Esperando turno en un puesto de distribuición

La vida que no se rinde

HAITÍ
Alver Metalli

El relato de un periodista que, de la boca de un sacerdote haitiano, escucha la palabra “oportunité”. No logrando creer que la hubiese pronunciado, se la hace repetir…

No hay agua, la corriente eléctrica va y viene, los traslados de un punto a otro de Port au Prince son difíciles, pero éstas son las condiciones de todos los haitianos después del doce de enero y no hay razones para quejarse. Intento hacer las cuentas con las dificultades, aquellas previsibles y tantas que no lo son, y realizar el trabajo que me ha traído aquí de la mejor manera, reaccionando, también, a la angustia que provoca tener delante de los ojos un desmoronamiento -de las cosas y de las vidas- de tamaña dimensión. En tantos años de trabajo, incluso en situaciones de gran violencia, jamás había visto algo similar. Pensaba estar preparado, que lo “ya visto” y las informaciones asimiladas en la fase de preparación, antes y durante el viaje hacia Port au Prince, me habrían dado una idea aproximada de la situación con la que me encontraría. Tantos años de profesión fomentan la habilidad de prever, ponderar, medir, para luego intervenir sobre el área previamente delimitada con los instrumentos del oficio, pero debo decir que la devastación en la que se introduce uno al llegar a Port au Prince está más allá de lo imaginable.
Edificios enormes derrumbados sobre sí mismos, otros eviscerados, otros aplastados sobre los propios cimientos con una furia bestial, como si una mano gigantesca los hubiese comprimido; otros que detenidos en una pendiente innatural, permanecen allí, desequilibrados, en una postura grotesca para un cuerpo sólido. Luego, gente que acampa en las plazas, en terrenos públicos o donde haya un espacio abierto, un área no edificada; hombres, mujeres, niños y ancianos hacinados en campamentos precarios donde en algunos casos levantaron carpas, pero sobre todo bajo lonas o sábanas, reparos que el ingenio ha construido utilizando las mismas bolsas en que se reciben los víveres: toda tela es buena siempre que se pueda tener algo en la cabeza cuando lo que supo estar ha caído. Y el hedor de muerte que impregna los escombros, que aprieta la garganta apenas uno se acerca a los grandes edificios del centro, que se han derrumbado sepultando bajo toneladas de escombros la humanidad que estaba allí en aquel momento, sean empleados, funcionarios, obreros, clientes o transeúntes ocasionales.
¡Cuántos destinos interrumpidos! Cuántas coincidencias bizarras, como las seis vidas conducidas al Puente de San Luis Rey en la fantasía de Thorton Wilder, precipitadas al vacío ese día, en aquella precisa hora, en aquel instante convertido en algo eterno. Habrían podido estar en otro lado. Pero estaban allí. Al igual que estaban allí, en la casa del Arzobispado, Mons. Joseph Serge Miot y, un poco más allá, el vicario general Charles Benoit. El primero cayó junto con el balcón y murió al instante, el segundo quedó bajo los escombros, agachado en un rincón. Un sacerdote amigo suyo me ha dicho que fue encontrado por los socorristas el tercer día, y que pudo dialogar con ellos largo rato. Pero no pudo salir. Cuando lo sacaron, luego de siete días, tenía una hostia entre las manos. Y los demás, doscientos o doscientos cincuenta mil, quizás aún más, en un torbellino de cifras que ya no tienen tanta importancia, pues el número de las víctimas es incalculable. Aún están debajo de las ruinas decenas de miles de cuerpos, dicen. Tampoco se sabrá jamás con precisión la cantidad de muertos, en un país donde el registro de las personas no es lo que se dice “preciso”. ¡Quién escribirá sus biografías, sus historias! ¡Quién les dará un nombre!
Una energía de una potencia incomparable que de repente se abate sobre una ciudad densamente poblada y siembra destrucción y luto. Una fuerza hostil, de comportamiento caprichoso, de la que las explicaciones técnicas -sobre el estado de los edificios, los materiales, el particular movimiento de la onda sísmica- no logran dar cuenta hasta el fondo. Al lado de un edificio completamente destruido, hay otro completamente intacto. ¡Cuánta impotencia frente al desencadenarse de fuerzas tan abrumadoras para la resistencia humana! Y no es cosa de hoy. Haití tiene muchos antecedentes. Ha sido el primer país del hemisferio en abolir la esclavitud, en 1791, ha sido el primer territorio de América Latina en independizarse, ha sido la primera nación negra del mundo, ha sido el país donde se realizó la primera gran reforma agraria del continente latinoamericano. Haití tiene también el primado de las desgracias. Huracanes en el 2008, 2004, 1998, 1994, 1963, por no ir más allá en el tiempo; inundaciones en 2007 y 2004; un tsunami en 1946, terremotos de grandes proporciones en 1946 y 1842, hasta llegar al de 1770, cuando aún era la colonia francesa Haití-Saint Domingue. Las crónicas de entonces hablan de una isla casi reducida a escombros, refieren el derrumbe de una escuela de medicina adyacente a un hospital y un liceo en Port au Prince. Pero Haití y la población de la capital no superaban las 60 mil personas, con medio millón de esclavos en toda la isla, que ciertamente no vivían bajo techos de material. Esta vez la destrucción es tan grande que se estima que la reconstrucción de Port au Prince requerirá diez años.
