La homilía del card. Angelo Scola  <br>(© Matteo Reni / Roberto Masi).

¿Acaso puede un hombre nacer de nuevo siendo viejo?

El 24 de abril el Patriarca de Venecia presidió la misa en Rimini, con ocasión de los Ejercicios espirituales de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Publicamos el texto de su homilía
Angelo Scola

1. “Dios, que con el agua del Bautismo has regenerado a aquéllos que creen en Ti”. Así hemos rezado en la oración colecta. En estos ejercicios espirituales en los que participan miembros de la Fraternidad de Comunión y Liberación de numerosos países del mundo, la acción eucarística que estamos celebrando hace presente el único e irrepetible acto de salvación de Jesucristo. Puesto que la regeneración salvadora sólo puede acontecer en el presente, entonces la amada persona de Cristo, presente aquí y ahora, me está regenerando, me está salvando a mí, aquí y ahora. Soy yo, eres tú el regenerado, “el hombre nuevo del que Cristo hablaba a Nicodemo, el hombre que nace de lo alto: de lo alto, es decir, ¡de Otro!”, dice don Giussani. Y continúa: “Se trata realmente de una concepción de sí, de una concepción generada por el reconocimiento y la aceptación de Otro como el atractivo que me constituye” (cfr. Certi di alcune grandi cose, p. 218).
Don Giussani subraya el doble significado de la palabra “concepción”: en el Bautismo cada hombre es concebido de nuevo como hijo en el Hijo y de ahí brota para él una nueva concepción de sí. Benedicto XVI la describe así, de forma lapidaria: “’Yo, pero ya no yo’: ésta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el Bautismo, la fórmula de la resurrección dentro del tiempo, la fórmula de la novedad cristiana llamada a transformar el mundo” (homilía al congreso eclesial de Verona, 19 de octubre de 2006).
Incluso después de tantos años de camino cristiano es imposible no sentir el impacto, podríamos decir el estremecimiento que estas afirmaciones de raíces paulinas provoca en nosotros, a no ser por el mar de distracción en que normalmente estamos inmersos, incluso aquí, en este momento. El hombre es concebido como cristiano en el Bautismo. Pero, sobre todo si lo ha recibido de niño, el Bautismo florece en una concepción nueva de la vida cuando tiene lugar su encuentro personal con Cristo en la Iglesia. Este encuentro sucede por la gracia del carisma, que hace atractiva la gracia del Bautismo y de la institución eclesial. Ya lo precisó el venerable Juan Pablo II: la gracia sacramental (institución) “encuentra su forma expresiva, su modalidad operativa, su incidencia histórica concreta a través de los diversos carismas que caracterizan un temperamento y una historia personal” (discurso a los sacerdotes participantes en ejercicios espirituales promovidos por Comunión y Liberación, 12 de septiembre de 1985).
Cada cristiano debería hacer el ejercicio de identificar con precisión en la propia vida el cuándo y el cómo de este encuentro personal, y volver continuamente sobre él para serle siempre fiel.
Todos sabemos que ninguna gracia –y esto vale para el sacramento y para el carisma- se puede poseer como se posee un objeto. Por tanto, cada uno de nosotros, si es sincero, puede reconocerse en Nicodemo, en lucha entre la lealtad y el escepticismo. Pensemos en cada vez que volvemos a reducir la razón a una medida nuestra –“¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? (Jn 3,4); o cuando la libertad se estrecha– obtusa y caprichosa –“¡Este modo de hablar es duro! ¿Quién puede hacerle caso? (Jn 6,60)-. Entonces la realidad se escapa como la luz si quisiéramos aferrarla entre nuestras manos impotentes.
2. ¿Quién nos liberará de esta tristeza última en la vida? Sólo el “testigo fiel” (Ap 3,14). Así define el Apocalipsis a Jesús. Él y aquéllos que lo siguen como se sigue a una presencia que se convierte en el centro afectivo de toda la existencia. El carisma vive en el encuentro histórico con el testigo en el que brilla la novedad del Resucitado. Se ofrece así al hombre la posibilidad de re-nacer, como sucede físicamente, gracias al testigo Pedro, para Tabita (Gacela) resucitada (cfr. Primera Lectura). El testimonio es el método de conocimiento más adecuado de la verdad, porque es el modo como la verdad se comunica. Una verdad sólo se conoce verdaderamente cuando se comunica.
