Basílica de Asís.

De la novedad cristiana, una mirada verdaderamente ecuménica

Con vistas a la Jornada por la paz y la justicia del 27 de octubre en Asís
Julián Carrón

La «Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo», que Benedicto XVI ha convocado para el próximo 27 de octubre en Asís, es un gesto audaz, como lo fue hace veinticinco años la iniciativa del beato Juan Pablo II.
«¿En nombre de qué (el Papa Wojtyla) puede llamar a los exponentes de todas las religiones a rezar juntos en Asís?», se preguntó súbitamente don Luigi Giussani hace veinticinco años. Y respondió. «La clave está en si uno comprende que la naturaleza del hombre, el corazón del hombre, es el sentido religioso, es justamente en el sentido religioso donde todos los hombres encuentran una igualdad y una identidad. La instancia más profunda del corazón humano es el sentimiento religioso, el sentido del destino, por una parte, y de la utilidad del presente, por otra. Si queremos utilizar un término correcto, el sentido religioso es el único sentido verdaderamente católico, que significa adecuado para todos, que es de todos».
El sentido religioso –ese núcleo original de exigencias y evidencias (de verdad, de belleza, de justicia, de felicidad) con las que el hombre es lanzado al impacto con la realidad– es lo que tienen en común los hombres de todo tiempo y espacio. Este expresa la conciencia de original dependencia del Misterio que hace todas las cosas. Por esto don Giussani siempre nos enseñó a estimar la «creatividad religiosa tomando en consideración la dignidad de este esfuerzo del hombre. Todo ser humano siente una inevitable exigencia de buscar cuál es el sentido último, definitivo, absoluto de su propia y puntual contingencia. Toda construcción religiosa refleja el hecho de que cada uno hace el esfuerzo que puede y es precisamente esto lo que todas las realizaciones religiosas tienen en común de válido: el intento. Lo que tienen de diferente es su modo de expresión, que depende de muchos factores, pero dichas variantes no mellan el valor mencionado» (Luigi Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Madrid, Ediciones Encuentro, 2001, p. 24).
Esta seriedad perseguida en el tiempo también hace aflorar la ambigüedad con la cual el ser humano realiza la relación objetiva con el propio sentido religioso. Este último, que debería ser como la luz que ilumina a los hombres en el camino de la vida, se encuentra –al ser su objeto todavía misterio y al estar la razón humana herida por el pecado– a merced de la interpretación de cada individuo, de modo que la imponencia concreta de la vida diaria hace que fácilmente lo olvidemos o lo reduzcamos.
El riesgo de «eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos» siempre está al acecho, como recordó recientemente Benedicto XVI (Audiencia general, 1 de junio de 2011). ¿Cómo puede el hombre tener la conciencia clara y la energía afectiva para adherirse al Misterio mientras ese Misterio permanezca siendo un misterio ignoto? Mientras no esté claro el objeto cada persona puede imaginar lo que quiera y puede determinarse en su relación con el objeto según su interpretación. Como dice con eficacia santo Tomás de Aquino al comienzo de su Summa Theologiae: «Con la sola razón humana, la verdad de Dios sería conocida por pocos, después de mucho análisis y con resultados plagados de errores» (I, 1, 1).
Pensemos en la experiencia amorosa: una persona desea amar y ser amada, pero mientras desconoce el rostro de la persona amada, ¿qué hace? Lo que subjetivamente considera más oportuno. Sólo cuando ese rostro aparece, introduce realmente una posibilidad de atraer al yo. Porque yo sé que deseo el infinito, que este infinito existe porque siempre tengo nostalgia de él –como decía Lagerkvist– pero cada día aferro lo particular, me aferro a cualquier objeto, que después me deja insatisfecho.
Este es el destino del hombre, a no ser que suceda lo que supone Wittgenstein: «Necesitas redención, de lo contrario te pierdes (...). Es necesario que entre una luz, por decirlo así, a través del techo, el techo bajo el cual trabajo y sobre el cual no quiero subir. (...) Ese anhelo de lo absoluto, que hace que cualquier felicidad terrena parezca demasiado mezquina... me parece estupendo, sublime, pero yo fijo mi mirada en las cosas terrenas: a no ser que “Dios” me visite» (Ludwig Wittgentstein, Movimenti di pensiero, Macerata, Quodlibet, 1999, p. 85).
Para vivir a la altura del sentido religioso, como hombres verdaderamente religiosos, y para que cada uno de nosotros no se consuma en fijar la mirada en las cosas terrenas, es necesario que “Dios” nos visite. ¿Cómo? «Lo que hace falta es un hombre, / no hace falta la sabiduría, / lo que hace falta es un hombre / en espíritu y verdad; / no un país, no las cosas, / lo que hace falta es un hombre, / un paso seguro, y muy firme / la mano que tiende a fin de que todos / puedan aferrarla y caminar / libres y salvarse» (Carlo Betocchi, «Ciò che occorre è un uomo», en Dal definitivo istante, Milán, Bur, 1999, p. 247).
Con Jesús de Nazaret, «el Misterio se hizo hombre, se encarnó en un hombre que se movía con las piernas, comía con la boca, lloraba con los ojos, murió y resucitó: este es el verdadero objeto del sentido religioso. Por tanto, al descubrir a Cristo como un hecho histórico, se me revela, se me aclara de modo grandioso también el sentido religioso» (Luigi Giussani, La autoconciencia del cosmos, Madrid, Ediciones Encuentro, 2002, pp. 19-20), nos dijo don Giussani recordando el encuentro de Juan y Andrés con Él. Y el orador romano Mario Vittorino describe exactamente con estas palabras su conversión: «Cuando encontré a Cristo, me descubrí hombre» (In Epistola ad Ephesios, II, 4, 14).
