Los hilos que Él teje

El pasado mes de septiembre se cumplieron 25 años desde el inicio de la Fraternidad de san Carlos Borromeo. Su superior, Massimo Camisasca, hace una valoración sobre el significado de este cuarto de siglo de historia
Massimo Camisasca

Las obras de Dios se compones de hilos de muchos colores. Él es el tejedor. Nosotros, los hilos de colores que entran a formar parte de un único diseño del que Él mismo es autor.
Cuando pienso en estos 25 años transcurridos desde el comienzo de la Fraternidad de san Carlos, que tuvo lugar el 14 de septiembre de 1985 con la firma del acta de fundación, me viene a la mente precisamente esta imagen. A los seis hilos, los seis sacerdotes que firmaron aquella mañana el acta de constitución ante el cardenal Ugo Poletti, se han unido con el tiempo muchas otras personas. En la actualidad somos ciento cincuenta, entre sacerdotes y seminaristas. Una realidad pequeña dentro del mar de la Iglesia. Un pequeño signo en el rico y variado ámbito de CL. Pequeño pero sin duda significativo para mucha gente. Son muchas las personas que se han cruzado con nuestra historia en estos años, que nos han pedido ayuda o que han sido maestros y padres para nosotros. Pienso ante todo en don Giussani. Sin su apoyo, la Fraternidad de san Carlos no habría nacido y, sobre todo, no se habría afirmado. Todavía más importante ha sido y es su carisma, el don de la experiencia que él ha vivido y que constituye todavía el punto del que brota nuestra vida, el método de nuestra educación.
Pienso en don Julián Carrón, que durante estos últimos cinco años me ha acompañado con su amistad y con la liberalidad de su corazón, me ha testimoniado la paz con la que vive su difícil tarea y me ha alegrado por su apertura ante todo lo que el Espíritu suscita, permitiendo de este modo el nacimiento de las Misioneras de san Carlos.
Pienso además en los padres de los seminaristas y sacerdotes, la mayoría de los cuales he podido conocer visitándoles en sus casas. Pienso en los niños que hemos bautizado, en las personas a las que hemos confesado y perdonado en nombre de Dios, en tantos corazones que a través de nosotros han reencontrado la paz, en los pobres a los que hemos socorrido, en los enfermos a los que hemos acompañado, en los moribundos a los que hemos confortado, en los niños y jóvenes a los que hemos abierto los caminos de una existencia fascinante y llena de esperanza.
Pero pienso también en nuestras debilidades, en nuestros pecados, en los que conozco y en los que no conozco, en nuestras miserias, en nuestras divisiones, en nuestros errores… También de esto, o quizá sobre todo de esto, se ha servido Dios. Cuando aceptamos con humildad su corrección, nuestra debilidad se convierte en nuestra fuerza.
Pienso con gratitud en el cardenal Poletti, que nos reconoció como Sociedad de vida apostólica de derecho diocesano en 1989, a pesar de la oposición de muchas personas. Me conmuevo al recordar la pasión de Juan Pablo II y su reconocimiento, que hizo de nosotros en 1999 un Instituto de derecho pontificio.
Es para mí motivo de gran estímulo el afecto y la estima que siente por nosotros Benedicto XVI. Recibirá en audiencia a toda la Fraternidad al término de nuestra asamblea de febrero, que cada seis años elige al nuevo consejo y al nuevo Superior General.
Desde aquel día de febrero o marzo de 1965, cuando le dije por primera vez a don Giussani que quería ser sacerdote, hasta el nacimiento de la Fraternidad de san Carlos han pasado exactamente veinte años. Si vuelvo a considerar ese periodo, desde un punto de vista exterior parece un recorrido en zig-zag. Primero la idea de ser dominico, luego la desilusión experimentada en el encuentro con los dominicos italianos y la decisión de entrar en el seminario de Venegono. Luego, vista la imposibilidad de realizar este deseo, el ingreso en el seminario de Bérgamo. Mi ordenación sacerdotal en 1975. Mi traslado a Roma tres años después con el permiso del obispo de Bérgamo y finalmente, en 1985, el nacimiento de nuestra Fraternidad. La única estrella que me ha guiado en estos veinte años ha sido la certeza de que Dios realiza aquello que pone en el corazón. Recuerdo una frase, referida a Abraham, que me dijo don Giussani cuando era jovencísimo: «Dios tiene el poder de llevar a cumplimiento todo lo que ha prometido» (Rm 4,21).
