Refugiados de Costa de Marfil.

El asalto y la espera

Alessandra Stoppa

Se suceden los ataques de las milicias leales al nuevo presidente reconocido por la comunidad internacional, Alassane Ouattara, contra el presidente saliente, Laurent Gbagbo, y contra la inesperada resistencia de sus fieles, que han hecho de escudo humano delante de los lugares simbólicos del poder, los cinco objetivos del ataque: el palacio presidencial, la residencia, la televisión estatal y dos campos militares.
«Mientras se producían los bombardeos, temblaba todo. Me temblaban las piernas, me temblaba el cerebro». Carlo Maria Zorzi, responsable de AVSI en Abiyán, se encontraba a un kilómetro en línea aérea de uno de los dos campos atacados. Ahora está en la base militar de la ONU porque en los barrios no había seguridad alguna, mientras que su familia se ha trasladado a Dakar, en Senegal. «La ofensiva más dura ha sido cuestión de una hora. Pero luego el ataque continuó durante toda la noche, con disparos de armas ligeras».
Después volvió la calma irreal de los días previos y esa inquietante espera. «El presidente aún no ha aparecido», explica Zorzi. Se creía que Gbagbo tendría el mismo fin que Allende, parecía que no abandonaría nunca, que resistiría hasta la muerte en el palacio presidencial. «No hay nada seguro, pero se dice que está escondido en un búnker y que está negociando la rendición, mientras se ha visto a sus familiares en Ghana. Pero hasta que no sea detenido, no terminará, aunque Ouattara tenga todo el país bajo control». Aunque las continuas imágenes de Gbagbo, que durante días no dejaban de emitirse, hayan quedado suspendidas, pues el repetidor de la televisión estatal ha caído a causa del ataque, con lo que la última propaganda desesperada ha llegado a su fin.
Se ha producido una terrible matanza en Duekoue, al oeste de Costa de Marfil, donde se han encontrado cientos de cadáveres. El número de víctimas no deja de crecer: se habla de un millar de vidas. Ahora el drama se concentra en Abiyán. En el resto del país la situación es más tranquila. «Donde se sabe quién manda, la gente ha vuelto a su vida normal, al trabajo y a su rutina». Incluso en Bouaké, escenario de la masacre que se consumó en 2002, tras el golpe de estado contra Gbagbo. La capital es el único sitio donde todo sigue parado. La gente está encerrada en sus casas. No hay agua, servicios ni electricidad. «Es urgente recuperar la vida, al menos en sus aspectos esenciales», continúa Zorzi.
Mientras tanto, Francia dobla el número de sus hombres y lo que más duele es ver a un pueblo que sufre las decisiones que toman otros. El padre Paolo Santagostini, misionero capuchico, explica que «los costamarfileños sufren las consecuencias de una lucha que siempre han sentido lejana, que nunca eligieron. Cuando Ouattara pidió a la población que hiciera huelga general para que Gbagbo dejara el poder, la gente decía: “Que se pongan de acuerdo entre ellos, nosotros debemos ir a trabajar, tenemos que mantener a nuestras familias”». Hasta que llegaron las ametralladoras.