"En la postmodernidad, el cristianismo tiene
muchas posibilidades"

Entrevista a Angelo Scola, patriarca de Venecia
Alberto Savorana

En esta entrevista, el patriarca de Venecia, cardenal Angelo Scola, habla de la situación "precaria e inestable" en que se encuentra el hombre postmoderno y de las posibilidades del cristianismo. El desafío educativo, la experiencia elemental, la neurociencia, el crucifijo y el "reacontecer" del hecho cristiano dentro de todos los ambientes de la existencia humana.

En Brescia, Benedicto XVI ha hablado de "emergencia educativa... como en el 68". ¿De qué naturaleza es esta emergencia?
Esta emergencia se debe, sobre todo en Europa, al hecho de que en cierto sentido se ha interrumpido la cadena de cuidados entre generaciones. Es como cuando, en una cadena, se rompe un eslabón. Este dato nos obliga a replantearnos de forma global los estilos de vida propios del hombre europeo, porque el cuidado de las generaciones pasa a través de la "tradición" de un estilo de vida buena. Y la tradición favorece, como decía Juan Pablo II, el descubrimiento de que el nacimiento de cada uno de nosotros no se puede reducir a un puro inicio (biología), sino que implica siempre también un origen (genealogía). Pone en juego la cadena de generaciones que garantiza la experiencia completa de paternidad-filiación, sin la cual no acontece la persona con su capacidad de experiencia y de cultura. Esta dimensión integral del hecho de nacer es minusvalorada por el hombre contemporáneo, sobre todo en nuestra región europea y atlántica.

En el informe "El reto educativo", con el que el Comité del Proyecto cultural de los Obispos italianos ha sintetizado las preocupaciones de la Iglesia, podemos leer que "para la sociedad del pasado la educación era una tarea ampliamente compartida; para la nuestra se está convirtiendo sobre todo en un desafío". ¿En qué consiste este desafío?
Evidentemente, no es posible resumir en pocas líneas el conjunto de factores que ha conducido a esta amarga conclusión. Se pueden destacar ciertas limitaciones y preguntas abiertas por la modernidad a las que la "postmodernidad" todavía no es capaz de responder. Pero también hay que contar con las transformaciones del todo inéditas que, desde hace treinta años, se han producido en la esfera de la afectividad, del nacimiento, de la vida y de la muerte, producidas sobre todo por obra de la biotecnología y la neurociencia. A menudo comparo al hombre postmoderno con un boxeador casi noqueado que, al encajar un derechazo, sigue su combate en el ring, pero en una situación precaria, inestable. ¿De qué modo nos desafía esta situación? ¿Qué tipo de desafío supone? Se trata de reencontrar modos adecuados para educar, para descubrir, a través de unas costumbres buenas, un estilo de vida capaz de responder al deseo de felicidad y libertad que caracteriza al hombre de hoy. La primera modalidad es sencilla, aunque sin duda también ardua: consiste en la exposición del propio educador. Una vez más, la atención se centra en el adulto, como aquél que testimonia la verdad que propone.

¿El cristianismo tiene alguna posibilidad frente a una situación que parece dominada por la indiferencia en la que parece que nada es capaz de suscitar interés por la realidad o por el futuro, especialmente entre los jóvenes?
Yo creo que el cristianismo posee, hoy más que nunca, las mayores oportunidades. En el lenguaje actual, en el lenguaje más común, las dos palabras dominantes son felicidad y libertad. Del mismo modo que en la época de las ideologías eran verdad y justicia. Obviamente, no se trata de quitar valor a estas últimas, sino de partir de aquello que al hombre postmoderno le parece más interesante, o sea, la felicidad y la libertad.

Ahora bien, si leemos atentamente la experiencia de los amigos de Jesús, tal como la testimonia el Evangelio, nos encontramos con estas palabras del Señor: "Si queréis una vida cumplida -o sea, ser felices-, venid y seguidme". Y añade: "El que me siga, será realmente libre". Jesús se propone como el camino a la libertad y a la vida porque tiene el poder de donar la felicidad y es capaz de un amor apasionado e infinito por la libertad del hombre.

Asistimos hoy a una disolución de lo humano sin precedentes. No parece posible encontrar un principio unificador del yo. ¿Cómo responder a esta situación?
Construyendo -a través de comunidades educativas adecuadas, a partir de la familia, y los colegios, pasando por la iniciativas económicas hasta llegar a la comunidad cristiana- hombres y mujeres que vuelvan a proponer esta experiencia en términos personales y comunitarios. El gran recurso a este respecto es el encuentro con Cristo. Como decía Luigi Giussani, el encuentro con una hipótesis existencial explicativa de la realidad que permite que todo concurra para el bien. Un encuentro que genera en el yo una capacidad crítica extraordinaria: "Examinadlo todo y quedaos con lo bueno". En concreto, se trata de construir ámbitos en los que cada persona pueda hacer esta experiencia.

Gracias a las enormes posibilidades que ofrece la tecnociencia, se abre camino el proyecto de reconstruir al hombre como si sólo fuera un aglomerado de materia. ¿Esto basta para explicar la naturaleza del hombre y el nacimiento de la conciencia?
El inquietante proyecto citado es objeto del trabajo de no pocos estudiosos de la tecnociencia, y se refiere a los asombrosos descubrimientos que se están haciendo en el campo de la física, la biología, las neurociencias, pero vuelve a plantear una pregunta: ¿cómo es posible que partes de materia sin conciencia produzcan conciencia? Personalmente, creo que una práctica rigurosa de las ciencias experimentales no puede negar la experiencia elemental del hombre que, por mucho que pueda estar enraizada en lo biológico y en el cerebro, conduce inexorablemente a una dimensión que podemos llamar espiritual y que, aun estando en profunda unidad con lo anterior, lo supera. Es una prueba, a mi parecer, de que la unidad dual de cuerpo y alma, sostenida durante más de dos mil años de pensamiento, es insuperable.