Pero vista en profundidad, esta historia revela una unidad real. En 1969 escribía en mi diario: «Todo lo que queda es la fascinación por la vida común, lugar de la oración y del silencio». Ya desde el comienzo, encontraba en mí estas dos luces: la atracción por el silencio, que nacía ciertamente de la escucha de las lecciones que don Giussani dirigía a los Memores Domini, y la certeza de que el cristianismo realiza la vocación universal a la salvación, anticipada en el tiempo en la realidad de la comunión. Estas dos experiencias constituyen para mí el corazón de la Iglesia, del movimiento y, en particular, de la Fraternidad de san Carlos.
Nuestra comunidad es por entero fruto del encuentro entre la libertad de Dios y la libertad de algunos hombres a los que continuamente interpela. Ella nace y muere no por decreto, sino en el misterio de las libertades. Al mismo tiempo tiene una tarea en la historia humana, grande o pequeña a los ojos de los hombres, según su visión o mentalidad.
La tarea fundamental que desarrollamos es ayudar al crecimiento y al surgimiento del pueblo de Dios. El sacerdocio no tiene razón de ser en sí mismo, sino que está en función de Cristo y de los hombres. Aquí se halla justamente su fascinación, ese atractivo que se ha ofuscado en las últimas décadas. Quisiéramos ser para los hombres signo de la belleza de Cristo, de la belleza de la Iglesia, a través de nuestra pobre humanidad, que hace transparente aquel que nos llama.
En el mundo, y en algunos sectores de la Iglesia, ya no se sabe quién es el sacerdote. Se le identifica con un hombre que trata de compensar con el poder sobre las almas su carencia afectiva, como una persona obsesionada por la liturgia, por la organización o por otras cosas extrañas. Quisiéramos dar a conocer la belleza de una vocación que a lo largo de los siglos ha dado grandes hombres a la Iglesia y ha suscitado muchas energías escondidas para el bien de los que viven sobre la tierra.
La Iglesia es un don que viene de Dios a través de otros hombres, que sucede continuamente en las ocasiones y en los lugares más simples de la tierra, como en los más solemnes y fastuosos.
En estos veinticinco años nos hemos concebido como una única casa, aun viviendo lejos los unos de los otros. Una única familia, enriquecida ahora por la presencia de las Misioneras de san Carlos, instituto que goza de un gobierno propio y de una vida autónoma, pero que participa estrechamente, como nosotros, del carisma de Comunión y Liberación.
¿Cuál ha sido para mí el mayor descubrimiento de estos veinticinco años? Que mis hermanos son el signo más claro de la voluntad que Dios tiene de salvarme. Esto llena mi corazón de gratitud y me empuja a salir de cualquier tentación de cansancio o de repliegue sobre mí mismo. Me siento más joven que hace veinticinco años y espero que ésta sea también la experiencia de mis amigos. En estos años he deseado con todas mis fuerzas educar personas libres. Existen caminos educativos que tienen miedo de la libertad, que prefieren alienar a la persona y que sea otra la que viva en su lugar. Es más cómodo desaparecer dentro de la seguridad que da un conjunto de prohibiciones, reglas o mandamientos. Sólo quisiera mostrar con mi vida la belleza humanizadora de la obediencia. Sé que soy libre porque deseo adherirme a Aquel que me ha querido y que me quiere, porque deseo buscar en las cosas y en los acontecimientos las huellas de sí mismo que él ha dejado.