Una mujer se manifiesta en Siria.

Furor en Siria y parálisis en Occidente

Alessandra Stoppa

No puede pasar lo mismo que entonces. El mal no se puede ocultar como sucedió en la matanza de Hama en 1982. Entonces el dictador Hafez al Assad respondió con una ejecución masiva a la protesta de la ciudad conservadora suní. Arrasó un barrio entero, hizo construir un muro alrededor y la matanza, que dejó a la gente enterrada bajo los escombros, se tapó con un jardín. Ahora no podrá hacer lo mismo. No porque la represión del régimen sirio, en manos de su hijo Bashar, sea menos violenta, sino porque la insurrección ya no es cosa de unos pocos fundamentalistas: ahora se trata de miles de hombres en todo el país, de norte a sur, también en Hama, donde setenta manifestantes fueron asesinados en un solo día, el 3 de junio, en los enfrentamientos con las fuerzas de seguridad.
Dos meses de revueltas en Siria, mil cien víctimas civiles y diez mil presos políticos. La oposición se extiende y encuentra su rostro en un niño de trece años, Hamza al Khatib, detenido en la calle el pasado 29 de abril y cuyo cadáver fue entregado a su familia un mes después tras ser torturado, como esos hombres que han narrado su brutal paso por la cárcel en el Wall Street Journal o el Middle East Transparent.
«Pero la realidad es aún más dura que las noticias que nos llegan». El padre jesuita Samir Khalil Samir, profesor del Pontificio Instituto Oriental de Roma y de la Universidad St. Joseph de Beirut, habla de una tragedia que nos llega ya amortiguada, porque el régimen ha prohibido la presencia de la prensa internacional.

Además del hecho de que, desde el 15 de marzo hasta hoy, la situación ha degenerado y que Assad hijo ha demostrado seguir el camino de su padre, ¿qué otra cosa sabemos con certeza de Siria?
Para empezar, que no se trata de una revuelta ficticia, promovida por elementos externos, como el régimen quería hacernos creer. Es una verdadera revuelta popular: la protesta de una mayoría que desde hace cuarenta años vive sometida a la minoría alawí, que no representa a más del once por ciento de la población. Se trata del estallido de una resistencia que ya no tiene vuelta atrás.

¿Seguro?
Sí, porque la gente está dispuesta a morir, como de hecho ya está sucediendo. Nadie habría imaginado nunca que los sirios alzasen así la cabeza. En este país siempre ha dominado un control absoluto. Cuando estuve en Damasco, hace diez años, por la calle no se podía hablar en voz alta. «Shhhh!», me mandaba callar mi hermano: «no digas nada, luego te cuento». No se podía hacer preguntas. El régimen siempre ha sido muy duro, ahora la represión ha llegado a su culmen.

Tanto que la oposición ha sorprendido a los analistas: nada la ha aplacado, ningún anuncio de reforma, ni la abolición de la ley de emergencia, ni siquiera la amnistía concedida por Al Assad, que ha liberado a 450 prisioneros...
Las promesas de reforma de Assad no se las cree nadie. Hace cuarenta años que el pueblo está sometido: no hay libertad. De hecho, el punto central de la revuelta no es –como en otros lugares– el dinero o el trabajo, sino la dignidad humana.

¿No podría suceder como en Egipto, con un ejército que apoya la oposición al régimen y un rais que abandona el poder?
El ejército está totalmente controlado por el partido y los Assad no cederán nunca el poder, porque eso para ellos significaría la muerte. Entre la oposición y el régimen, vencerá el que resista hasta el final, pero el séquito del presidente es aún más duro que él.

Frente a esta masacre, la ONU ha quedado bloqueada por el veto ruso, a pesar de que Francia quiera aprobar igualmente una resolución. La realidad es que los líderes y los medios occidentales parecen paralizados ante Siria.
Es que están paralizados. La lección que la historia nos está enseñando es que intervenir militarmente, aun con “motivos justos”, no resuelve nada. Lo hemos visto durante cincuenta años. Se entra en un país y luego no se sabe cómo salir de él. Juan Pablo II y Benedicto XVI han sido muy claros sobre esto. Por tanto, la responsabilidad de Europa, de Occidente, es diplomática y económica.

¿Qué implica esta responsabilidad en el caso de Siria?
Por ejemplo, garantizar protección al dictador. Pedir su renuncia al poder, a cambio de la garantía de su vida. Dirían entonces que Occidente protege a los “malvados”, pero la historia diría que habría salvado al mundo. Es evidente que antes o después este régimen tiene que caer. Si queremos que renuncie cuanto antes a sus crímenes, hay que paralizarlo y protegerlo. Sin embargo, no hay ningún movimiento porque cada uno hace sus cálculos según el propio interés. Por lo demás, Siria ha ocupado Líbano durante 28 años y ningún país occidental la ha tocado.

¿De dónde procede el poder en Siria, radica ahí su “intocabilidad”?
Es un juego maquiavélico: apoya y controla a la oposición exterior, y mientras tanto anula a la interior. Siempre ha estado del lado de Palestina, pero le sigue el juego a Israel. También su alianza con Irán es estratégica.

¿Y cuál es la razón de la debilidad diplomática de Occiente?
Lo que mina la confianza mundial en la diplomacia es la derrota de la ONU en la tragedia palestino-israelí. El hecho de que vivamos este “conflicto continuo” desde hace sesena años hace que el mundo del derecho pierda posiciones frente al de las armas.

El drama del mundo árabe parece ser el de tener que elegir exclusivamente entre un régimen autoritario o el caos. O la dictadura o el extremismo. ¿Esta contraposición se da también en este caso?
La presencia del extremismo justifica los regímenes autoritarios, pero éste es un mundo que también está viviendo una transformación sin precedentes, un cambio que llegará, quizá no en esta generación, hasta países como Arabia Saudí. Pero la liberación del régimen o del riesgo extremista supone un proceso muy largo. Las dictaduras han debilitado la capacidad política del pueblo. La gente está acostumbrada a someterse al poder y encontrar un equilibrio democrático supondrá un camino difícil.

Los cristianos, sobre todo en Siria, parecen ser los primeros en “preferir” el régimen al caos.
Los cristianos en Siria son el nueve por ciento. Son una minoría a la que un régimen duro garantiza la seguridad. Y un régimen laico, es decir, no confesional, garantiza la igualdad. Ellos son conscientes de toda la injusticia, pero si la reacción de las comunidades cristianas es unánime, será porque tienen una razón.

Pero se puede interpretar como un silencio “de conveniencia”.
El silencio no es por cobardía, sino por realismo. La Iglesia tiene una experiencia histórica que va más allá de lo inmediato, por eso no apoya una revolución “fácilmente”, porque no basta con decir: «Esta situación es injusta, así que le damos la vuelta». Para la Iglesia, todo sistema tiene una dimensión negativa. Hace falta la inteligencia de tomar decisiones paso a paso, con disposición para ser corregidos. Y luego hay otro elemento.

¿Cuál?
La vida humana vale más que todo. Ciertamente, existe el martirio, pero el martirio “por voluntad propia”, como el sacrificio de los opositores al régimen, no es martirio.