Clases de ateísmo para descubrir que Dios existe

Emmanuele Michela

Primero los libros de religión, luego el encuentro con la Iglesia ortodoxa. Maria Desyatova, profesora de Filología en la Universidad de San Tichon en Moscú, cuenta su conversión al cristianismo, “por culpa de aquel profesor...”

Estudiando, se convirtió. Es lo que le sucedió a Maria Desyatova, una profesora de Filología en la universidad San Tichon de Moscú, durante unos días de intercambio cultural con la Universidad Católica de Milán. Aquí impartió un seminario sobre dialectos italianos, de los que sabe muchísimo, aunque pueda sonar extraño. En un Aula Magna llena de gente, habló de sus años en la universidad: las clases, los profesores y un extraño encuentro que tuvo rodeada de libros.
Estamos a mediados de los años ochenta. La Unión Soviética está dando pasos hacia la modernización, Gorbachov está a punto de poner en marcha su perestroika. “Se veía una grieta que abría paso a la fe”, dijo Desyatova al comenzar su intervención. “La época del ateísmo estaba llegando a su fin, pero en algunos sitios era más difícil, como en la universidad, donde se respiraba el ateísmo científico”.
Maria era atea. El régimen la había acostumbrado, a ella y a sus compañeros, a hacerse pocas preguntas. “¿Por qué estoy en el mundo?, me lo preguntaba muy rara vez. Y la pregunta desaparecía inmediatamente”. Hasta que llega al tercer año de universidad. En el programa, un curso sobre el romanticismo alemán. “Empecé a tener más interés en el estudio. En este curso tenía un profesor muy famoso en Rusia. Explicaba de una forma poética y profesional, me gustaba muchísimo. Atrajo mi atención hacia cosas a las que antes no daba importancia, sobre todo a la relación entre el hombre y Dios”. Empieza así a preguntarse: por ella, por sus estudios, por su vida. Llega a la conclusión de que Dios existe. “En esta época, en Rusia se hablaba poco de cuestiones espirituales. Sin embargo, en ese curso descubrí la existencia de Dios. Años después, supe que aquel profesor era marxista y ateo”.
Pero su conversión todavía no era completa. “Viví aquel momento como una estudiante: quería entender cuál era el camino más adecuado”. Empieza entonces a leer libros de todas las religiones, en busca de la que más le pueda satisfacer. “Quería elegir lo mejor, lo más bello. Pero no estaba afrontando el problema con el corazón, sino sólo con la razón. Y me daba pereza: eran muchos libros y no llegué a leerlos todos”.
Corazón y razón. Ésta es la cuestión. En 1988 decide acudir a la Iglesia ortodoxa. “El corazón me decía que debía seguir aquella dirección. Era la fe del pueblo al que pertenecía y en el que me había criado”. Bastó un pequeño paso e inmediatamente se sintió acogida. Así cambió su forma de ir a clase. Habló de muchos momentos en clase en los que se enfrentaba a los profesores y a su actitud laicista. “Hacía un montón de preguntas, y cuando no estaba de acuerdo con algo, lo decía. Sólo tenía una compañera creyente que me miraba con admiración, ella estaba acostumbrada a ocultar su fe”.
Luego contó cuándo se sintió verdaderamente abrazada por Dios. “Un día me vino a la mente un pensamiento terrible: ¿Y si Dios no existía? Sentí como si la tierra cediera bajo mis pies”. Un vacío empieza a consumirla por dentro y decide ir a la iglesia. “Me acerqué a un sacerdote y, con lágrimas en los ojos, le dije: ‘Dios no está’. ‘Y, en tu opinión, ¿a dónde ha ido a parar?’, me respondió. Es verdad. Antes estaba y en ese momento, ya no, ¿dónde había ido a parar?”. El sacerdote intentó consolarla. “Me dijo que comulgara. Fui, e inmediatamente después sentí un alivio enorme, como si alguien me hubiera salvado. Era como si Dios me hubiera llevado a hacer una visita guiada por el infierno”.
Ahora Maria Desyatova da clase en la universidad de San Tichon. La pasión por el estudio que se suscitó en ella en sus años de juventud ahora coincide con su trabajo. “Vivo cada jornada como un descubrimiento, como un regalo de Dios, que me lo da para que descubra algo”. Son muchos los jóvenes con los que se encuentra cada día. “Lo último que pienso cuando les doy clase es en intentar cambiarlos. Yo sólo hago la pequeña parte que me corresponde: poner la semilla, luego Dios pensará cómo hacerla crecer. Como me sucedió a mí con aquel profesor...”.