Por qué nuestro “terrible” deseo de felicidad no es inútil

Fabrice Hadjadj

“Basta presionar con los dedos en la garganta para sentir la pulsación de la sangre en nuestras arterias, signo de que nuestra vida fluye como un río: entra en relación con la fuente a través de todos los arroyos de nuestra historia”. Entrevista con el filósofo francés Fabrice Hadjadj, que ha presentado en el Meeting de Rimini el libro de don Giussani El yo renace en un encuentro.

“Esa naturaleza que nos empuja a desear cosas grandes es el corazón”. En su opinión, ¿en qué sentido el lema del Meeting de este año nos desafía?
El desafío es reconocer en cada uno un deseo que no viene de uno mismo. El corazón es sorprendente, sobre todo para un individualista. No hablo a nivel espiritual o sentimental. Hablo del miocardio. Tenemos un órgano que late durante un tiempo que no decidimos nosotros, una especie de director de orquesta del que depende toda nuestra vida fisiológica. Se trata de oxigenar nuestra sangre, es “el poema de la respiración”, como dice Rilke. La inspiración y la expiración nos prodigan esta lección admirable: la vida no radica en la independencia, en el aislamiento, en la autonomía, sino que radica en un movimiento (un teólogo diría “pericoresis”) donde nunca se deja de dar y recibir. ¡Esto reduce inmediatamente a cero todas nuestras pretensiones de independencia!

Don Giussani afirma que la simple existencia de nuestro corazón es ya una provocación.
Y tiene toda la razón. Basta presionar con la mano en la garganta para sentir la pulsación de la sangre en nuestras arterias. Es el signo de que nuestra vida fluye como un río: entra en relación con la fuente a través de todos los arroyos de nuestra historia. La promesa que viene después la encontramos en Isaías: “He aquí que yo extiendo la paz sobre ella como un río” (Is 66, 12). Y en el Evangelio: “El que cree en mí, ríos de agua viva nacerán de su corazón” (Jn 7, 38). Una promesa que puede dar un poco de miedo, pues uno podría preferir quedarse con sus pequeños bidones de agua estancada, pero en cualquier caso lo cierto es que el cristianismo no es una serie de normas sofocantes sino, al contrario, “el deseo de cosas grandes”, tan grandes que superan la capacidad del hombre y para acogerlas es necesario dejarse ensanchar, casi desgarrar.

¿Hace falta reclamar a la “naturaleza” para definir el corazón del hombre?
El término “naturaleza” viene de “nacer”. Nacer es ser nacido, recibir la existencia, por tanto uno mismo no es origen de su propio ser. Tener una naturaleza es haber recibido por el nacimiento una cierta estructura existencial, un dinamismo, una tendencia que está en mí y de la que yo no soy artífice. Todo lo que estamos diciendo se da en el corazón: el centro de mi ser no está bajo mi control, lo más íntimo que tengo me remite a otro que no soy yo. Yo me despierto con mis deseos: tomar un café, leer el periódico, ganar más dinero, besar a la actriz Caterina Murino, pero en mí hay otra cosa más, este terrible deseo de felicidad.

Terrible, ¿por qué?
¿El dinero puede darme la felicidad? ¿Y Caterina? Si este deseo de felicidad no encuentra vías de salida, termina por destruir lo que en un principio deseaba. Si resulta que no es la “cosa grande”, no me vale y lo tiro. Y me destruye a mí mismo: si me contento con cosas pequeñas, les doy un valor que no tienen y apago mi corazón. Atención, no quiero decir que Caterina Murino, creada a imagen de Dios (¡y qué imagen!), sea poco. Sin embargo, para responder a mi corazón sería necesario que Caterina estuviera llena de gracia, de verdad, incluso de eternidad (tal como su frágil belleza deja entrever). Sería necesario que Caterina fuese divina. No lo puedo evitar, así es mi naturaleza (y la naturaleza de cada hombre, por poco que escuche a su corazón). Dante lo entendió muy bien. En nosotros hay un deseo de una Cosa Grande que es Dios mismo, pero este deseo de Dios no nos debe llevar a despreciar a sus criaturas (despreciar a sus criaturas implicaría necesariamente despreciar a su Creador). Al contrario, el deseo de Dios nos hace desear la divinización de las criaturas. Por tanto, desear “cosas grandes” no significa rechazar a una Beatriz pequeña ni idealizar a una Beatriz enorme, sino más bien desear a una Beatriz tal “que Dios parezca regocijarse en su rostro”.

