El Padre Alberto con uno de los niños.

Las preguntas de Sang, que sólo sabe florecer

Alberto Caccaro

El último que llegó al albergue tiene nueve años y se llama Sang. Nunca ha ido al colegio y su primo, el que siempre saca cero en matemáticas y que lleva varios años con nosotros, tuvo a bien traerlo con él al volver de unas vacaciones de verano. “Padre, si se queda en el pueblo no tendrá tiempo ni forma de estudiar. Tiene que cuidar de los búfalos y el aire siempre sopla en dirección contraria a la escuela. Quédate con él...”. Finalmente aceptamos, sabiendo que cada uno de los chicos acogidos en el albergue lleva dentro de sí, es más, está hecho de una gran pregunta, la pregunta sobre el sentido, la vida, el amor.
Sang es huérfano de padre. En este año tan intenso yo no quería añadir más preguntas, pues cada uno de ellos se convierte para mí en una promesa que mantener. Una promesa de vida. Ahora, después de casi dos meses que lleva con nosotros, Sang ya se sabe el abecedario, lava los platos, hace la colada y duerme con los mayores, en una cama o en otra, no tiene una suya. Había una litera, pero la cama de arriba está demasiado alta y ninguno quiere subirse. Cuando son pequeños nos resulta más fácil mantener las promesas, pero cuando crecen, crecen también sus preguntas.
En aquellos días recibí la revista La Civiltà Cattolicaz, donde encontré unos versos de un poeta japonés que no conocía, Kikuo Takano. Unos versos que son nuestro “sí” a Sang. Mientras escribo esta carta, lo oigo hablar. Está bombeando agua del pozo para darse una ducha. Entre las voces de los mayores, su voz de niño siempre me sorprende. Pienso en él como la flor de loto que describe Takano: “Se rinde a una pregunta / tan grande que no sabe / más que florecer”. Sí, la pregunta sobre la vida y el sentido es tan grande que él se rinde y no sabe hacer otra cosa que florecer. Es como si me estuviera diciendo: “No te preocupes, padre Alberto, déjame sólo florecer. No sé hacer otra cosa. Déjame poder florecer”. Es la promesa que debo mantener: “I have promises to keep / and miles to go before I sleep / and miles to go before I sleep” (Tengo promesas que mantener / y millas que recorrer antes de dormir).
Han pasado muchos años y muy intensos desde que estoy aquí. Demasiado intensos. Llenos de pruebas, errores, remordimientos y sueños. Pero han sido años preciosos. En los que he aprendido una cosa: la salvación, la paz, nacen de la posibilidad de poner juntas, y de mantener juntas, nuestra vida y la vida de Dios, nuestro sentir y el sentir de Dios, nuestro sufrimiento y el sufrimiento de Dios, nuestra pasión y la pasión de Dios. Aquí está el consuelo, en el espacio entre estas dos pasiones.
Cuando trabajamos en la traducción de Educar es un riesgo de don Giussani en lengua khmer, el gran reto era entender si la lengua khmer podía expresar un pensamiento, un ánimo, una poesía que se encontraban en ese espacio entre la pasión del hombre y la pasión de Dios. En custodiar este espacio radica el secreto y la condición necesaria para cualquier florecimiento. “Se producirá entonces el milagro, de otro modo inalcanzable, de una vida que con el paso del tiempo crece en juventud, en ‘educabilidad’, en ‘estupor’ y conmoción frente a las cosas; de una vitalidad creativa que crece constantemente sin dispersarse ni desgastarse, adhiriéndose cordialísimamente a todas las posibilidades que la existencia origina. Una vida, en resumen, que se deja invadir por la potencia de lo eterno y que, por ello, es fecundada incansablemente” (Educar es un riesgo, pp. 80-81).
Feliz Navidad.