vivirla. Cada uno necesita para sí mismo esta experiencia, no podemos vivir de la experiencia de otro, porque soy yo el que tiene que hacer el examen de latín, el que debe estar ante su novia, no es el otro, no vamos todos en comandita. Ante el drama de la vida estoy yo. Por eso, la fórmula que hemos utilizado: «Esperaos un camino, no un milagro que eluda vuestras responsabilidades, que anule vuestra fatiga, que haga mecánica vuestra libertad» (L. Giussani, Encuentro nacional de los chicos que pasan a la universidad, Rimini 28-30 septiembre 1982, Archivo de CL), es un gesto de caridad de Giussani hacia cada uno de nosotros. Es como si nos dijese: mirad que si pensáis que os las podéis arreglar eludiendo vuestra responsabilidad, sin implicaros en una verificación de la hipótesis que se ha presentado en el encuentro, nunca será vuestro lo que nos decimos. Don Giussani es tan realista, ama de tal modo nuestro destino, que no nos promete que uno pueda llegar a cumplirse eludiendo su propia libertad. Nos dice más bien lo contrario: si pensáis que vais a avanzar sin implicaros personalmente en la verificación de la hipótesis cristiana, no solo en ciertas iniciativas, sino en todos los aspectos de la realidad, ni siquiera aquí podréis resistir, porque «si no hay en ti una tensión por comprender y por amar la vida y su destino, acabarás dejándonos» (L. Giussani, Encuentro nacional de los chicos que pasan a la universidad, cit., Archivo de CL). Incluso el movimiento dejará de ser interesante para nosotros. En cambio, aquel que hace una experiencia, que lleva a cabo una verificación, empieza a «mirarse en el espejo y percibir que su rostro tiene más consistencia, a sentir que su “yo” tiene más consistencia y su camino entre la gente también, comprende que no depende de las miradas de los demás, sino que es libre, no depende de las reacciones de los demás, sino que es libre, no es víctima de ninguna lógica de poder, sino libre».
Entonces, todo lo que nos sucede en la vida es para realizar este camino con los ojos puestos en esa hipótesis. Porque los hechos irrumpen en la vida, y en estos tiempos no nos han faltado hechos. Los habéis vivido muchas veces en estas elecciones, cada encuentro os ponía en juego, ponía en juego vuestra razón y vuestra libertad: vuestra razón, para no quedaros en la apariencia, para ver la realidad como signo que os reclama más allá; vuestra libertad, para adheriros a ese más allá. Gracias a esto, uno empieza a tratar todo de forma distinta, empieza a tratar las cosas no «como si fuesen “dioses”», como le decía al amigo que nos contaba su experiencia frente al examen de latín. Pues «si se tratan las cosas como si dijesen: “Yo soy todo”», no se poseen verdaderamente. ¿Gozas más de las flores que te han regalado cuando dices: «Las flores son todo» o cuando las miras diciendo: «No es aquí, no es para esto, es más allá», es decir, cuando las flores te remiten a la persona querida que te las ha mandado? Si nos detenemos en la apariencia, identificando personas y cosas con el todo, «como si fuesen “dioses”», la relación se convierte en mentira, porque no son dioses. Esta semana el Papa ha hablado precisamente de esto, de los ídolos, refiriéndose al profeta Elías (Benedicto XVI, Audiencia General, 15 de junio de 2011). ¿Qué es un ídolo? Es algo que tú afirmas como un dios cuando no es dios. Tal afirmación es una mentira que con el tiempo es desenmascarada, y entonces desvela su verdadero rostro. Y su verdadero rostro sólo puede desilusionar, está lleno de tristeza. El problema es «no vivir las relaciones como si fuesen “dioses”, como si fuesen relaciones con lo divino; son relaciones con el signo, y por tanto no pueden cumplir; pueden convertirse en camino, paso, signo, pueden remitir, como decía Clemente Rebora [...]: “No es aquí, no es para esto”; todas las cosas que aferras te dicen: “No es aquí, no es para esto, ¡no es para esto!”» (L. Giussani, L’io rinasce in un incontro. 1986-1987, BUR, Milán 2010, p. 385). No basta, por tanto, darse cuenta de la insuficiencia de las cosas, porque las cosas son signo.