Cada día estamos más seguros de que las ideas “fuertes” no tienen derecho alguno ni poder sobre nosotros. En todo caso, en el ámbito privado, no en el público. ¿Sucede lo mismo con el cristianismo?
Afirmar que las ideas fuertes no tienen poder alguno sobre nosotros puede ser una idea, pero es una idea débil. El hombre no es un animal gobernado por sus propios instintos. Lo que en el hombre juega el papel del instinto es su razón, y siempre le guían las ideas, buenas o malas. El hombre siempre empieza siendo un ideólogo (al menos desde el pecado original), utiliza términos abstractos y dice “todo va bien” en cualquier conversación, pero “todo va bien” es una expresión muy abstracta, es una cuestión inmensa y no se da cuenta porque es un ideólogo. De hecho, debería salir de la ideología y entrar en la realidad, es decir, preguntarse qué significa verdaderamente, realmente, que todo va “bien”. Se trata sencillamente de tomar conciencia de las palabras que están ahí, en nuestra lengua, en nuestro vocabulario habitual, y descubrir su peso.

¿Y cuál es ese peso?
A don Giussani le encantaba repetir estas palabras del salmista: “Tú, Señor, eres mi único bien” (Sal 16, 2). ¡Esto es concrección en lo que se dice! Traza un camino, afirma concretamente en qué consiste mi bien. Esta palabra va aún más allá, por eso don Giussani añadía: “Una frase así, tan plena y perentoria, tan definitiva y totalizante, ¿quién la puede repetir?” (L’io rinasce in un incontro).

Y en la esfera privada, ¿donde uno tiene el derecho absoluto?
Lo que concierte a las “convicciones privadas” se trata de una invención burguesa. El pequeño poseedor quiere afirmar que posee una propiedad que es sólo suya, que no pertenece a nadie más. Pero, al mismo tiempo, termina por darse cuenta de que esta propiedad muere a menos que él acepte a otro. Un espacio público sólo se realiza en la hospitalidad, sólo así se hace público. De otra manera, id a un parque público; adquiere todo su valor cuando, por ejemplo, estáis en un banco sentados con una chica, o con un viejo amigo, en una conversación íntima. Cualquier espacio público sólo se realiza en el encuentro entre personas, y así se hace privado. Con este ejemplo quiero mostrar hasta qué punto la separación entre público y privado es una ficción artificial. Es literalmente una mutilación, porque afirma que lo que lleváis en el corazón no lo podéis gritar en las plazas. Pero si no hay comunicación entre vuestro corazón y vuestras palabras, no seréis hombres, seréis un pez que pica en todos los anzuelos.

Usted ha escrito que la pretensión cristiana es “llevar tu corazón al poder, es decir, conquistarte sin dañar ni tu inteligencia ni tu voluntad sino, al contrario, reforzándolas”. ¿Cómo es posible vivir la “pretensión” total de la verdad encontrada sin renunciar a nosotros mismos?
La respuesta está ya en la pregunta. No hay encuentro si no es entre dos seres bien diferenciados. Por tanto, encontrar la verdad no es una alienación, sino un cumplimiento. Si yo digo a otro: “Dios quiere todo de ti”, el otro se asustará porque comparará el deseo de Dios y el suyo, que es más estrecho, más posesivo, más reducido. Yo se lo puede repetir: “Dios quiere todo de ti”, subrayando “todo de ti”, es decir, a ti mismo, completamente, sin mutilaciones, sin reducciones, sin alienaciones, con tu alma y con tu cuerpo, con tu inteligencia y tu voluntad, con toda tu libertad, incluso con una libertad infinitamente mayor, porque elimina todo lo que te estorba. Esto nos lleva a las palabras del salmo que se canta en las vísperas del domingo: “El Señor extenderá el poder de tu cetro, domina desde Sión el corazón de tus enemigos” (Sal 109, 2). Si someto al enemigo, aunque sea con una pequeña seducción psicológica, tal vez consiga dominar su cuerpo, pero no su corazón. Dominar hasta el corazón es la pretensión más terrible y al mismo tiempo la intención más dulce, porque no hay otra forma de dominar el corazón que hacerse amar libre e inteligentemente, respondiendo a las “exigencias del corazón”. El catecismo de la Iglesia católica lo dice claramente: “Vivir en el cielo es estar con Cristo. Los elegidos viven en él pero conservan, es más, encuentran su verdadera identidad”. ¿Por qué? Porque “el yo nace y renace en un encuentro”, porque yo soy yo mismo sólo en la relación con mi Creador y, a través de él, con las demás criaturas. Ser original no es ser excéntrico, es volver al origen.

