Ésta es la nueva Irlanda, más allá del odio y el espíritu sectario

Mary McAleese

La experiencia nos dice que el género humano ha cambiado la historia cometiendo grandes males con una inquietante indiferencia. Sin embargo, el Meeting de Rimini afirma que la bondad y la grandeza de las que el género humano es capaz no sólo son mucho más potentes que su depravación, sino que todo destino humano está incompleto hasta que es víctima o protagonista de la cultura de la demonización.
Me gustaría abordar la historia de Irlanda y las fuerzas que en este momento están transformando nuestra larga historia de conflicto político en una historia de reconciliación y buena vecindad. El primer presidente de Irlanda, Douglas Hyde, decía: “El odio es una pasión negativa. Es fuerte, muy fuerte, para destruir, pero no sirve para nada a la hora de construir. Sin embargo, el amor es como la fe, puede mover montañas y con fe tenemos montañas que mover”.
Irlanda ha sabido resistir una historia desgraciada en la que, si bien todos los protagonistas eran nominalmente cristianos, el rencor entre protestantes y católicos, entre nacionalistas irlandeses y unionistas británicos, ha contaminado a varias generaciones durante siglos. Mi generación ha sido la primera en beneficiarse de un acceso amplio a la educación, la primera que ha crecido con las palabras de la Declaración Universal de los derechos humanos, que ha proclamado la dignidad y el derecho a la igualdad de todos los hombres, la primera que nació después de la masacre inútil de dos guerras mundiales, la primera que ve cómo el mundo de los viejos imperios se despedaza y marchita, y la primera que ve cómo la idea de la democracia se afirma en todo el mundo.
Irlanda ha pasado a formar parte de la Unión Europea, esa gran aventura emprendida al lado de naciones que durante siglos combatieron unas contra otras. Hasta entonces hemos vivido inmersos en culturas de demonización recíproca, pero ahora la dinámica ha cambiado y todos esos cambios tienen su base en una sólida reconciliación entre naciones, en el respeto por la soberanía de cada Estado miembro, en la afirmación de la dignidad innata de cada individuo y en el compromiso de construir una Europa que defiende y lucha por los derechos humanos.
Los pueblos de hoy en Irlanda, Irlanda del Norte y Gran Bretaña hicieron además un esfuerzo notable con los Acuerdos del Viernes Santo de 1998 para superar ese ciclo continuado de ofensas que se habían acumulado a lo largo de la historia, hasta llegar a un horizonte de relaciones nuevas, capaces de ofrecer libertad, justicia, igualdad y paz a todos. Todavía hay algunos que se dedican a la violencia y que siguen sembrando un espíritu sectario, pero ahora sus acciones provocan una conmovedora solidaridad intercomunitaria a favor de la paz.
Yo crecí en una comunidad del norte de Irlanda que estaba dividida. Nuestras historias personales subrayaban las diferencias, incrementaban aquello que nos separaba y nos impedía confiar los unos en los otros. Cada uno contaba la historia a su manera, y en todas las versiones se denigraba al otro. Los vecinos, con diferentes convicciones políticas, vivían uno al lado del otro, pero con una abyecta y peligrosa ignorancia recíproca. Estos relatos diferenciados y bien confeccionados nos separaban y nos hacían minimizar otra realidad que era más importante: nuestra historia común, nuestros problemas compartidos, nuestra interdependencia y las oportunidades perdidas, que nosotros desperdiciábamos rechazando así el potencial que ofrecía la posible colaboración entre nosotros. Hasta que algunas voces valientes empezaron a plantearse si podríamos conseguir un sistema en el que trabajar juntos.
Sus esfuerzos no siempre tuvieron éxito, sobre todo al principio, pero paso a paso, gracias a su esfuerzo sincero y a que no se rindieron nunca, llegaron a alcanzar una comprensión más completa de los problemas de cada una de las partes. Empezaron a contemplar la posibilidad del diálogo como una estrategia alternativa para reconocer las ambiciones políticas de ambos. Algunos de ellos se han convertido en los líderes del movimiento que empezó a abandonar la violencia para buscar la resolución del conflicto a través del diálogo.
El filósofo irlandés del siglo XVIII Edmund Burke decía: “No desesperes; pero si tienes que hacerlo, sigue trabajando en la desesperación”. Es una bonita descripción del proceso de cambio en los corazones que supone el paso de la guerra a la paz. Vimos con terrible claridad que el acuerdo de 1998 sólo era el inicio de un largo proceso para aprender un nuevo camino. Como dijo uno de nuestros poetas, John Hewitt, “nosotros construimos para llenar atrasos de siglos”. Y estos atrasos no los pueden llenar simples espectadores.
En los 13 años que llevo en la presidencia de Irlanda, he tenido el privilegio de ser testigo de muchos cambios del corazón que rozan con lo milagroso. Pero ninguno tanto como la labor de los paramilitares en el proceso de construcción de la paz. Generalmente, provienen de comunidades marginales, las que más han sufrido la violencia, y tienen un profundo sentido de marginación y victimismo. Los libros de historia recordarán los nombres de los grandes líderes del cambio, pero el hecho que más me sorprende es el poder de las personas normales para realizar ese cambio en su vida cotidiana, en lo que dicen y hacen. Son las personas que no han dejado a otros la tarea de cambiar la historia y su coraje, según palabras de Winston Churchill, se caracteriza por “avanzar de fracaso en fracaso sin perder su entusiasmo”.
El Meeting de Rimini se quedaría en el plano teórico, en una buena idea incompleta, si no fuera por aquellos que llevan la idea de la amistad más allá de cualquier posible división, crean una estructura y se esfuerzan para hacerla realidad. Los miles de voluntarios que construyen el Meeting año tras año han demostrado tener un gran deseo de aprovechar la oportunidad de superar la mera curiosidad por los demás y llegar hasta una amistad profunda.