La realidad domesticada, como un videojuego

Inés Maggiolini

“Una madre pide ayuda policial para su hijo, obsesionado con los videojuegos”. Leo esta noticia, una de tantas, que habla de una madre que no sabe qué hacer con su hijo de 13 años, que se pasa las horas muertas delante de la consola. Pienso en esa madre y me conmuevo por simpatía y dolor por lo que está sufriendo, en el fondo no es muy diferente a mí. Seguro que ella también habrá dicho: “¡Basta ya!”, seguro que ha puesto horarios y plazos, límites de tiempo para estar delante de la pantalla e indicaciones para evitar ciertos juegos. Pero no es suficiente. Ese hijo que empiezas a ver crecer, para el que esperabas una vida hermosa y plena, ni siquiera te ve, sólo tiene ojos para las imágenes que salen en la pantallita, se pierde en ese falso mundo que le ocupa toda su jornada.
Y entonces, desesperada, pide ayuda: ni ella ni su marido saben qué hacer. Así que llama a la “autoridad”, la policía, como en las películas, y te suscita una sonrisa de ternura y compasión. Es paradójico: tú, que eres el padre, llamas a la policía porque no eres capaz de señalar una meta, de decir qué está bien y qué está mal. ¿Cómo se habrá sentido esa mujer? Tan impotente frente al drama de su propio hijo. Tan sola.
Esa madre no me causa risa, ni tampoco pena, la siento como una compañera de viaje, tal vez indefensa, pero decidida a no perder al hijo de trece años que le ha sido confiado. Un chaval que, poco a poco, deja de ir a clase, se salta las comidas, deja de salir con sus amigos... Le gusta más la realidad que ve en la pantalla, no le molesta, no grita (si nosotros no se lo permitimos), sólo responde si se le pregunta. No me extraña que estos chicos deseen una realidad domesticada porque en el fondo también nosotros –padres, madres, profesores, incluso sacerdotes a veces...- nos esforzamos demasiado para que ningún imprevisto altere nuestra jornada, nos creemos los dueños de nuestra vida, capaces de conseguir y conquistar la felicidad, de la que sólo parecen ocuparse los anuncios publicitarios.
Vivir ya no es responder a lo que sucede, dejando espacio al corazón y a la libertad, sino moldear la realidad para nuestro uso y consumo. En el fondo, no es muy diferente de un videojuego.
Llegados a este punto, pienso en mi hijo. Tiene trece años, como el chico de la noticia. Pienso en cómo, a lo largo de estos años, lo hemos educado en la libertad, para que acoja y mire lo que sucede a su alrededor, para que se pregunte por el sentido de las cosas que pasan, que no tenga miedo de lo que sucede, porque la realidad no es un obstáculo a nuestra felicidad sino, misteriosamente, el camino que la hace posible.
No es otro el camino que su padre y yo hemos recorrido con los amigos del movimiento. Por lo tanto, aquí se constata otra evidencia: en la vida real no estás solo. Puedes afrontar los desafíos, las dificultades, los pasos que cada día te impone la jornada, acompañado por quien te quiere bien. En el fondo, también yo tengo mis “policías” a los que pido ayuda: mi hijo va a los campamentos de verano, queda con sus amigos de clase y del fútbol, dentro de poco se irá de vacaciones con sus amigos...
Seguro que encontrará amigos con los que compartir todas las preguntas que lleva en el corazón, y otras que se despertarán. Como el otro día, después de la fiesta de fin de curso de su hermano: “Yo quiero venir aquí cuando sea mayor porque esto es precioso”. No sabe explicar por qué “es precioso”, está fascinado (y esto ya me alegra). A nosotros nos toca mantener este desafío, que no se conforme con las apariencias, debemos acompañarle para que este “precioso” pueda ser también suyo.
“Hace falta un amigo...”, digo mientras pienso en la madre de las noticias.