En diálogo con la modernidad

In Memoriam Alberto Methol ferré
Alver Metalli

Identificó la mentalidad contemporánea como “ateísmo libertino” convencido de que a un adversario sólo se le puede vencer superándolo. Consciente de la necesidad de un cristianismo que mostrara su fuerza redentora de lo humano, recibió a don Giussani en Montevideo en 1984

Hay una expresión que Methol Ferré acuñó para describir la mentalidad contemporánea en sus aspectos más existenciales: ateísmo libertino. El ateísmo mesiánico, en su versión histórica marxista o guevarista, había protagonizado el siglo XX en América Latina; ahora lo reemplazaba un ateísmo libertino con estas connotaciones: «la exaltación de la corporeidad sin un “tú”, puesta al servicio ansioso del eros», la irresponsabilidad frente a la indigencia, la indiferencia hacia la justicia, el nihilismo. Estaba convencido de que a un adversario sólo se le puede vencer superándolo, es decir, mostrando los límites de su postura y yendo más allá de ellos. Porque el error –repetía con Chesterton, al que debía su conversión– tiene siempre un fondo de verdad, y también un reloj roto con las agujas fijas en el mismo horario indica dos veces al día la hora exacta.
Para él ese ateísmo libertino tenía su pizca de verdad en la percepción de que tenemos «un destino íntimo de gozo, que la vida misma está hecha para una satisfacción» y su núcleo es una necesidad recóndita de belleza. Por tanto, la Iglesia tenía la tarea de salvar esa necesidad de belleza y de gozo, y cumplirla, es decir, asumirla. Llegados aquí, suspendía su razonamiento porque reconocía con ironía que no sería un trabajo intelectual el que podría derrotar al ateísmo libertino. El rescate no se produciría con la dialéctica. Menos aún anteponiendo prohibiciones, lanzando alarmas o dictando nuevas reglas. Reconocía que «si el ateísmo libertino no es una ideología, no se puede rescatar su núcleo de verdad más que con una vida, porque a una práctica es necesario oponerle otra práctica». Para superar ese ateísmo haría falta una experiencia del cristianismo que mostrara su fuerza redentora de lo humano.

Superar para rescatar. Fue ésta una característica saliente del pensamiento de Methol Ferré y de su humanidad. Conocer la naturaleza del enemigo era una necesidad histórica incluso para la Iglesia: «Quien desconoce a su principal enemigo no puede actuar bien». Sin embargo, en ese enemigo veía al amigo que debe ser rescatado y salvado. Methol Ferré no era un reaccionario al uso como muchos de los intelectuales católicos tanto en Argentina como en Uruguay. No era anti. Durante los años ’80 criticó la teología de la liberación y el empuje que ésta dio a tantos católicos para enrolarse en las filas de la lucha armada. Años después se apenaba todavía pensando en tantos muchachos que había conocido –peruanos, mexicanos, chilenos, uruguayos, argentinos– que habían muerto o habían arruinado sus vidas. Con los exponentes sobresalientes de la teología de la liberación tenía, sin embargo, un diálogo abierto, franco, cordial. Salvaba la centralidad de la instancia de la liberación en el pensamiento de ellos como parte de la mejor tradición teológica latinoamericana. Consideraba la reflexión sobre la liberación el aporte específicamente latinoamericano al pensamiento europeo desde el gran debate sobre la evangelización de los indígenas que se había desarrollado durante el transcurso de la primera mitad del siglo XVI con Bartolomé de las Casas. «Un debate áspero, de gran intensidad, que involucró a las mejores mentes de la época y que en rigor de verdad puede ser computado entre las reflexiones fundantes de la Iglesia latinoamericana que han marcado el curso y establecido la dirección futura del catolicismo en estas tierras».
En Benedicto XVI veía justamente a un superador. Estaba convencido de que era «la pieza para retomar lo mejor de la tradición teológica latinoamericana.

Las semillas del futuro. Un día me hizo notar que los fundadores de los movimientos eclesiales difundidos a nivel internacional habían nacido, o eran muy jóvenes, entre los años ’20 y los años ’40. Fui a constatar. Efectivamente ese era el caso de los más notables: Escrivá de Balaguer, Chiara Lubich, Luigi Giussani, Pierre Gousat, Henri Caffarel, Marthe Robin y Georges Finet, el padre Kentenich, Franciszek Blachnicki; pero consultando el último “Registro” del organismo vaticano que censa la realidad eclesiástica, pude constatar que otros tantos fundadores de movimientos –al menos unos treinta– habían nacido durante las dos décadas indicadas por Methol Ferré. Le pregunté qué conclusión sacaba de esta aseveración temporal. Me respondió que entre la Primera Guerra Mundial y los años del Concilio Vaticano II se habían sembrado las semillas de un futuro distinto, aún en gran parte desconocido. «Una primavera intelectual en la Iglesia de una potencia sin precedentes, equivalente sólo a los fúlgidos momentos de la patrística greco-latina y de los siglos XII y XIII», me dijo. Como en todos los fenómenos profundos y verdaderamente innovadores, los desarrollos se verían en los tiempos venideros. El florecimiento eclesial del siglo XX coincidía para él con el fin de una época prevalentemente defensiva de la Iglesia. «El final del cristianismo europeo, como conjunto de costumbres eclesiásticas mayoritarias en la sociedad, acentúa el rol y la originalidad del modo de cimentarse de los movimientos nacidos en este lapso de tiempo».

Los movimientos eclesiales. Luego se lanzó a una relectura de los procesos de formación de las naciones latinoamericanas, su dependencia cultural de prototipos europeos, la influencia de la revolución francesa en el modelo de separación iglesia-estado de las democracias en América Latina, para volver finalmente a los movimientos y a los novedosos elementos que portaban, que él indicaba en dos aspectos salientes: «Tienden a abrazar lo real en su totalidad y parecen entender la esencia de la secularización, es decir, de la modernidad. Además tienen conciencia de tener que ver con un tipo humano que no es heredero de la cristiandad, por lo cual se dirigen al sujeto humano resultante del proceso de secularización, que es un hombre que no conoce el cristianismo y que tiene prejuicios frente al mismo».
Entre los movimientos tenía una particular atención hacia Comunión y Liberación, que conoció de cerca en el año 1982 al participar en el Meeting de Rimini y, durante 1983, como invitado a un coloquio internacional en Roma sobre pensamiento cristiano promovido por el Istituto di Studi sulla Transizione (ISTRA). En ambas ocasiones se encontró con don Giussani. En 1984 participó nuevamente en el Meeting en su edición dedicada a las Américas. Un amigo suyo, Elbio López, recuerda: «Nos decía que aquí en Uruguay faltaba un movimiento como Comunión y Liberación». El 4 de julio de 1984 don Giussani viaja a Montevideo acompañado por el sacerdote Francesco Ricci. Medio centenar de personas lo recibió, con Methol Ferré a la cabeza…