La cuestión tiene, por tanto, una segunda parte: sólo puedes poseer verdaderamente las cosas si aquello a lo que ellas te remiten se ha vuelto tan presente, está tan presente ahora, que hace posible esa forma nueva de relación con ellas que se llama virginidad.
La virginidad –que es esa forma nueva y verdadera de tratar las cosas– es la expresión última de la caridad; no de la caridad como algo que hacemos nosotros, sino de la caridad como algo que recibimos, según su verdadero sentido: «Te he amado con un amor eterno, y he tenido piedad de tu nada» (Cf. Jr 31,3). Y cuando me encuentro con alguien que tiene piedad de mi nada, me conmuevo hasta tal punto que, bajo el empuje de esta conmoción, invadido por esta conmoción, por esta presencia, yo puedo tratar todo de forma nueva. Si no sucede así, sólo queda lo que te falta. He aquí la verificación de la fe, amigos: delante del latín, de las elecciones o de la enfermedad –porque el tren de la vida siempre llega puntual a la estación–, tú compruebas lo que prevalece, ves si lo que prevalece en ti es lo que falta o la sobreabundancia de Su presencia. O una cosa o la otra, no hay escapatoria. Y no decidimos nosotros lo que prevalece, sino que lo sorprendemos, basta con estar atentos: no podemos cambiar en un momento una cosa por la otra, utilizando interpretaciones, comentarios, el poder, llegar a un acuerdo. En ese momento verifico si la fe es una experiencia presente en mí o no, es decir, verifico, como dice el Manifiesto de Pascua, si Cristo me está sucediendo ahora. No verifico lo que sé o lo que tengo, sino si lo que sé y tengo es una experiencia presente ahora. Y esto se demuestra por mi forma de vivir la realidad, cualquier aspecto de ella, desde que me levanto por la mañana. El reconocimiento de Su presencia ahora es lo que «impide nuestra distracción, [...] introduce en nuestra vida un acento de felicidad, aunque sea tímido y acompañado por una reticencia inevitable».
Como podéis ver, recorremos un camino de forma pedagógica, ponemos un punto después del otro, pero en la experiencia todo sucede simultáneamente. O existen todos los elementos de la experiencia cristiana, o trato las cosas como “dioses”, y esto lleva inevitablemente a la mentira, a una desilusión. Puede sucederte con el latín, con la novia, puede sucederte con el trabajo, con un proyecto que tienes en la cabeza, con todo. La alternativa es si esperas la salvación de lo que eres capaz de hacer, si la salvación es lo que consigues hacer, tu esfuerzo, o si la salvación es lo que te ha sucedido y te sucede por gracia, como algo absolutamente inesperado. Ésta es la cuestión. Y, ¿por qué decimos que hace falta recorrer un camino? Porque sólo uno que se compromete en un camino puede ver suceder el milagro en su vida. Sólo si estoy comprometido en la verificación personal de la hipótesis cristiana, puedo llegar a decir: ¿qué es esto que he encontrado, que ni siquiera la enfermedad es capaz de derrotarlo, que ni siquiera el mal consigue detenerlo, que nada es capaz de vencerlo? ¿Quién eres Tú, que haces este milagro en mí, que realizas en mí este cambio que de otro modo sería imposible? La fe llega a ser, por tanto, una experiencia presente que ya no me puedo quitar de encima, haga lo que haga, sea lo que sea lo que tengo que afrontar. En cambio, ¡cuántas veces contraponemos camino y milagro, libertad y acontecimiento, libertad y gracia!