El re-nacimiento bautismal permite el encuentro de cada yo con la realidad entera porque abre y acompaña a la libertad en esa relación buena por excelencia que es la comunión con Cristo y, en Él, con los hermanos. El cristianismo es realmente una parentela nueva, más fuerte que la de la carne y la de la sangre. Pero la comunión es “de lo alto” hasta tal punto que de mil formas le oponemos resistencia. Por tanto, la desafiante pregunta de Jesús en el Evangelio de hoy –“¿También vosotros queréis iros?”- se dirige a cada uno de nosotros aquí reunidos. La vitalidad del carisma, cinco años después de la muerte de don Giussani, necesita testigos de una humanidad nueva. El carisma pone en marcha la libertad de cada uno de los miembros de Comunión y Liberación para que lleguen, como Simón Pedro, a verificar la conveniencia de este seguimiento: “Señor, ¿a dónde iremos? Tú tienes palabras de vida enterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios” (Jn 6,69).
3. ¿Cómo puede creer y reconocer a Cristo como el Salvador, es decir, renacer de lo alto, de Otro, el hombre de hoy, el hombre post-moderno, tentado de buscar la salvación en los asombrosos descubrimientos de la tecnociencia en el ámbito educativo, biológico, neurocientífico, considerando a menudo la fe religiosa, como mucho, una consolación subjetiva? La única condición, también en la coyuntura histórica actual, es el encuentro con testigos de una humanidad redimida, cumplida e interesante en la post-modernidad.
Vivir como hombres redimidos no significa ser impecables, sino “amar la vida nueva” porque somos amados por Aquél que nos amó primero: «Deus prior dilexit nos». Dice Agustín: “No amamos si antes no hemos sido amados... Busca el motivo por que el hombre ama a Dios y no encontrarás otro más que éste: porque Dios lo amó primero” (Disc. 34, 1-3; 5-6).
Un testimonio similar lo podemos reconocer en la unidad de la persona. La unidad es el valor sobre el que se funda la experiencia elemental del yo. Pero la unidad del yo se muestra en las relaciones. Desde las primarias, con el padre y la madre, hasta todas las relaciones en que el hombre re-nace, descubriendo cada vez, también en las caídas y naufragios, que el designio bueno del Dios fiel no deja de responder a la promesa de cumplimiento realizada en el encuentro con Cristo. Es el fenómeno de la autoridad, el florecer de la santidad, que no puede permanecer sin la autoridad constituida. La autoridad constituida es la figura humana a través de la cual se sigue “el designio del Espíritu de Dios en la historia y en nuestra vida” (L. Giussani, De qué vida nace Comunión y Liberación). Unidad del yo, unidad de la Iglesia guiada por el Sucesor de Pedro y por los sucesores de los Apóstoles. Y unidad con quien, en la compañía vocacional nacida del carisma en el que se participa, ha recibido la responsabilidad objetiva de guía. La unidad vivida como actitud permanente y virtuosa dice, más que todo el resto, la novedad del hombre redimido, y asegura la permanencia de la Iglesia y de todos los carismas en la Iglesia. Es por esto que la unidad ya no tiene miedo de la corrección, porque nada puede socavar el hecho de que la unidad, como don de lo alto, siempre nos precede.
4. “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”, hemos repetido en el salmo responsorial. La preferencia, demostrada por el Señor con el don de la fe y con la participación en el carisma de don Giussani, hace más aguda la conciencia y la pasión que, como documenta el Libro de los Hechos, llevó a los primeros por todo el mundo. En este punto nos conviene no dejar pasar por alto algo que parece sólo un detalle de la Primera Lectura. Al describir la vida y la misión de Pedro, dice el Libro de los Hechos: “Y sucede que Pedro, mientras iba a visitar a todos...”.
En este “ir a visitar a todos” se expresan el horizonte y la naturaleza propias de la misión de la Iglesia y de cada uno de nosotros. No hay circunstancia ni situación de la existencia humana ajena al don del Resucitado. Por eso la misión pide una apertura a la realidad en todos los ámbitos y asigna a cada uno de nosotros una responsabilidad bien precisa.
Se nos pide asumir, como hombres concebidos de nuevo por el Espíritu, las circunstancias vocacionales personales y comunitarias, siempre concretas e históricamente contextualizadas, hechas de tiempo y de espacio, de estado de ánimo, de afectos, trabajo y reposo, de alegrías y dolores, de esperanza y de problemas... documentando la conveniencia suprema de gastar la propia existencia “en Cristo”. La misión se juega en todo lugar y en todo momento, y nunca debe concebirse como la repetición mecánica de propuestas o iniciativas. La vida te es dada para ser donada. Si no la entregas, el tiempo te la roba.
Unidad y misión son la expresión de la gratitud al Señor y a aquéllos que nos han precedido y acompañado en Su seguimiento. Especialmente nuestro queridísimo don Giussani.
5. Confiamos a la Virgen María, Mater Ecclesiae, nuestro camino. Ella es la madre de los redimidos. Su “sí” es fuente de un mundo transfigurado, ambiente de vida de los hombres libres, libres porque siempre vuelven a ser liberados de lo alto. Amén.