Una dolorosa oportunidad para un país católico

Artículo publicado en el Irish Times
John Waters

Entre los bancos de la iglesia y la plaza pública, queda un espacio vacío del que aún no se ha hablado en la polémica suscitada por el informe sobre la diócesis de Dublín. No lo abarcan ni el moralismo y el legalismo del debate público, dirigido por los medios de comunicación, ni los mantra píos que la Iglesia Católica irlandesa dirige a sus fieles.
Además, como nuestro debate público sigue la pauta de un pensamiento agnóstico, su capacidad de investigar es limitada. Todos los cristianos son ciudadanos, pero no todos los ciudadanos son cristianos, así que la discusión evita interesarse por asuntos que se puedan resolver internamente. El informe Murphy, por supuesto, tiene muchas implicaciones de naturaleza civil, moral y socio-política, y hay un amplio debate al respecto. Pero hay cuestiones más profundas relativas al cristianismo que, por definición, no encuentran cabida en un debate público que ha separado la fe del conocimiento de la realidad.
Los católicos pueden acudir a la iglesia buscando respuestas, pero no encontrarán más que una réplica de las respuestas que se dan en el ámbito social. Ciertamente, algunos sacerdotes se dirigirán a sus fieles pero, dada la mentalidad común, sus aportaciones se adaptarán a necesidades ajenas, externas, adhiriéndose de alguna manera a una expresión cultural que puede considerarse parte del problema más amplio. Por su parte, los obispos parecen estar pendientes de la supervivencia institucional.
Esta crisis no ha empezado, ni se manifestado, con la publicación del informe Murphy, un informe que reseña los síntomas más que señalar los problemas de raíz. La crisis fundamental no es institucional, sino que hunde sus raíces en el corazón mismo del cristianismo irlandés. No se va a solucionar porque haya dimisiones o disculpas públicas. Ha provocado otras heridas a nivel social y civil, que podrían aliviarse con estas resoluciones, aunque esto seguiría siendo secundario.
Los análisis sociológicos son insuficientes. Para definir la crisis verdadera, tengo que plantear una pregunta que, implícitamente, se considera fuera del alcance del periodismo secular: ¿qué relación tiene el catolicismo irlandés con Jesucristo? Hay una forma superficial de preguntárselo que se limita a la piedad popular, provocando asentimientos o negaciones ante una evidente distancia entre el cristianismo y el comportamiento de algunos sacerdotes y prelados. Pero no me refiero a eso. Puede incluso que esta misma idea pía del cristianismo esté en la raíz de los males que se denuncian.
Para la sensibilidad cristiana, lo que el abuso de menores o su encubrimiento hiere no es tanto la confianza en la integridad de sus obispos, como ese sentido del mundo que Jesucristo ha revelado, y que aquí in Irlanda hemos recibido desde el mismo momento en el que abrimos los ojos y empezamos a sabernos amados más allá de lo imaginable. El sentido de traición, por lo tanto, va mucho más allá de cualquier sentido de violación de leyes, convenciones civiles o, incluso, principios morales. Es una suerte de ofensa metafísica.
Desde la rabia, la gente habla de alejarse de la Iglesia Católica, como si el problema fuera la afiliación a un club, o la adhesión a una ideología. Como un pueblo de marxistas que descubre los crímenes de sus dirigentes comunistas. Pero Cristo no es el fundador barbudo de un interesante movimiento filosófico, alguien que “recordamos” como uno que pasó entre nosotros para sentar los principios de una vida honrada. Para los cristianos Jesucristo es la encarnación del Misterio que define a lo humano.
De alguna forma, algo de este Cristo se nos ha comunicado, pero nuestra conciencia de Él se ha quedado apartada de nuestras relaciones con la Iglesia Católica. En la expresión pública de la fe hemos marchado bajo una determinada pancarta, nos hemos apuntado a un programa moral y hemos conservado la idea de un hombre valiente y carismático que convertía el agua en vino. Pero no parece que hayamos asimilado en nuestra cultura ninguna comprensión real de lo que Cristo vino a contarnos. ¿Cómo íbamos a entenderlo si muchos de los que nos hablaron de Él parecían desconocer ellos mismos que Él está presente en cada momento?
Lo que falta no es un cierto sentimiento de fe, sino la conciencia de la realidad humana. Cristo no es el icono de la piedad popular basada en un necesario moralismo o en una saludable tradición. Es un hombre vivo, que está aquí ahora, y cuya presencia lo define todo. O sabemos esto, o no lo sabemos. No es un problema de creencia, sino de conocimiento.
Nuestras relaciones fundamentales –por ejemplo, las religiosas– no son tanto con sacerdotes u obispos, sino con una persona que resulta ser Dios. O esto es verdad o no lo es. Si no lo es, entonces podemos disponernos a enterrar una cultura que hemos dado por supuesta. Si creemos que es verdad, tenemos que empezar a hablar en público de lo que tiene una importancia capital para la vida, de manera que podamos acceder a la totalidad de lo que creemos saber.
Surge la posibilidad de una interpretación escandalosa: Irlanda siempre ha sido un país católico pero, paradójicamente, no realmente cristiano. Si lo fuera, no debería sorprendernos que en una cultura así los hombres que se han preparado para ser sacerdotes no disfruten de una inmunidad especial contra el mal. Pero esto es el resultado de nuestro problema, no la causa.