El estupor parece ser la dimensión más adecuada a la forma original de nuestra razón, ¿cómo recuperar esta dimensión para salvar a la razón?
La grandeza de la inteligencia es efectivamente la de sentirse estúpida. Sentirse estúpida no significa ser estúpida. De hecho, el verdaderamente estúpido es precisamente el que cree saberlo todo, el que tiene respuesta para todo. Quien se siente estúpido escucha y aprende. Hay un proverbio judío que dice: “¿Quién es sabio? El que sabe aprender de cada cosa”. Existe por tanto un vínculo entre estupor y estupidez y es aquí –al sorprenderse, al sentirse estúpida- donde la razón se abre a lo que la supera, a un encuentro vivo, que está más allá de sus cálculos (pero no desprecia el cálculo, que es esa capacidad de sopesar la realidad y que es también un misterio). El problema no es lo que tenemos que hacer para recuperar esta dimensión.

¿Por qué?
Porque no se trata de hacer. Si nos limitamos a “hacer”, nos quedamos en el ámbito de nuestro poder, de nuestra capacidad, y nos cerramos al estupor. No se trata de hacer, sino de ser. El ser es, en el fondo, estupor y para darnos cuenta de esto es necesario abandonarse al reposo, vivir –al menos un día a la semana, un momento de la jornada- la bendición del shabbat. Dejarlo todo, como dice el salmo 45 (“¡Parad! Sabed que yo soy Dios”), y mirar una flor, dar un paseo, escuchar un cuarteto de Mozart (o de Haydn), contemplar el rostro de un niño... admirar incluso una botella, una simple botella, como sabe hacer el pintor italiano Morandi, no con una genialidad especial sino con un gran respiro, con el corazón abierto y disponible (esto es mucho mejor que la genialidad), y ahí aparece el misterio, la incomprensibilidad de la presencia de esa botella... Hasta la botella más pequeña es una botella lanzada al mar, que esconde un mensaje del creador de todas las cosas.

El año pasado, usted afirmaba en una entrevista: “Es necesario que las acciones comiencen con un gesto de gratuidad. Si esta gratuidad no está presente, no avanzará nunca en la dirección del ser”. ¿De dónde puede venir esta gratuidad?
No recuerdo haberlo dicho, quizás porque era precisamente un “gesto de gratuidad”… La gratuidad puede tener dos sentidos. Está la gratuidad del absurdo y está la gratuidad de la gracia. Todo lo que hacemos, todos nuestros cálculos, todos nuestros proyectos fluyen hacia una u otra. Encuentras un buen trabajo, ¿y luego? Te casas, ¿y después? Tienes niños, ¿y qué? O nada tiene sentido, y te encuentras en la gratuidad del absurdo, o todo tiene el sentido de un amor, un amor que da la vida, y te encuentras en la gratuidad de la gracia. O la una o la otra. Pero antes de entender la gratuidad, debemos mirar a la finalidad de la existencia, que se puede entender por su sola presencia: ¿cómo es posible que yo esté aquí? ¿De dónde me llega este don? ¿Es un regalo envenenado? También aquí, o reconozco la gracia del ser, o la existencia me parecerá absurda (aunque en este último caso me contradigo, porque disfruto de la existencia para despreciar la existencia – es mi propio absurdo). La acción de gracias es el fundamento de toda acción porque, si no reconozco la gracia del ser, todo lo que podré hacer será desprecio del ser, regresión, negación. Podrá asumir una apariencia humanista, presentarse como una utopía de sociedad perfecta; pero en realidad, si no veo la existencia como una gracia, esta utopía será al final el triunfo de la nada, su fundamento será el resentimiento. Bajo el pretexto de construir un superhombre o una super-sociedad, la empresa terminaría siendo la destrucción de la sociedad y del hombre.

¿Qué le ha sugerido la lectura del libro de don Giussani El yo renace en un encuentro? ¿Le parece acertado el título?
Si yo he encontrado a la gente de CL ha sido porque esas personas han encontrado una afinidad entre mi modo de abordar las cuestiones y el de don Giussani. Hace dos años yo no lo conocía para nada. Luego me pidieron hacer una presentación en París del libro ¿Se puede vivir así?, era abril de 2009. En aquel momento pude experimentar esa afinidad de pensamiento. Fue un verdadero encuentro. Me impresionó la sencillez, la fuerza, la concreción de sus palabras. La lectura de El yo renace en un encuentro ha sido la continuación de lo mismo. Cada vez que leo a don Giussani no es que encuentre ideas nuevas, porque partimos de lo mismo; lo que encuentro es algo mucho mejor, es la novedad de las ideas que yo ya tengo, una especie de energía, de empuje misionero, de ánimo para comunicarlas y vivirlas en la “dramaticidad y la leticia”. Respecto al título del libro, es una evidencia. Una evidencia que se sumerge en la profundidad de Dios. ¿Qué sabemos nosotros de esa profundidad? Dios es Trinidad, es único en tres Personas. El Padre genera al Hijo en la comunión con el Espíritu, de forma que Dios mismo es eternamente nacimiento y encuentro, un nacimiento y un encuentro infinito...

Publicado en Il Sussidiario