Hay que leer siempre en presente

LA CRIBA
Carmen Pérez

A raíz de su experiencia en el hospital de parapléjicos de Toledo...
Necesitamos fidelidad, seguridad, certeza. Alguien rico interiormente y que nos sirva de apoyo. El mayor don es haberse encontrado con personas que, por su sentido de la vida, por su fe que asume toda la realidad, nos ayudan a superar los daños, los temores y las debilidades. Se siente que en esas personas hay un punto que está más allá de todo, desde el cual ser renueva constantemente su posición.
Una chica, femenina ella, con toda la riqueza de la condición femenina, le pregunta de pronto al chico de quien se sentía enamorada: «Pero ¿me querrás siempre?». A lo que el chico, con toda la riqueza de la condición masculina, le contesta: «esta pregunta te la contestaré con el tiempo. Tú verás cómo te la contesto». Deliciosamente femenina ella en su pregunta, y radicalmente masculino él en la contestación.
Puede sonar demasiado grandioso, contracorriente, pero sigue siendo cierta la necesidad que tenemos de fidelidad, y de que nuestra vida descansa en estas degradadas palabras: amor, fidelidad, amistad, gratuidad. Tienen en sí algo de eternidad, que supera transformaciones, daños, peligros, el tiempo fugitivo. Y sólo son posibles desde su raíz: un Dios personal que es amor gratuito. La creación, y en concreto cada uno de nosotros, sólo tiene sentido en un amor eterno y desde un amor eterno. Anhelamos ese amor eterno, queremos en nuestra vida diaria lo que esos dos chicos se preguntaban y se decían desde lo más profundo del corazón: su necesidad de un amor para siempre, de fe y confianza. Y el realismo masculino: ahora es facilísimo decirte que sí, pero como te quiero de verdad, te contesto con toda la verdad de mi vida; te lo contestaré con el tiempo. Amor eterno que se manifiesta en la fidelidad día a día. Es lo que anhelamos.
Recuerdo algunas confesiones en mi vida –me refiero al sacramento– que han sido un auténtico reconocimiento de mi relación con Dios, y un renacimiento. Dos palabras que digo de manera consciente y sopesada. Reconocimiento de mi manera de estar en la vida, y de cómo volver a nacer. No sólo volver a empezar, sino a “nacer de nuevo”. Y siempre por cosas sencillas, al alcance de todos, que ésos son los sacramentos dados por Jesucristo, en los que se siente el amor eterno de Dios. Eso es realmente la confesión: el sentirse ante Él como un hijo. El encuentro del hijo pródigo con el Padre que siempre le espera.
No hace mucho, al acabar la confesión el sacerdote me puso de “penitencia” lo siguiente: «Busque durante el tiempo que le pida su corazón, su necesidad interna, los pasajes de la Biblia que le hablen de cómo Dios la ama con amor eterno. Hay que leerlo siempre en presente. Sienta personalmente esa expresión de la Biblia: te amo con amor eterno».
O esto es real, o la vida no tiene sentido. ¡Cómo se reconocen los rasgos inconfundibles de Dios que conocemos por Jesucristo y su Iglesia! «¡No temas! Yo te conozco desde el seno materno, sé cuándo te sientas y cuándo te levantas. Todos tus caminos me son conocidos. Antes de que te formase en el vientre materno, te conocí, porque eres linaje mío. No fuiste un error. En mi libro están escritos tus días. Te saqué de las entrañas de tu madre. En mí vives, te mueves y eres. Deseo derramar mi amor sobre ti. El amor no consiste en que tú me ames, sino en que yo te amo primero. Estoy contigo mucho más que el padre más entrañable del mundo. No se te cae ni un cabello de tu cabeza sin mi consentimiento. Toda cosa buena que recibes viene de mí. Mis pensamientos sobre ti se multiplican más que la arena de mar. Nunca me volveré atrás de hacerte bien. Como el pastor lleva en sus brazos a un cordero, yo te llevo cerca de mi corazón. Un día enjugaré toda lágrima de tus ojos. Y quitaré todo el dolor que has sufrido en esta tierra. Y nada te podrá volver a separar de mi amor. Eres mi gala y mi orgullo…».