¡Yo no he empezado!

Hay una diferencia extrema entre dar una réplica y dar una respuesta. Y esto incide en un sentido u otro en nuestras relaciones
Carmen Pérez

En su libro La profundidad de los sexos, Fabrice Hadjadj me ha hecho reflexionar sobre esta expresión tan gráfica y repetida: «Yo no he empezado».
No he leído nada de él que me dé la impresión de hablar de oídas, de una manera teórica y sin experiencia. Su escritura es encarnada y sincera, te obliga a confrontarte con lo que escribe. Nació en una familia de judíos tunecinos. Ateo, anarquista, militante maoísta que se convirtió al catolicismo a los 30 años. Hoy tiene 39 años y ejerce como profesor de Filosofía y Literatura. Es uno de los más importantes pensadores católicos de Francia. Autor de obras de ensayo y de teatro. Está casado con la actriz de teatro Siffreine Michel, y son padres de cinco hijos.
«Yo no he empezado». La expresión clásica con la que se justifica todo niño, y con la que quizá nosotros nos hemos justificado, y probablemente muchos seguimos haciéndolo. Una expresión del niño pequeño ante su padre que le regaña porque ha pegado a su hermanito, al igual que el terrorista o el autor de genocidios, convencidos de que fueron ellos que empezaron. ¡Lo que da de sí esta expresión! Fue la primera justificación de Eva y de Adán. Con este argumento, tratamos de justificarlo todo. Es verdad, ¿quién puede decir que no ha padecido nada con anterioridad, que no ha sido ofendido en nada, que no ha sufrido antes de hacer sufrir? ¿Hay alguien que tenga conciencia de que es él el que ha empezado?
Fabrice Hadjadj nos lo expone en una primera lección sobre La tentación en el Jardín del Edén. ¿A quién beneficia todo esto? Al que realmente empezó el mal. Y después a los que, mediante un ejercicio erróneo de nuestra libertad, nos dejamos seducir por la mentira, el verdadero mal. Mucho antes de las tentaciones de Cristo en el desierto, fue la tentación del Jardín. Aquí, empieza la mala fe. «Yo no he empezado, Señor. Ha sido la mujer que me diste por compañera». La mujer: «Yo no he empezado, Señor. Ha sido la serpiente la que me engañó». La respuesta de Adán es más evasiva, y manifiesta una culpa redoblada: desobedece a Dios y arroja el pecado sobre Eva. Eva está más cerca que Adán de la verdad: le ha seducido la serpiente. Pero es como si la seducción no le hubiera dejado ninguna libertad. ¿La seducción me puede quitar mi libertad? Aquí están nuestras primeras mentiras, observa el autor.

Lo importante es la experiencia que sacamos: igual que el demonio, el astuto, el progenitor de la mentira, ha embaucado a la mujer también nos embauca a nosotros, y nos dejamos embaucar porque pretendemos replicarle por nosotros mismos. Entramos en el juego de la falta de verdad, y de justicia, de la falta de confianza en el Señor y del desconocimiento de nuestra condición o “flaqueza”, que diría Teresa de Jesús. Podemos reparar en la diferencia entre réplica y respuesta. Por la réplica entra la mujer en la misma dinámica de la serpiente. Ella renuncia a ninguna iniciativa y, en lugar de una respuesta la suya es una réplica. Ha entrado en su misma dinámica. Recuerda Fabrice Hadjadj la Epístola de Judas que cita el libro de Zacarías: «Dijo el ángel del Señor a Satán: “El Señor te reprima, Satán”». ¿No tendría la mujer que haber respondido así a la serpiente, mandándola “al diablo” –nunca mejor dicho–, es decir, encomendándose a Dios? Pero no, ella no se siente vinculada a nadie, y lo que hace es una réplica a la serpiente. No ha entendido su relación con el Señor, su referencia a Él, no ha respondido con la verdad y la libertad de su condición humana. Y se ha dejado seducir. No sabe que en su yo está el Tú de Dios. Que no se encontrará a sí misma sin Él. Arguyen por sí solos con sus propios argumentos, replican desde ellos mismos, desde la mentira que se les ha planteado. Replican. No dan una respuesta ante el Señor, desde su relación de amistad y confianza con el Señor. Aquí está la primera caída y la raíz del desarraigo. Se evaden de su responsabilidad, «Yo no he empezado», y van por la vida dejándose seducir, no ejerciendo la verdadera libertad, ni dando su libre respuesta.

Jesucristo nos advierte en el Evangelio constantemente de esto, nos remite a la culpa original, que está en la raíz de toda mentira. Nos habla del que fue homicida desde el principio, del “padre de la mentira”. Cuando dice la mentira dice lo que le es propio, porque mentiroso es y es el padre de ello. Su mentira es lo que le es propio. Su mentira, paradójicamente, corresponde a la mayor de las sinceridades. Habla desde su propio fondo: la mentira, la ausencia de la verdad. Me recuerda la diferencia tan genial que Teresa de Jesús establece entre la sinceridad y la verdad. Jean Danielou lo expone en términos clarividentes: «El escándalo de la verdad, en el que plantea la crisis del sentido de la verdad en el mundo moderno. No es lo mismo sinceridad que verdad, las peores causas han conocido los hombres más sinceros. Sólo la verdad es la fuente de la certeza, sólo desde Dios puede plantearse la verdad, la libertad y la responsabilidad del ser humano». El mentiroso por excelencia, el demonio, puede ser el sincero por principio. No se contenta con decir lo falso, es falso. La mentira: se os abrirán los ojos y seréis como dioses conocedores del bien y del mal. Lo que califica radicalmente el mal es la pretensión de ser padre de sí mismo, de salvarse a sí mismo, en lugar de ser hijo y confiar en Dios.
Voy a tenerlo muy presente: «Yo no he empezado» da lugar a réplicas y yo quiero dar respuestas.