Don Giussani subraya que «Cristo vino al mundo para que el hombre fuera él mismo y en Él el sentido religioso adquirió su significado puro, se volvió lúcido, límpido, sin posibilidad de equívoco. Por esto, en la fe cristiana la llamada a todo corazón humano encuentra su centro preciso, inconfundible. O sea, la fe desarrolla, afirma esta catolicidad del sentido religioso». Con Jesús, el Hijo de Dios, el Misterio de Dios personal se ha convertido en una «presencia atractiva desde el punto de vista afectivo», hasta tal punto que enciende el deseo humano y desafía como nadie su libertad, es decir, su capacidad de adhesión. Al hombre le basta ceder al atractivo convincente de Su persona, a Su atractivo, como le sucede al hombre enamorado: la presencia fascinante de la persona amada despierta en él toda su energía afectiva. Basta ceder al atractivo de quien tenemos delante.
Como afirma don Giussani, «una valoración profunda de la substancia del corazón del hombre sólo se puede hacer de modo admirable, lúcido, con la conciencia que Cristo despierta, sólo con la conciencia cristiana». En efecto, ¿quién puede dar cumplimiento al sentido religioso sino Aquel que es su propio objeto? Este es el punto de partida para todo auténtico diálogo interconfesional e interreligioso: en Su relación con el Padre Jesucristo no supera el sentido religioso –relegándolo a algo “ya sabido”, reduciéndolo casi a una premisa, rebajándolo a un momento propedéutico– sino que, al contrario, lo hace “explotar” en toda su potencialidad. Sólo un cristianismo que conserva su naturaleza original, sus rasgos inconfundibles de presencia histórica contemporánea –la contemporaneidad de Cristo– puede estar a la altura de la necesidad real del hombre y, por lo tanto, es capaz de dar cumplimiento al sentido religioso (cfr. Dominus Iesus).
No se trata de un postulado que hay que aceptar, sino de una novedad humana que se puede sorprender en acción: el anuncio cristiano se somete a esta verificación, al tribunal de la humana experiencia. Si en el hombre que acepta pertenecer a Cristo a través de la realidad de la Iglesia sucede lo que él con sus fuerzas no es capaz de lograr –un impensable despertar y cumplimiento de lo humano en todas sus dimensiones fundamentales–, el cristianismo se revelará creíble y se podrá verificar su pretensión.
«Cada árbol se conoce por su fruto» (Lucas 6, 44): este es el formidable criterio de verificación que Jesús nos ofrece. El cambio que genera la relación con Cristo presente es tal que san Pablo no duda en exclamar: «Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva criatura; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Corintios, 5, 17). La criatura nueva es el hombre en el cual el sentido religioso se realiza en su plenitud –imposible de otro modo–: razón, libertad, afecto, deseo. Esta es la contribución que el cristiano que vive su fe de verdad puede dar a los hombres auténticamente religiosos, testimoniando el cumplimiento de la religiosidad en el reconocimiento y en la adhesión amorosa a Dios, para que pueda llegar a ser «todo en todo» (cfr. Efesios, 1, 23) y ofreciéndoles un criterio de juicio para evaluar su propia experiencia religiosa.
Esta novedad humana se convierte en una mirada verdaderamente ecuménica, en el sentido que la antigüedad cristiana daba a la palabra en cuanto «vibra por un impulso que le permite exaltar todo el bien que hay en todo aquello con lo que se encuentra, en la medida en que le hace reconocer que forma parte de ese designio cuya realización será completa en la eternidad y que nos ha sido revelada con Cristo» (Luigi Giussani – Stefano Alberto – Javier Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Madrid, Ediciones Encuentro, 1999, pp. 144-145). Por esto el ecumenismo no se limita, como tantos otros intentos equívocos, a una tolerancia genérica que puede dejar al otro en última instancia ajeno, sino que «es un amor a la verdad que está presente, aunque fuera un solo fragmento, en quienquiera que sea. Cada vez que el cristiano conoce una nueva realidad la aborda positivamente, porque en ella hay siempre algún reflejo de Cristo, algún reflejo de verdad» (Ibídem).
Esta es la experiencia que ha madurado en estos últimos casi sesenta años del camino del movimiento de Comunión y Liberación, no sólo con nuestros hermanos ortodoxos en Rusia, los protestantes en Alemania y en los Estados Unidos, los anglicanos en el Reino Unido, sino también a través de encuentros inesperados con amigos judíos, musulmanes y budistas. ¿Cómo no citar las relaciones, desde hace más de veinte años, con los monjes del Monte Koya en Japón, exponentes del budismo Shingon que ya había impresionado, por su sentido del misterio, al gran misionero san Francisco Javier? ¿Cómo no estar agradecidos por la presencia en nuestra vida del profesor egipcio Wael Farouq y de sus amigos, que floreció en octubre de 2010 en el gran Meeting del Cairo? ¿Cómo no acoger con gratitud y estupor siempre nuevo el testimonio de conmovedora fidelidad diaria a la Alianza de tantos “hermanos mayores” judíos en Italia, en Israel, en los Estados Unidos, comenzando por el profesor Joseph Weiler de Nueva York?
Es una red de relaciones en la que cada uno ayuda al otro a ser cada vez más él mismo, protagonista de aquella paz –porque «quien está en camino hacia Dios no puede menos de transmitir paz; quien construye paz no puede menos de acercarse a Dios» (Benedicto XVI, Ángelus, 1 de enero de 2011)– de aquella propensión a la belleza, de ese ímpetu de amor que se convierte en capacidad de generar y de afirmar el Destino bueno del Dios que nosotros reconocemos mientras se inclina sobre nosotros y nos abraza: Cristo.
(publicado en L’Osservatore Romano el 14 de julio de 2011)