4. La sencillez de seguir
Para vivir la experiencia que hemos descrito sólo se necesita la sencillez del camino, es decir, de vivir lo que Jesús nos ha propuesto. En efecto, hacer un camino se llama seguir: «Quien me sigue hará esta experiencia de la vida, aunque se equivoque mil veces». El ejemplo de Pedro es impresionante. Él decidió seguir, se equivocó muchas veces, volvió a caer, dijo de todo, Jesús le reprendió como a ningún otro, pero al final: «¿Me amas?». ¿Cuál fue el milagro? Cristo había entrado hasta la médula en Pedro: «Mira, Señor, no sé cómo, pero toda mi simpatía humana es para ti, toda mi vibración humana es para ti, sabes que te amo. Hasta tal punto tu presencia se ha hecho una conmigo, que no puedo dejar de decir: “Te quiero”, aunque dentro de cinco minutos pueda traicionarte otra vez». Le siguió y asistió al milagro: un Pedro más humilde, menos presuntuoso, en absoluto presuntuoso, puesto a prueba por todo su mal, pero no derrotado. En él no prevaleció el mal. Su afecto por Cristo, su simpatía humana por Cristo, le había aferrado de tal modo hasta las entrañas, hasta la última fibra de su ser, que el mal que había hecho no había podido prevalecer. Para arrancar la presencia de Cristo de las fibras del ser de Pedro había que matarle; podía equivocarse mil veces, pero para arrancarle de Él había que matarle. Pedro hizo un camino humano. Es igual para nosotros. También nosotros empezamos a estar ante la realidad de forma nueva, con una posesión nueva; en caso contrario, prevalece en nosotros la posesión de todos, la tristeza de todos, vivimos todo como todos. ¿Qué puede superar esto? Se trata de estar disponibles para hacer un camino y no perdernos así lo mejor.
Sólo si hacemos la experiencia de la que hemos hablado, Cristo puede entrar en cada fibra de nuestro ser, y podemos ver que la frase que hemos leído en el manifiesto no es una forma de hablar: Cristo es algo que está sucediendo en mí, y lo veo por la forma con la que afronto las preguntas más clamorosas, más desafiantes, por la libertad que tengo ante un examen, por la capacidad de mirar de forma distinta a mi novia, por una forma nueva de estar juntos. Todo es signo de la novedad que introduce Cristo en nuestra vida.
Entonces Cristo ya no es una hipótesis, sino una experiencia. Y esto genera un sujeto unido (lo decíais antes: «Quiero una vida que sea plena y esté unida»), no a trozos. Lo que hace que el sujeto esté unido no es tratar siempre una única cosa, porque esto es imposible; tratamos muchas cosas distintas: relaciones, estudio, familia, amigos, pero lo que une todo es un factor preeminente. Sin este factor la vida está fragmentada, como decíais antes, y no resolvemos la fractura porque pongamos orden, buscando un equilibrio entre los distintos aspectos. Hay un punto que une todo, que atrae todo hacia sí, que me permite abordar todo: afrontar todo desde Su mirada, desde ese punto original que es Su presencia amada, unifica la vida. Por eso crece el afecto a Cristo, y uno ya no lo puede dejar fuera, no puede dejar de sentirlo vibrar cuando se equivoca o cuando está ante un drama, ante una enfermedad o ante una circunstancia adversa.
Sólo si el Señor introduce en nosotros una verdadera libertad al vivir todo, si se hace presente de ese modo, si invade completamente nuestra vida hasta el punto de hacernos libres, nosotros podemos no avergonzarnos de Cristo en cualquier circunstancia. No porque digamos la palabra «Cristo» –a veces no hace falta decirla–, sino porque, como ha dicho uno de vosotros, no podemos dejar de mirar al otro, aunque sea alguien al que todos rechazan por el mal que ha cometido, dominados por la conmoción del amor de Cristo por nosotros: «Te he amado con un amor eterno, he tenido piedad de tu nada» (Cf. Jr 31,3). Sobre todo, ya no podemos mirarnos a nosotros mismos mas que dominados por esta conmoción. Pero, ¿nos damos cuenta de lo que es la vida cuando conseguimos, por gracia, por la imponencia de Su presencia, mirarnos dominados por la conmoción del amor de Cristo? ¿Quién no desea esto?
