Los restos de un edificio tras la caída de un misil.

Silencio ensordecedor en Trípoli

Paolo Perego

Su voz suena cansada, pero decidida, firme. «Los bombardeos continúan, día y noche. Es un martilleo constante. Mujeres, niños, familias enteras. No hay quien duerma por las noches, por las explosiones y por el miedo al pensar en dónde caerá el próximo misil...». Monseñor Giovanni Innocenzo Martinelli, obispo de Trípoli, habla desde el teléfono de la Vicaría Apostólica de la capital libia. No se ha movido de allí desde el 19 de marzo, cuando empezaron los ataques aéreos sobre Libia, a pesar de que todas las embajadas cerraron sus puertas y pidieron a la población extranjera que abandonara el país.
La OTAN ha desarrollado casi ciento cincuenta misiones diarias con decenas de miles de bombas lanzadas sobre objetivos militares en dos meses de bombardeos. «Pero lo que leemos en los periódicos occidentales está falseado. Objetivos militares... Las bombas caen donde caen. El otro día un misil alcanzó un hospital de quemados. El objetivo era un centro social cercano. Murieron civiles, mujeres y niños que estaban ingresados», cuenta el obispo. «¿Cómo podemos estar tranquilos? Las bombas acaban con cualquier tranquilidad». En las calles de la ciudad todo se ha detenido. Pocos negocios abiertos y poca gente. Aparentemente, la vida prosigue “normalmente”, «lo normal que puede proseguir con todo lo que está sucediendo». No faltan alimentos, la situación de los refugiados se ha estabilizado con el éxodo hacia Túnez, Egipto o el sur del país a través del desierto. «Muchos libios se han marchado, se habla de casi setecientos mil desplazados. La gasolina escasea, puedes ver colas de gente durante días en los surtidores, esperando en silencio». En silencio... «Sí, y a veces resulta ensordecedor, casi más que las explosiones que continuamente lo rompen». Es una situación de estancamiento, donde las noticias de la batalla de Misurata y de la presunta muerte de Gadafi pasan de boca a boca entre la gente, ahora que hasta la sede de la televisión estatal se ha derrumbado. «No creo que haya muerto, probablemente esté escondido», dice Martinelli.
«Siento una tristeza enorme al mirar a estas personas, cansadas, que siguen esperando a que acabe la lluvia de misiles. Debe terminar. El alto el fuego es lo mínimo que se puede hacer llegados a este punto». Ya lo pidió el Papa a finales de marzo, y lo sigue pidiendo. «Sí, pero nadie le escucha. Incluso hay quien acusa al Vaticano de no adoptar una posición sólida. ¿Pero lo han escuchado? No existe una guerra buena, aunque la llamemos “humanitaria”. Es una farsa, mucho más si quien la legitima es una institución internacional como la ONU». ¿Y Europa? «Europa cree que sacando músculo puede reafirmar su fuerza. Bombardea para que se la tenga en cuenta, pero ésa es precisamente su mayor debilidad. El camino debería ser el del diálogo y la paz. Sólo así podría demostrar si vale, y cuánto».
Pero ni siquiera las bombas pueden apagar la esperanza del obispo. «Es la esperanza de la gente, a pesar de su cansancio y de su dolor. Por eso no nos fuimos cuando tuvimos la oportunidad de hacerlo», explica, refiriéndose al grupo de religiosos que vive en este país. «Ahora quedamos pocos en la comunidad católica, sobre todo filipinos, algunos de los cuales siguen trabajando en los hospitales. Celebramos la misa los viernes, sábados y domingos. Y seguimos ayudando al pueblo, sosteniendo la esperanza de una paz que no dejamos de pedir a Dios».