Barcellona (en el centro) con el arqueólogo <br>Padre Stanislao Loffreda (a la derecha).

Un comunista tras las huellas de Jesús

Pietro Barcellona narra su peregrinación a Jerusalén. Los encuentros, los lugares, las armas de plástico y el mismo amanecer de hace dos mil años. Los pasos del filósofo marxista en el lugar más “crucial de la historia”
Pietro Barcellona

Una peregrinación a Tierra Santa, donde Jesús vivió y fue crucificado, produce naturalmente un cierto impacto emotivo que se esconde tras los encuentros con las personas que encuentras, la visita a los lugares sagrados y el recuerdo de ciertas imágenes irrepetibles que quedan grabadas en tu mente. Hay además una razón por la que vale la pena contar los hechos y encuentros que se van sucediendo a lo largo del viaje, algunos de los cuales van más allá de la circunstancia concreta de atravesar lugares, visitar restos arqueológicos o admirar horizontes que siempre se desvanecen. Una de las cosas que más me han impresionado ha sido el modo en que algunas personas viven esta experiencia de la memoria.
Conocimos a un arqueólolo franciscano de edad avanzada que ha dedicado cincuenta años de su vida a excavar con sus propias manos para encontrar huellas de lo que había cuando Jesús caminaba por aquellas calles y lugares. Una persona extraordinaria, con un montón de años y con una sencillez y alegría que transmitía una paz misteriosa. No nos dijo grandes frases, no había en él rastro de retórica. Decía sólo que cada mañana, al oír el canto de los gallos y el palpitar de la naturaleza al salir el sol, él piensa que esos gallos, esos sonidos, esos susurros son los mismos que sonaban cuando Jesús estaba allí. Y después añadía que, al excavar en la tierra, cada vez que encontraba algo sentía la emoción de una presencia que acompañaba su jornada de trabajo. Un hombre viejo y enfermo, con una sonrisa que te hacía sentir bien, con una paz como si para él el encuentro con Jesús fuera una relación cotidiana con el aire que respira.
Las personas que nos ayudaron a visitar y a recordar los acontecimientos de la vida de Cristo expresaban algo que daba la sensación de la presencia de un Jesús contemporáneo que seguía recorriendo las calles de hace dos mil años. Hicimos una parada en el convento de las hermanas maronitas. Una monja anciana y ciega, antes de saludarme, me abrazó como si fuera mi madre, su expresión era una sonrisa acogedora, como si dijera: “quédate un momento porque compartir la mesa es el signo de una plenitud en los sentimientos”.
El guía que nos acompañaba, un árabe cristiano de gran sensibilidad y cultura, quiso cocinar para nosotros y se puso a servir la mesa como un Jesús que lava los pies de sus discípulos. Era una sensación de presencia por la que, en una especie de disparate, podías imaginar que en la habitación de al lado estaba Cristo con sus discípulos, no se puede explicar si no es con la potencia expresiva de estas relaciones humanas tan sencillas con personas que han decidido vivir en un tiempo distinto al nuestro.
Otro guía, más joven, que tenía mucha curiosidad por el hecho de que yo hubiera sido un dirigente comunista y que ahora visitara con un sacerdote los lugares santos, me pedía cada tarde una frase para recordar. Tenía una fe sencilla e inmediata, a pesar de conocer toda la historia de Tierra Santa, y sus preguntas me intimidaban por la responsabilidad que suponía darle respuestas que no defraudaran sus expectativas. Era evidente en esta relación que lo importante no era la solemnidad de una verdad teológica sino el afecto que se expresa en la convivencia fraterna. Para él, Jesús era una presencia viva que se encontraba en cada uno de los pasajes donde Él había estado.
En estos encuentros, y en otros, en los restaurantes árabes, al pasear por las calles de Jerusalén, he percibido una presencia humana que misteriosamente hace contemporánea la historia del Hijo del Hombre y del Hijo de Dios. El efecto que la visita de algunos lugares produce en quien los visita y escucha el Evangelio ha sido algo absolutamente inesperado. Los restos de la casa de Pedro en Cafarnaún, donde Jesús comenzó su actividad pública, son de una pobreza que desarma, que deja completamente a un lado la fantasía de un hombre al que su pueblo trataba como un rey. La mayoría de los lugares santos son lugares que muestran la pobreza del pueblo al que Jesús se dirigía. Con lo poco que se llega a ver de las huellas remotas, se hace extraordinariamente evidente que Jesús vino como un pobre entre los pobres y que desafió a la autoridad constituida no en nombre de un poder humano sino en nombre de una fraternidad amorosa nueva, que permite a los últimos reconocer la verdadera justicia de su vida.
La pobreza de Cristo no es un accidente histórico, sino una elección teológica que invita a los hombres a liberarse de la codicia. Por eso, encontrarnos en varias basílicas con grupos de peregrinos procedentes de todo el mundo me causó una extraña sensación en la que se mezclaba lo sagrado y lo profano. Demasiadas cámaras, demasiados chasquidos fotográficos, como si fueran un intento pagano por apropiarse de una relación privilegiada con lo sagrado. Me pregunto si esta enorme masa que llega desde todos los ángulos de la tierra es consciente de que la situación en que se encuentra Tierra Santa desde el punto de vista geopolítico nace de eliminar la crucifixión de Cristo, que recuerda a los hombres que ofreció al Padre su sufrimiento humano para que se abriera una nueva era en paz.
Las dimensiones casi bíblicas que asumen las peregrinaciones podrían traducirse en un movimiento que quiere a toda costa devolver la paz al lugar donde tuvo lugar la mayor manifestación de la relación entre Dios y el hombre. Pero, obviamente, no es éste el lugar para expresar juicios políticos sobre la situación actual, que ha desgarrado dramáticamente el tejido humano de la ciudad de Jerusalén.
Igual que he visto la expresión alegre de una presencia en el mundo que nos hace partícipes de los misterios de la humanidad, he visto también un velo de tristeza por la escasa esperanza con que cada uno ve su futuro. Muros inauditos, puestos de control con jóvenes soldados israelíes que seguramente no saben lo que hacen, al lado de patios de colegios árabes donde los niños juegan a la guerra con armas de plástico. Un espectáculo amargo. Jesús es el profeta del desarme frente al enemigo y la renuncia a la violencia es su mayor compromiso en la relación del hombre con Dios.
La situación de Tierra Santa es la representación trágica de cómo todavía persiste entre los hombres el deseo de opresión y dominio. Estoy convencido de que mientras en esta parte del mundo, donde tuvo lugar el escándalo de que el Hijo de Dios fuese burlado con una corona de espinas, persista el virus de la violencia más brutal, no habrá paz para la humanidad: Jerusalén es el lugar crucial de nuestra historia.
Artículo publicado en La Sicilia