Esa naturaleza que nos empuja a desear cosas grandes es el corazón

Stefano Alberto

¿Qué es el corazón, y qué es ese “misterio eterno de nuestro ser” del que habla Leopardi? ¿Qué respuesta puede tener ese “deseo de abrazar las infinitas posibilidades de la realidad” que grita el Miguel Mañara de Oscar Milosz? El encargado de explicar el lema del Meeting de este año ha sido Stefano Alberto, profesor de Introducción a la Teología en la Universidad Católica del Sacro Cuore de Milán.
Alberto se ha puesto en camino con dos grandes compañeros de viaje: Giacomo Leopardi y Luigi Giussani. Sin dejar de lado a otros prestigiosos viandantes: de Claudel a Camus, de Nietzsche a Pavese. Aunque era evidente que quien guiaba a todos de la mano, en el sentido de iluminar las palabras y profundizar en las razones, era Giussani, ampliamente citado a lo largo de toda la lección.
A Giussani pertenece la definición del “corazón” como ese complejo de evidencias y exigencias originales (de felicidad, verdad, belleza, bondad, justicia) con que el hombre es lanzado por naturaleza a comparar todo el universo consigo mismo. Un corazón que, al toparse con la realidad, se descubre insatisfecho, pide lo imposible. Como el Calígula de Camus, que pide la luna, o “algo que no sea de este mundo”.
Una naturaleza insatisfecha que nace de una sed inextinguible. Leopardi descubre “el mayor signo de grandeza y nobleza” del hombre precisamente al “encontrar que todo es poco y pequeño para la capacidad del ánimo”. Una intuición que el poeta vuelve a plantear en el poema Sobre el retrato de una mujer bella: las circunstancias despiertan deseos infinitos, pero basta “un discorde acento” para que todo decaiga.
Un “misterio eterno” que no puede liquidarse como si fuera la “confusa veleidad de un adolescente” (Sapegno), como las preguntas juveniles de las que los filósofos luego se alejan porque son absurdas. La pianista rusa Marija Judina sostenía lo contrario: “La grandeza del hombre no está principalmente en sus dotes sino más bien en su osado impulso, en su corazón sediento de infinito”.
Este impulso, esta tensión hacia el infinito, no se sostiene frente a los límites y contradicciones de la historia, por los que, al no hallar la respuesta que uno imagina, “termina por reducir o vaciar de sentido las preguntas últimas que constituyen mi humanidad”, afirma Alberto. La “sabiduría” entonces son las columnas de Hércules del Ulises de Dante: hay que permanecer dentro de la medida que establece el individuo o la mentalidad dominante.
En la confusión actual, en la que se niega cualquier elemento espiritual y se reduce el deseo al instinto, Leopardi señala al corazón, que sigue pegado al hombre, “como torre en solitario campo”. En El sentido religioso, Giussani explica que el corazón no es una abstracción filosófica, una creación humana. Es un dato, un criterio de juicio que llevamos dentro para saber qué es lo que me corresponde de la realidad. El corazón de don Giussani no tiene nada que ver con ciertas reducciones sentimentales que lo contraponen a la razón. “Puede decirse”, aclara Alberto, “que para Giussani el corazón se identifica con la razón, que es conciencia de la realidad en la totalidad de sus factores”. Pero entonces, ¿por qué llamarlo corazón? Responde Giussani: “Porque el corazón es el lugar del afecto, y el afecto no es contrario a la razón, es el culmen de la razón”.
Por eso “el corazón es el lugar de las evidencias y exigencias originales que proyecta el individuo sobre la realidad, tratando de registrarla tal cual es. (…) La razón capta la realidad gracias al afecto, que nace de un juicio de correspondencia entre la realidad y el corazón”. Alberto ha querido aclarar lo que significa hacer experiencia, explicando que es distinta del mero probar. “Lo que se prueba se hace experiencia cuando se juzga por los criterios del corazón: si es verdaderamente verdadero, verdaderamente bello, verdaderamente bueno, verdaderamente feliz”.
El profesor ha ido más allá de la definición del corazón citando a Giussani: “Sin el reconocimiento del Misterio como factor de la realidad no hay experiencia. La realidad nos solicita para buscar otra cosa, el significado último de lo que aparece. Es la dinámica del signo. Bloquear esta dinámica en la apariencia sería sofocar irracionalmente el ímpetu original con que el corazón se acerca a la realidad”. Leopardi, según Giussani, no estuvo lejos de entender esto. En el poema A su dama, habla de una “Cara beltá”, siempre deseada y nunca alcanzada, pero no por eso inexistente, tal vez viva en otros mundos. Una belleza a la que hace llegar su himno de “ignoto amante”. Para Giussani, “el genio de Leopardi profetizó a Jesús mil ochocientos años después de su existencia”. Ese Jesús en el que todas las exigencias elementales del corazón se hicieron carne.
“Jesucristo –emerge ahora el pensamiento de don Giussani- se revela como una presencia que corresponde de forma excepcional a los deseos más naturales del corazón y de la razón humanos. Ante su ‘ven y sígueme’, pescadores, mafiosos, prostitutas, sabios, políticos deben decidir si se adhieren a la verdad más que su propia idea”. Pero hay una condición indispensable para responder a Cristo: tomar conciencia de uno mismo y de las propias exigencias. De otro modo, Cristo se queda en un mero nombre.
“Siendo realistas –afirma Alberto-, sin ayuda de Cristo el hombre no consigue vivir mucho tiempo sin perjudicarse”. El poder se aprovecha de esta debilidad para engañar al hombre y decirle que puede encontrar la satisfacción en respuestas parciales. “Mientras que el atractivo que tiene toda circunstancia –escribe don Giussani- es algo provisional que remite al atractivo definitivo y último de la gran Presencia”.
Esta contemporaneidad de Cristo, que los cristianos bautizados viven en la Iglesia, es la condición necesaria para que el yo renazca, para la transformación de las connotaciones normales de la existencia humana: el amor, la amistad, el trabajo, la política. Benedicto XVI dice que “la contribución de los cristianos es decisiva sólo si la inteligencia de la fe se convierte en la clave del juicio y de la transformación”.
Alberto ha terminado leyendo una carta de Andrea Aziani, un querido amigo suyo, misionero laico que murió hace dos años. “Es necesario que alguien se enamore de aquello que nos ha enamorado a nosotros, pero para eso nosotros debemos arder, literalmente arder de pasión por el hombre, para que Cristo lo pueda alcanzar”.