Ataques en mi casa

Montreal Gazette
John Zucchi

El párroco de Nuestra Señora de Gracia, mi parroquia, anunció el año pasado que quería dejar las puertas de la iglesia abiertas durante unas horas para que cualquiera que lo deseara pudiera entrar a rezar. Un gesto que yo agradecí entonces, igual que ahora. A pesar del riesgo de sufrir robos o actos vandálicos, el párroco decidió dejar las puertas abiertas sin ninguna supervisión más que el dispositivo de seguridad junto al sagrario.
Hace unas semanas, cuatro sinagogas y un colegio judío fueron víctimas de vandalismo en nuestra ciudad. Fueron el objetivo de un cruel ataque contra la comunidad judía de Montreal. Una de las sinagogas atacadas, la de Shaare Zedek, está en mi barrio. Mis vecinos fueron atacados por un grupo de cobardes. No arrojaron bombas incendiarias, como sucedió hace unos años en otras instituciones judías, el daño físico esta vez fue menor. Pero en cierto modo se trata de ataques más siniestros que aquellos.
Los que han cometido estos actos tan atroces tiraban piedras por las ventanas, un hecho que nos trae a la memoria el salvajismo de civiles y soldados nazis durante la famosa Noche de los Cristales Rotos, el 9 de noviembre de 1938. Por supuesto, aquella fue una noche más violenta, se cobró muertes y miles de traslados de judíos a los campos de concentración. Nuestros matones de hoy son más cobardes que los hooligans nazis y se taparon la cara. Tengo amigos judíos que estaban en la sinagoga en aquel momento y que son lo suficientemente viejos como para recordar la Noche de los Cristales Rotos. Algunos incluso vivieron las atrocidades de los mortales campos nazis después de aquella noche.
Hay una sinagoga en mi barrio y otras cercanas que no pueden dejar sus puertas abiertas durante el día. Incluso cuando están cerradas, disponen de sofisticados dispositivos de seguridad y cámaras por todo el edificio. Cuando el templo está abierto para el culto, hay guardias de seguridad en la puerta y vigilan con atención para detectar cualquier signo de peligro.
Aprecio profundamente la posibilidad que tengo para ir a mi parroquia cuando quiero, sin tener que desactivar los sistemas de alarma o tener guardias de seguridad que me hagan preguntas. Puedo subir libremente los escalones y abrir la puerta, si es que no está ya abierta. Pero, ¿cómo puedo cruzar ese umbral sin pensar en mis hermanos judíos, que están sólo unas manzanas más allá y cuya seguridad está tan amenazada? ¿Cómo puedo cruzar ese umbral sin rezar una oración por mis vecinos judíos que ya tuvieron que vivir el horror del Holocausto y que ahora, mientras recogen los trozos de cristales en la sinagoga, tienen que recordar que aquel peligro sigue al acecho?
Hay algo profundamente equivocado y preocupante en todo esto. No estamos hablando sólo de vandalismo. Estamos hablando de delitos de odio, hirientes e insidiosos. Es además muy preocupante el hecho de que todos parecen seguir como si nada, como si se tratara de un incidente menor al que no merece la pena prestar mayor atención.
Por mi parte, no puedo entrar en mi parroquia sin formular al menos una oración por mis vecinos ultrajados.