Javier Prades y Cristiana Poggio.

¿Cómo puede ser útil la vida?

Clara Fontana

El encuentro ConoCdO con el que la Compañía de las Obras ha clausurado este curso ha contado con dos invitados de excepción: Cristiana Poggio, vicepresidenta de la Asociación Piazza dei Mestieri (Plaza de los oficios en castellano), y Javier Prades, decano de las Instituciones Académicas San Dámaso. Con asistencia de un gran número de personas que atestaban la sala con enorme expectación, dado el interés del tema propuesto y la calidad humana de los dos ponentes, el presidente de la CdO, Ettore Pezzuto, introdujo el acto recordando sintéticamente cuál es el alma de esta asociación: una amistad operativa en torno a un ideal común, que quiere profundizar en los deseos y necesidades que surgen a partir del trabajo de cada uno. La pregunta lanzada a los ponentes era: ¿cómo viven su obra y cómo viven su trabajo?
Lo cierto es que ninguna de las intervenciones defraudó las expectativas creadas; es más, cada uno de los asistentes nos sentimos interpelados personalmente, pues reconocimos en la experiencia de ambos situaciones, actitudes, necesidades y deseos que hallaban eco en nuestra propia experiencia.
Cristiana Poggio partió de una frase de don Giussani cuando era todavía un joven sacerdote, en la que ella reconocía una constante aspiración de su vida desde su juventud: “No quiero vivir inútilmente. La vida es para la felicidad de los hombres y para la amistad con Jesús”. La pregunta que latía siempre tras este deseo era: ¿qué quiere decir vivir de forma útil e inútil? En los años de la Universidad, Cristiana identificaba la respuesta con hacer cosas junto con un grupo de amigos que compartían un mismo ideal, pero la muerte imprevista de un joven amigo en la montaña cambió la perspectiva. “¿Cómo puede ser útil la vida si basta una piedra que se suelta para que todo se hunda, se acabe?”. Uno puede escapar de esta pregunta, de esta contradicción entre el deseo que experimenta y lo que la realidad te pone delante, pero también puede abrazarla, abrirse a su provocación, y si lo hace con sus amigos la amistad crece. Esto fue lo que les sucedió a ellos, su amistad creció a partir de no escapar de sus preguntas y se volcó en construir un lugar de humanidad verdadera: se implicaron con los chicos más desfavorecidos por una única razón: comprobar que ellos tienen los mismos deseos y el mismo corazón. Así nació la Piazza dei Mestieri, una obra de una belleza extraordinaria y de una evidente utilidad, en la que se enseña a los chicos un oficio teniendo como gran aliado el propio trabajo, pues aprenden trabajando y viendo trabajar a otros, los maestros, como sucedía en los gremios medievales, y no mediante una enseñanza puramente teórica. Y Cristiana se preguntaba: “¿es útil lo que estoy haciendo?”. Después de ver el vídeo que nos mostró, de escuchar los ejemplos que contó, de ver la relevancia social de su obra, uno diría que sí. Sin embargo, ella decía que si era leal con los hechos, aunque es cierto que ha puesto en esta obra todas sus energías, hay algo que excede a lo que ella y sus amigos han hecho con sus manos. Y este “algo que excede” es una de las experiencias más dramáticas para cualquier emprendedor, pues uno pone en el trabajo toda su energía, construye una obra, pero “la obra no es mía”. A esta conciencia ha contribuido la amistad que ha dado origen a la Piazza dei Mestieri.
Javier Prades partió en su intervención de la descripción de algunos de los grandes desafíos a los que se enfrenta la institución a cuyo frente se encuentra desde hace un año. Ya desde el inicio se identificó con algunas de las cosas que Cristiana Poggio apuntaba en su intervención, como el hecho de que ninguno de los dos había pensado jamás realizar el trabajo que estaban haciendo. Javier Prades identificó enseguida cuál era el punto que más le estaba ayudando para afrontar su trabajo, esto es, que el cúmulo de circunstancias que le habían conducido a cambiar de trabajo eran una llamada, una interpelación, no sólo profesional, sino vocacional. Por tanto, no se trataba sólo de cambiar de trabajo sino de cambiar de vida. Lo que estaba implicado en aceptar ese trabajo era que hiciera posible el crecimiento de su persona y no sólo la tarea que tenía que hacer. Él afirmaba que ésta es la única garantía para no sucumbir al gran riesgo que corremos todos los que tenemos delante mucho trabajo y nos gusta asumirlo: quedar atrapados por el quehacer, sucumbir al activismo, pensar que la vida consiste en sacar las cosas adelante. La vida es, ciertamente, un quehacer, pero es siempre un quehacer por aproximaciones, pues ninguno controla de antemano en qué consisten ni el resultado de las tareas que tenemos que realizar. La gran pregunta es, por tanto: ¿cómo no quedar paralizados por la incertidumbre que esto genera? Es esencial ver la vida como destino, como cumplimiento personal. Lo profesional y lo vocacional deben estar unidos; si no, nos comen los errores, la incertidumbre de los grandes retos.
A partir de esta premisa esencial, contó algunos ejemplos de cómo él estaba afrontando esos retos: construir un equipo ya hecho, dando muestras de contar con todos los que se le han dado; generar un método comunional de trabajo, en el que se comparten los criterios para decidir y no se dan decisiones ya tomadas, pues esto hace crecer a la gente y generar una unidad en la mirada común a la verdad; cuidar la preferencia que se da con ciertas personas para compartir con ellas más intensamente; no permitir que las múltiples llamadas a la puerta del despacho se reduzcan a resolver “marrones”, sino preguntarse si ha sucedido algo que haga crecer al que entra y a él mismo; no reducir las muchas intervenciones en actos públicos a discursos meramente protocolarios, sino proponer a todos siempre algo que te importa de verdad.
En resumen, la vida no es sólo un quehacer sino una relación con el destino.
Se nos quedaban preguntas en el tintero, porque nadie salió indiferente. El tiempo se había agotado pero esperamos que haya ocasiones para seguir profundizando en estas cuestiones en las que nos jugamos tanto. Al término del acto, cenamos en los jardines y el diálogo se iba de forma casi espontánea a lo que acabábamos de escuchar, disfrutando de ver a viejos amigos y de conocer a otros que acudían por primera vez, todos con el corazón en la mano por lo que acabábamos de escuchar.