Card. Angelo Scola (CNS photo/Todd Plitt)

Las religiones, recurso para Europa

Avvenire, 11/02/2010
Angelo Scola

Las religiones poseen la capacidad de proponer lo universal de forma concreta. Los valores nunca se dan en abstracto, sino únicamente encarnados en tradiciones vivientes. ¿Cuál es hoy la misión propia de los europeos, en el encuentro vivo y constante con las otras culturas?

La conclusión a la que cualquiera puede llegar a partir de la simple observación de las circunstancias actuales de nuestro continente, es que las religiones están llamadas a jugar un papel en el futuro de Europa. La presencia de distintas realidades religiosas, pienso en primer lugar en el islam, ha contribuido de manera sustancial a demostrar lo infundadas que eran las previsiones formuladas tan sólo hace algunas décadas sobre la instauración de «un mundo mundano». Ciertamente, la multiplicación de sujetos y visiones religiosas, a veces radicalmente distintas entre ellas, y la aparición en escena de nuevos actores, han suscitado la desconfianza de muchos.
Pero no podemos olvidar el hecho de que en la historia europea los acontecimientos religiosos, culturales y socios-políticos se han dado tan entrelazados, más allá de las necesarias distinciones, que son de hecho inseparables. En la Europa de hoy en día prevalece una actitud que tiende a afirmar que el debate público debe prescindir necesariamente de la raíz religiosa de las convicciones personales. Pero esto, al final, significa obligar a los creyentes a comportarse como si fuesen ateos y, en consecuencia, a privar a la sociedad de importantes recursos.
A pesar de todo, algunos pensadores de renombre como Habermas, Böckenförde, Rawls o David Novak, han empezado a reconocer en las tradiciones religiosas, empezando por el cristianismo, la expresión de un potencial cognitivo y una referencia para un compromiso civil que es imposible no tener en cuenta.
Porque es difícil negar que las religiones poseen la capacidad de proponer lo universal de forma concreta: al contrario de lo que ha terminado postulando la cultura europea en el transcurso de la modernidad, los valores nunca se dan en abstracto (incluso la Declaración de los Derechos Fundamentales corre el riesgo de ser un simple elenco de proposiciones formales), sino únicamente encarnados en tradiciones vivientes. Por este motivo, algunos axiomas que están en la base de nuestra sociedad, pienso por ejemplo en la idea de libertad o de igualdad, pueden recibir un nuevo impulso gracias al testimonio de fieles que los viven en su propia experiencia comunitaria.
Si nos diésemos cuenta de esto, el poder político no sólo llegaría al reconocimiento de la subjetividad pública de las religiones, sino que las mismas instituciones públicas promoverían activamente una libertad religiosa efectiva.
Durante algunas visitas realizadas a países de Oriente Medio, he podido conocer realidades en las que cristianos y musulmanes, a partir de una base común compartida por todos, como por ejemplo la dignidad constitutiva de todo hombre, aúnan sus fuerzas en obras culturales y sociales de resultados sorprendentes. Pienso en la acción capilar que lleva a cabo la Asociación jordana Our Lady of Peace, que atiende a personas discapacitadas, y que está compuesta por musulmanes y cristianos. Si todo esto sucede en contextos en los que la libertad religiosa no es ciertamente promovida, imagino el potencial que podría expresarse en Europa si creciese un clima sinceramente favorable a la confrontación recíproca. Obviamente, esto es posible con la condición de que las religiones abandonen auto-interpretaciones que las reducen al ámbito de lo privado, por una parte, o interpretaciones fundamentalistas por otra, para crear un espacio de encuentro recíproco entre ellas y con el resto de las culturas.
En este sentido, resulta comprensible que el cardenal Lustiger haya apoyado siempre la idea de una misión universal de Europa, al igual que el cardenal Ratzinger, ahora papa Benedicto XVI. Pero, como han observado ambos, semejante tarea se ha visto complicada y en parte oscurecida por la experiencia colonial de Europa, que, a menudo, ha llevado consigo conquista y atropellos. ¿Cómo volver a proponer entonces una visión universal capaz de hacer de Europa un actor significativo de la globalización y al mismo tiempo preservarla de la tentación de fagocitar con su cultura otras realidades? Para responder a esta pregunta debemos hacer referencia a la relación singular con los bienes antropológicos, sociales y psicológicos implicados en la revelación cristiana, bienes que poseen un valor universal.
En su breve ensayo El significado del dogma del Dios trinitario para la vida ética de la comunidad, Romano Guardini muestra, por ejemplo, la implicación social decisiva del misterio trinitario. Justamente porque Europa ha recibido estos bienes gratuitamente, no puede considerarse dueña de ellos. Ellos son ofrecidos por el designio de un Padre que guía la historia de toda la familia humana. Ninguna realidad, por muy refinada y desarrollada que sea, podrá pretender nunca agotar la totalidad de lo que existe.
Al respecto resulta decisivo lo que escribía Etienne Gilson en 1952 acerca de Europa: «Será docta, pero no será la Ciencia. Sabrá generar belleza, pero no será el Arte. Será justa, pero no será el Derecho. Y esperemos que sea cristiana, pero no será la Cristiandad». Su tarea sigue siendo ofrecer al mundo lo que ella ha recibido, mostrarle, por usar una expresión del cardenal Lustiger, «un nuevo arte de vivir».
Recurriendo a una categoría cristiana, podríamos decir que la misión propia de los europeos es, en el encuentro vivo y constante con las otras culturas, testimoniar la prosecución personal y comunitaria de esa vida buena, fruto, como decía Aristóteles, de la filía (amistad), que no puede dejar de estar en el fundamento de la edificación de la polis.
Si se propone con estas características, la aportación europea a la constitución de un nuevo orden mundial, auspiciado desde hace tiempo por el magisterio social de la Iglesia, podrá ser relevante: Europa podrá implicar a todos los continentes en la práctica de una convivencia libre de ciudadanos, de cuerpos intermedios y de naciones que den vida a una sociedad civil capaz de no sacrificar las diferencias, sino de exaltarlas sin que ellas dañen la cada vez más urgente unidad entre los pueblos del planeta.
(Traducción de Belén De La vega y Gabriel Richi Alberti)