Los cristianos escuchan al Papa, y los musulmanes los necesitamos

Il sussidiario
Wael Farouq

Nadie puede negar el sufrimiento que padecen los cristianos de Oriente Medio, independientemente de cuál sea su confesión religiosa. Son una minoría que vive en países azotados por la pobreza, la ignorancia, la corrupción y los regímenes dictatoriales, y tal vez por eso pagan más caro que nadie el precio de todas estas injusticias que conducen al extremismo y a la aparición de grupos hostiles a la presencia cristiana en países de mayoría musulmana. Naciones de mayoría musulmana, repito, no naciones islámicas, porque algunos países como por ejemplo Egipto, mi país, son tan cristianos como islámicos. De hecho, el cristianismo egipcio es un elemento inseparable de la identidad nacional.
Nuestro Gobierno no permite el estudio de la historia del Egipto cristiano en las escuelas y el guía supremo de los Hermanos Musulmanes prefiere que el país esté gobernado por un musulmán malasio que por un cristiano egipcio. No pasa un año sin que tengan lugar actos de violencia con víctimas mortales y con heridos. Pero al mismo tiempo vemos cómo la clase media musulmana hace todo lo posible por que sus hijos consigan una plaza en las escuelas católicas. Lo mismo sucede con cientos de miles de egipcios musulmanes que se desplazan desde todos los puntos del país para asistir a las fiestas cristianas y recibir la bendición de la Virgen y de los santos.
Musulmanes y cristianos viven en una comunión profunda: hablan el mismo idioma, se ríen de los mismos chistes, comen lo mismo, escuchan las mismas canciones y animan a los mismos equipos de fútbol. Esta “vida”, ¿no es acaso una base sólida sobre la que construir? ¿No es acaso un “diálogo” profundo y continuado, a pesar de que ni siquiera tiene conciencia de ser diálogo? Por eso, lo que más me entristece de esta situación es ver que los cristianos se retiran de la sociedad para recluirse en la Iglesia. Ahora son los líderes religiosos los que deciden a quién deben votar los cristianos para el Parlamento o para la presidencia de la República, transformando así a la Iglesia en un partido político o en el sindicato de los cristianos.
Según mi modesta opinión, el anuncio de amor de la Iglesia debería extenderse más allá de los muros que rodean las iglesias para protegerlas –o aislarlas- y llegar a todos. El papel de la Iglesia debería ir más allá de amparar a los cristianos y defender en primer lugar los valores cristianos de amor y tolerancia. Pero este anuncio no será posible si seguimos presos de una concepción del otro determinada por el miedo. Miedo y amor no pueden estar juntos, como no pueden estar juntos el miedo y la fe, porque la fe es valentía, la valentía que nace de la confianza ilimitada en Dios y en el ser humano.
Según las enseñanzas del islam y del cristianismo, el mal se afronta haciendo el bien: “No es lo mismo una mala (acción) que una buena. Responde a la primera con una mejor: aquél que te dé enemistad se convertirá en un amigo querido” (Cor. 41:34); “yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por vuestros perseguidores” (Mt 5:44). La supervivencia de los cristianos –y de los musulmanes- en Oriente Medio en sus lugares de origen dependerá de su capacidad de mantener vivas en la sociedad estas enseñanzas, un desafío sin duda difícil, dadas las condiciones que atraviesan estos países, pero no imposible.
El discurso del Santo Padre en Chipre, ante todo, una invitación al Sínodo de los obispos de Oriente Medio, revela su perseverante voluntad de volver a poner los cimientos de un diálogo que hunda sus raíces en la realidad y que afronte también los sufrimientos, porque donde hay sufrimiento hay testimonio, personal y comunitario, y cuanto mayor es el sufrimiento, mayor es el amor.