Una Italia anticristiana

Corriere della Sera
Ernesto Galli Della Loggia

El discurso público de las sociedades occidentales muestra, cada vez con más frecuencia, una actitud de desprecio, cuando no abiertamente hostil, hacia el Cristianismo. La indiferencia y la lejanía, que hasta hace unos años constituían la norma –una secularización silenciosa, por así decir–, van siendo sustituidas progresivamente por una irrisión impaciente y una manifiesta agresividad, las cuales ya no pertenecen únicamente a un restringido círculo de intelectuales, como sucedía en otro tiempo. El principal y verdadero objetivo de esta agresividad es sustancialmente la idea cristiana en su conjunto, pero, naturalmente, aunque sólo fuera por razones numéricas y de representatividad simbólica, siempre suelen ser el Catolicismo y su Iglesia los que acaban en el punto de mira. Esto sucede en todo el mundo, pero en Italia más que en cualquier otra parte, como es obvio.
El celibato, el machismo, la pedofilia, el autoritarismo jerárquico, la manipulación de la verdadera figura de Jesús, la adulteración de las fuentes, la complicidad en la persecución de los judíos, las especulaciones financieras, el desprecio hacia las mujeres y la consiguiente negación de sus «derechos», el juicio sobre la homosexualidad, el juicio sobre el deseo de paternidad y maternidad, el apoyo al fascismo, la oposición al uso de los preservativos y, por tanto, el apoyo indirecto a la difusión del SIDA, el recelo hacia la Ciencia, el dogmatismo y, por tanto, la intolerancia congénita: la lista de las acusaciones resulta interminable, y, a las viejas, se suman algunas nuevas y nuevísimas. Pero, desde hace un tiempo, a esto se suma algo que contribuye a dar a esas imputaciones un peso y un sentido distintos, un impacto más fuerte y destructivo, que acaba por englobarlas a todas en un único ataque total. Se trata de un radicalismo enfático que se alimenta de cierta acritud: a la vez que se contesta en el terreno de los principios, se le pide cuentas al Cristianismo con un tono ultrajado y perentorio, que tiene toda la pinta de ser el preludio de una histórica rendición de cuentas. En efecto, lo que más llama la atención en la situación actual —y no sólo imagino a quienes son creyentes, sino también, y quizás más, a quien como yo no lo es— es, sobre todo, la obviedad ideológico-cultural de la posición anticristiana, su fácil difusión, hoy también en ambientes y estrados sociales no particularmente cultos, sino más bien «intermedios», incluso «populares». A los curas, a la Iglesia, a la experiencia cristiana, ya no se le perdona nada. Se podría decir —exagero, sí, pero sólo un poco— que en nuestras sociedades, empezando por Italia, el mismo sentido común está llegando a ser, de hecho, de forma mayoritaria anticristiano. Aunque normalmente se esconda tras la polémica de las «culpas» o los «atrasos» de la Iglesia Católica.
Entre los múltiples y muy complejos motivos que subyacen en esta honda transformación del espíritu público de nuestro país, quiero citar tan sólo tres que me parecen particularmente significativos.
En primer lugar, la ingenuidad modernista, la ilustración convertida en chascarrillo de bar. Nos gusta pensar en nosotros mismos como plenamente modernos, y modernidad parece significar que los únicos límites legítimos son aquellos que nosotros mismos elegimos.
Todas las antiguas autoridades han muerto, y su lugar sólo tiene derecho a ocuparlo la Ciencia. Por fin somos capaces de administrarnos solos, no necesitamos ninguna trascendencia que nos enseñe dónde está el bien y dónde está el mal. ¿Qué tiene que ver con nosotros la religión con sus mandamientos, los curas con sus prohibiciones? Si esto es así, cualquier cosa que proyecte una sombra sobre el Cristianismo se nos presenta como la tranquilizadora confirmación de la nuestra superioridad: a fin de cuentas, somos mejores que aquellos que siempre han pretendido aleccionarnos.
Además —he aquí un segundo motivo—, la Iglesia, y todo lo que a ella se refiere (religión incluida), cae bajo la condena de la liquidación del pasado, de cualquier pasado, cosa que en Italia tiene un alcance incomparable. Esto significa que todo lo antiguo, que pertenece a una tradición, por el hecho de ser antiguo es percibido cada vez más como algo lejano y ajeno (la única excepción la constituye la eno-gastronomía: la ideología del slow food es la única tradición en la que verdaderamente se reconocen los italianos hoy); este abandono del pasado también implica que el pensar en términos históricos se está convirtiendo en una verdadera excepción. Por el contrario, se están extendiendo cada vez más el desconocimiento de la Historia, la ignorancia de los contenidos reales de las cuestiones, y el antihistoricismo, esto es, la aplicación de los criterios actuales a los hechos del ayer: de aquí la ridícula condena de todas las fechorías, los delitos y las incomprensiones que se pueden atribuir al Cristianismo, a mayor gloria de un “eticismo” presuntuoso que piensa tener la última palabra sobre cualquier cosa.
Por último, el cinismo secular de la antropología italiana. Es decir, el fondo cenagoso que se agita bajo de la recientemente superpuesta ingenuidad modernista. Ese cinismo que sabe cómo va el mundo y, por lo tanto, no se lo traga; que, en cuanto oye hablar del bien, sospecha enseguida el mal; que juega con lo sucio, para proclamar la ubicuidad y la fuerza. Ese feroz rasgo nacional que por principio no cree en cosa alguna que busque la luz, que mire más allá y dirija sus ojos hacia lo alto, porque necesita siempre rebajar todo a su bajeza.

Editorial 21/03/2010