Al mismo tiempo en los pliegues y en las heridas de una ciudad que ya no es tal, se abre camino otra evidencia: que la tragedia no es la última palabra sobre el horizonte de la historia de Haití, que existe otra fuerza, misteriosa, también obstinada, más fuerte que la que rompe y destruye. Ver la solidaridad que se ha generado, al lado de la magnitud del luto y la destrucción, es lo que más impresiona durante estas semanas en Haití. Incluso allí donde se da una solidaridad parcial, viciada, un profesionalismo de la emergencia que se nutre de desgracias. Pero no es esto lo que llama la atención. Es otra cosa. Es necesario hablar, por ejemplo -quizás alguien lo haya hecho- de aquellas mujeres que amamantan hijos que no son suyos. En una de las carpas de un hospital de campaña, donde se nuclea a los bebés, había mujeres dando de mamar; me han explicado que han elegido alimentar a sus hijos con leche ordeñada y dar la suya a pequeños que han perdido a su madre, porque la leche natural y la lactancia materna ayudan a recuperarlos del shock. O cómo no quedar admirados por la obstinación del grupo de haitianos que, a quince días del terremoto, cuando las escuadras socorristas habían abandonado toda búsqueda, han sacado de entre una montaña de escombros a una joven con vida. Se llama Darlene Etienne, tiene dieciséis años. Vivirá, han dicho los médicos.
Se sabe de los voluntarios, pero no lo suficiente. Hay de todo un poco, con sus asociaciones, ONGs, agencias; italianos, franceses, norteamericanos, muchos españoles, holandeses entre otras nacionalidades. He visto muchos aquí y allá, con sus furgonetas y camiones llevando cosas de un punto a otro de la ciudad, en un difícil slalom entre cúmulos de escombros y grupos de personas. Observándolos en acción uno se pregunta de dónde sacan la energía necesaria para moverse así, noche y día. Evidentemente el darse es el nivel donde lo humano alcanza su mayor realización.
Existe, en la vida, una energía aún mayor que aquella que destruye, una necesidad inexorable de afirmar el ser. De la boca de un sacerdote haitiano, interrogándolo sobre el futuro, escuché la palabra oportunité. No lograba creer que la hubiese pronunciado y se la hice repetir. Tenía un sonido extraño, casi blasfemo, cuando aún se lloran los muertos y se remueven los escombros. Pero luego, escuchándola nuevamente, he sentido el tono de la sabiduría, de la confianza razonable que se revelaba entre una sílaba y otra. Una esperanza fundada sobre aquello que veía, que el mismo sacerdote ha llamado solidarité, una de las grandes palabras de la revolución francesa de la que Haití ha nacido. Haciendo referencia a las páginas de la historia haitiana me explicaba que Haití había sido construida en el odio y que la solidaridad de estos días rescataba ese pasado y abría la posibilidad de un futuro diferente. Quizás se refería a los levantamientos de los esclavos, en la base de la independencia del país, aquella esclavitud de la que hablaba en una de sus últimas homilías el difunto arzobispo de Port au Prince, diciendo que “jamás ha terminado verdaderamente”. Quizás el padre se refería a las más recientes circunstancias políticas que llevan el nombre de Duvalier, de Arístide...
La solidaridad de estas semanas ha establecido primero, a lo largo y a lo ancho, el mayor número posible de lugares donde acoger a los sobrevivientes que deambulaban aturdidos entre las ruinas; luego la solidaridad se ha movido hacia la gente, allí donde estuvieran y donde comenzaban a regresar. Campamentos, servicios sanitarios, instalaciones médicas cada día menos precarias, mientras se hacía el recuento de necesidades menos contingentes y se pensaba sobre proyectos futuros. Muchos los actores. La estructura de la iglesia haitiana, con sus sesenta y dos parroquias, trescientos sacerdotes, los mil quinientos religiosos y religiosas, y la cooperación internacional en sus múltiples siglas. Una y otras han activado puntos de referencia estables, reuniendo a las autoridades naturales de las comunidades en las distintas zonas, asignando y dando forma a nuevas responsabilidades.
Esta solidaridad se desplegó sobre líneas conocidas, tradicionalmente predispuestas, pero luego ha conquistado nuevas vanguardias, jamás alcanzadas hasta ahora. La reconstrucción de Port au Prince, l’oportunité, tiene en la solidaridad un punto de apoyo y de posibilidad de hacerse real. Un periódico de Haití ha recordado el Plan Marshall de los países aliados, que puso las bases de la reconstrucción de Europa luego de la segunda guerra mundial. Los países que participaron en la creación del fondo para la reconstrucción de Haití se han comprometido con cifras nunca antes asignadas. Por donde han pasado comida y medicamentos, por esta misma nervadura representada por la solidaridad, pueden pasar educación y crédito para proyectos productivos.