Palacio de Vetro, sede de la ONU en Nueva York.

De Rimini a la ONU

Il Sussidiario
Roberto Fontolan

En un libro magnífico (A world made new, “Hacia un mundo nuevo”), Mary Ann Glendon relata el nacimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, una admirable obra maestra de sabiduría, firmeza y solidaridad. El texto es fruto del trabajo de un grupo de hombres y mujeres que juntos atravesaron crisis y tensiones, y que fueron reunidos por un genial intelectual libanés cristiano. Tal vez sólo un hombre forjado por la historia del país más frágil y maravilloso de la edad moderna podía lograr algo así. Era un tiempo convulso, de grandes sueños, de deseos de recuperación y de comunión tras la catástrofe de la guera que se había extendido por los cuatro puntos cardinales del planeta.
Las Naciones Unidas nacieron de la necesidad de construir una casa común sobre unos nuevos fundamentos. Multilateralismo, igualitarismo, autodeterminación, solidaridad. De allí nació el principio de hacer prevalecer la negociación sobre el conflicto, el inicio del fin del colonialismo, la proliferación de nuevos organismos y agencias internacionales con la misión de mediar, resolver, desarrollar, pacificar, ayudar, construir, incluir. Después de más de sesenta años desde aquel momento histórico, quedan los textos y las fotografías, pero la gran construcción no ha resistido el paso del tiempo ni la fuerza endógena del poder. Cientos de organizaciones, decenas de miles de funcionarios, enormes palacios dispersos por todas partes, montañas de dinero, toneladas de documentos, innumerables eventos y reuniones, mesas, congresos, asambleas... sin llegar a dar una respuesta satisfactoria a la pregunta: ¿qué estamos haciendo?
En la sede de la comunidad internacional se da un hecho paradójico: no se sabe por qué hay tanto que hacer, pero tampoco se puede reducir. Es un mundo que vive de la presión de intereses cruzados que prevalecen a fuerza de “compensaciones” (es decir, el consenso se compra), un mundo aburrido de ritos autocelebrativos, un mundo que espera un cambio pero que se siente sin fuerzas para proponer algo nuevo. Hace falta una reforma, todos lo dicen, pero nadie tiene la energía necesaria para hacer que algo se mueva en el inerte Palacio de Cristal, el símbolo de aquello que más queremos –un lugar de todos y para todos– y que ya no soportamos más –¿un lugar de mentira y artificio? –. Lo vemos allí, en Nueva York, como una estructura gigantesca sobre el muelle del East River, rodeado de banderas y obstáculos por las obras: trabajos de restauración que duran años. Trabajos que son caros, pero fáciles. Los otros trabajos de restauración son los difíciles, aunque también los más urgentes.
Darse cuenta de la necesidad, y todos saben que en la ONU existe esta necesidad, no garantiza que haya alguien capaz de resolverla. Si nos quedamos en los análisis, nada se mueve. La savia nueva sólo viene de los hechos que suceden por iniciativa de un sujeto que se se pone en marcha en virtud de sí mismo (no porque sea bueno resolviendo problemas o porque tenga una estrategia más eficaz). Así fue hace sesenta años con aquel pequeño grupo de personas, así fue la historia de los trabajadores de Danzica, o de la plaza Tahrir en El Cairo. Así es la historia del Meeting de Rimini que hoy se presenta en el Palacio de la ONU. Un pequeño hecho frente al inmenso edificio y sus defectos –lo sabemos, no nos falta el sentido de la proporción. Quién sabe.