Las imágenes no engañan

Ignacio Santa María

Las imágenes no engañan. Las hemos visto en la televisión, en Internet, en los periódicos. Cientos de miles de rostros exultantes abarrotando las plazas de todas las ciudades españolas. Una marea de alegría y satisfacción que resulta muy fácil mirar con simpatía humana. ¿Quién no se ha sentido feliz ante el gol de Iniesta o ante la imagen de Iker Casillas levantando el ansiado trofeo? ¿Quién no ha dejado escapar una sonrisa al recordar tantos momentos de emoción y belleza en la final del Mundial?
Nuestra humanidad se despierta ante este espectáculo de buen fútbol, de unidad, de sacrificio, de limpieza e inteligencia en el juego, ante tantos detalles de gratitud de unos con otros. Los agoreros dirán que es flor de un día, que pronto se apagarán las luces de la fiesta y volveremos a ser banales y bestiales. Tal vez no les falta razón, pero hay una pregunta que dejan sin responder: ¿por qué hoy vibra nuestro corazón ante todos estos signos? Porque estamos bien hechos.

En 1985 el entonces cardenal Ratzinger escribió estas palabras que hoy resultan preciosas.

«Con su periodicidad de cuatro años, el Campeonato Mundial de Fútbol demuestra ser un acontecimiento que cautiva a cientos de millones de personas. No hay casi ningún otro acontecimiento en la tierra que alcance una repercusión de vastedad semejante. Lo que demuestra que con ello está tocándose algo radicalmente humano, y cabe preguntarse dónde se encuentra el fundamento de este poder en juego.

El pesimista dirá que es lo mismo que en la antigua Roma. La consigna de las masas rezaba panem et circenses, pan y circo. Pan y juegos son, mal que nos pese, el contenido vital de una sociedad decadente que no conoce ya objetivos más elevados. Pero aun cuando se aceptara este juicio, no sería en modo alguno suficiente.

Cabría preguntar todavía: ¿en qué estriba la fascinación del juego como para que llegue a ocupar un lugar de igual importancia que el pan? Con la vista puesta en la antigua Roma podría responderse de nuevo que el grito de pan y circo es propiamente la expresión del anhelo por la vida del paraíso, por una vida de satisfacción sin fatigas y de libertad plenamente realizada. En efecto, este es, en última instancia, el contenido del concepto de juego: un quehacer del todo libre, sin objetivo y sin obligación, y un quehacer que, además, tensa y emplea todas las fuerzas del ser humano.

En este sentido, el juego sería entonces una suerte de intento de regreso al paraíso: salir de la esclavizante seriedad de la vida cotidiana y de sus cuidados por la vida a la seriedad libre de lo que no necesariamente tiene que ser y que, justamente por eso, es bello. Frente a ello, el juego trasciende en cierto sentido la vida cotidiana; pero, sobre todo en el niño, tiene aun antes otro carácter: es una ejercitación para la vida, simboliza la vida misma y, por decirlo así, la adelanta en una forma plasmada con libertad.

Según mi parecer, la fascinación del fútbol estriba esencialmente en que reúne esos dos aspectos de forma muy convincente. Obliga al hombre ante todo a disciplinarse, de modo que, por el entrenamiento, adquiera la disposición sobre sí mismo, por tal disposición superioridad, y por la superioridad libertad. Pero después le enseña también la cooperación disciplinada: como juego de equipo, el fútbol lo obliga a un ordenamiento de lo propio dentro del conjunto. Une a través del objetivo común; el éxito y el fracaso de cada uno están cifrados en el éxito y el fracaso del conjunto. Finalmente, el fútbol enseña un enfrentamiento limpio en que la regla común a la que el juego se somete sigue siendo lo que une y vincula aun en la posición de adversarios y, además, la libertad de lo lúdico, cuando se desarrolla correctamente, hace que la seriedad del enfrentamiento vuelva a resolverse y desemboque en la libertad del partido finalizado. En calidad de espectadores, los hombres se identifican con el juego y con los jugadores y, de ese modo, participan de la comunidad del propio equipo, del enfrentamiento con el otro, así como de la seriedad y de la libertad del juego: los jugadores pasan a ser símbolos de la propia vida. Eso mismo actúa retroactivamente sobre ellos: saben, en efecto, que las personas se ven representadas y confirmadas a sí mismas en ellos.

Naturalmente, todo esto puede pervertirse por un espíritu comercial que somete todo eso a la sombría seriedad del dinero, y el juego deja de ser tal para transformarse en una industria que suscita un mundo de apariencia de dimensiones horrorosas. Pero hasta ese mismo mundo de apariencia no podría subsistir si no existiese la base positiva que subyace al juego: el ejercicio preparatorio para la vida y la trascendencia de la vida hacia el paraíso perdido. No obstante, en ambas cosas hay que buscar una disciplina de la libertad; en la vinculación a la regla, ejercitar la acción conjunta, el enfrentamiento y el valerse por sí mismo. Si consideramos todo esto, tal vez podríamos aprender de nuevo la vida a partir del juego. En efecto: en él se hace visible algo fundamental: no sólo de pan vive el hombre; más aún: el mundo del pan es en definitiva sólo el estadio preliminar de lo propiamente humano, del mundo de la libertad. Pero la libertad vive de la regla, de la disciplina que aprende el actuar conjunto y el correcto enfrentamiento, el ser independiente del éxito exterior y de la arbitrariedad, y de ese modo llega a ser verdaderamente libre. El juego, una vida: si profundizamos, el fenómeno de un mundo entusiasmado por el fútbol podrá ofrecernos más que un mero entretenimiento».