Estamos juntos para que la sobreabundancia de Su presencia prevalezca en nosotros: esto es lo que nos permite estar presentes en la realidad de forma distinta, lo que nos hace ser una presencia, que es tal justamente porque lleva consigo esta diferencia. Lo más fascinante de todo es que el Señor nos hace vivir todas las circunstancias para que podamos hacer experiencia de qué significa Él, de quién es Él. ¿Cómo Le conocemos? Yo me doy cuenta de quién es Cristo no porque haga reflexiones abstractas o porque lea libros, sino porque hago experiencia de Él en la vida, y todo se vuelve distinto. Del mismo modo, los demás no necesitan nuestros discursos, no necesitan nuestros proyectos, sólo necesitan sentir sobre ellos la misma mirada que nos ha aferrado a nosotros, necesitan lo mismo que nosotros.
Propongo, por tanto, usar como tema de las vacaciones la frase de don Giussani que hemos recordado: el camino a la verdad es una experiencia. Nos ayuda a introducirnos en lo que decíamos antes: «Esperaos un camino, no un milagro que eluda vuestras responsabilidades»; contiene la respuesta a la urgencia que se ha planteado hoy. «Pero, ¿cómo se hace?». La respuesta de don Giussani es sencilla: el camino a la verdad es una experiencia (la hipótesis debe convertirse en experiencia). Esta frase resume todo lo que hemos dicho. Lleva dentro la urgencia que se ha puesto de manifiesto. «Una fe que no se convierte en experiencia presente no podrá resistir»; lleva dentro la provocación del «esperaos un camino, no un milagro que eluda vuestras responsabilidades, [...] vuestra libertad» (L. Giussani, Encuentro nacional de los chicos que pasan a la universidad, cit., Archivo de CL); lleva dentro el sentido de la parte final de los Ejercicios: el signo claro de que estamos haciendo un camino es la libertad; ubi fides ibi libertas («Si uno está en Cristo, es una criatura nueva», supl. a Huellas, n. 6, 2011).
Por tanto, tenemos mucha carne para echar en el asador durante nuestras vacaciones y para todo el verano. Como nos decimos siempre, las vacaciones, el tiempo libre, es algo precioso para nosotros; precioso por la verificación de la fe. La verificación de la fe no se produce únicamente en las elecciones o en la preparación de los exámenes. Sobre todo en el tiempo libre se pone de manifiesto qué es lo más querido para nosotros. Por eso, el tiempo de vacaciones que nos espera será para nosotros una ocasión privilegiada. Podremos vernos de nuevo en el Equipe de septiembre y preguntarnos: ¿qué ha pasado? ¿Qué hemos vivido? ¿Qué experiencia hemos hecho con respecto a la hipótesis de la que hemos hablado?
Lo que hemos dicho hoy es un punto sintético para nuestras vacaciones. Como veis, no dejamos nada fuera. Es más, se pone cada vez más de manifiesto que es necesario unir las dos lecciones de los Ejercicios de la Fraternidad –sobre las que trabajaremos–, porque sólo quien tiene una pregunta viva puede darse cuenta de que no basta cualquier respuesta, y así comprender la gracia que supone encontrarse con Cristo. Entonces uno está contento porque Él está, está contento de que exista Cristo, de que no estamos solos con nuestra nada. Y justamente porque Cristo existe, hay un camino, podemos responder de forma verdadera y no sólo hipotética, no como una imagen que nos construimos nosotros, entre las muchas que el hombre religioso puede construir. El cristianismo no es una de las posibles construcciones de la religiosidad humana, sino el camino trazado por el Misterio. Por eso, en el evangelio Jesús resume con una palabra todo el camino: «Sígueme». Es el seguimiento. Una vez que Él ha propuesto el camino, el único desafío para la razón y la libertad es seguir, para poder verificar en la experiencia la verdad de la propuesta. Es la gran ventaja desde que el Verbo se ha hecho carne: que podemos verificar si es verdad o no lo que se nos dice, y por tanto alcanzar una certeza cada vez mayor. Entonces tenemos ante nosotros una preciosa ocasión. Ayudémonos a no desperdiciarla.