En la conferencia inaugural del año académico del Instituto Juan Pablo II, usted lanzó la pregunta: "¿Existe un terreno común del que partir, con riguroso respeto hacia la fe y la teología, así como hacia aquello que es objeto del saber de la neurociencias para verificar hasta dónde podemos caminar juntos?". ¿Cuál es su respuesta?
Mi respuesta es afirmativa: es el terreno de la experiencia moral elemental. Los mismos estudiosos de neurociencia hablan de "moral antes de la moral", y dicen que -como sostiene uno de los más famosos, Gazzaniga- "nuestro cerebro quiere creer". No sé si mañana se podrá demostrar que la mente se reconduce al cerebro, pero sé que, en todo caso, la experiencia moral elemental, por mucho que pueda tener su origen en mecanismos neuronales del cerebro, en último término los trasciende. Los trasciende precisamente porque entra en juego el sentido religioso.

Muchos cristianos sufren un dualismo entre su fe y su vida, como si la fe no fuese capaz de mostrar toda su carga de verdad y de bien en la realidad cotidiana (estudio, trabajo, relaciones). ¿Qué puede vencer este dualismo?
¿De dónde partir para reconstruir un sujeto cristiano unido? Volvemos a lo que he señalado antes: dado que nadie se educa por sí solo -el discurso sobre la autoeducación es un discurso banal-, es necesario que otro que ya vive esta experiencia de unidad se haga cargo del educando que le ha sido confiado. Y esto generalmente sólo puede suceder dentro de una comunidad vital. Para nosotros cristianos, la unidad no es un objetivo que conquistar, sino el don de un Origen (volvemos a la primera respuesta) que reconocer.

¿Por qué, según usted, el camino de regreso a la "experiencia elemental", la de cualquier persona cuando afronta las preguntas fundamentales de la vida, debería ser un recurso para afrontar la situación del hombre de hoy?
Porque la experiencia elemental supera cualquier complejidad. Esto es muy importante. Como bien mostraron Giussani en Educar es un riesgo, o Wojtyla en Persona y acto, o Von Balthasar en Gloria, la experiencia elemental es absolutamente indestructible. Yo la comparo con lo que a veces se puede ver en primavera en la ciudad, al pasar cerca de una zona abandonada donde alguna construcción vieja haya sido demolida y no se haya reconstruido nada todavía, cuando despuntan aquí y allá, entre los escombros, hilos de hierba. La experiencia elemental es como esos hilos de hierba: aunque pueda ser sofocada, es irreductible, despunta siempre, no la puedes erradicar.

La reciente sentencia sobre los crucifijos en las escuelas ha suscitado la reacción escandalizada de la mayor parte del pueblo italiano, hasta del 84%, según un sondeo del Corriere della Sera. ¿Este dato significa algo para usted?
Significa mucho. No estoy de acuerdo con quienes lo subestiman, pues no reconocen con objetividad una clara voluntad del pueblo que debe ser respetada. Pero es demasiado obvio que este dato aislado está destinado a disminuir. No nos podemos limitar a este episodio, aun cuando constituye una gran ocasión para redescubrir el potente significado del Crucificado para la cultura mundial, sino que debemos preguntarnos sobre la necesidad de testigos vitales del Crucifijo resucitado y vivo como Salvador, como Redentor, como compañía guiada al destino del hombre. Es la necesidad del testimonio cristiano.

Muchos de los que se han pronunciado a favor del crucifijo han hablado de defensa de nuestra tradición cultural y social, de símbolo universal de fraternidad. Pocos han hablado de la cuestión a otro nivel. ¿Qué es hoy el cristianismo?
El de siempre: el acontecimiento inaudito de Dios que sale al encuentro del hombre, haciéndose uno como nosotros, con una humildad tan potente que permite a nuestra presuntuosa libertad finita crucificarlo. Alguien que nos acompaña en el camino porque nos ha dicho: "Donde dos o tres se reúnen en mi nombre, yo estoy en medio de ellos". Alguien que hace posible verificar, en la propia y frágil humanidad, la potente afirmación de San Pablo: "Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios". Es una cualidad de vida diferente en esta tierra, porque hunde sus raíces en la paternidad amante del Dios Uno y Trino que nos ha donado a Su Hijo y que, por la potencia del Espíritu Santo, genera la Iglesia y las comunidades cristianas, en las que se puede hacer experiencia concreta de todo esto, viviendo intensamente desde ahora los afectos, el trabajo y el descanso.

¿En qué condiciones se puede dar hoy el nacimiento de esa "criatura nueva" que es el cristiano -es decir, un protagonista nuevo en la escena del mundo-, del que habló Giussani en la larga entrevista que le concedió en 1987?
Me limito a añadir un aspecto a todo lo que ya he dicho: lo primero que hace falta es que se pueda revivir la experiencia de Andrés y Juan. Un día, mientras estaban con el Bautista, fueron invitados por él a conocer a Jesús, que pasaba por la otra orilla del Jordán. Los dos lo siguieron e hicieron el potente descubrimiento que describe el dinamismo de la experiencia cristiana: encontrar, seguir, ver, convivir, comunicar. Estos verbos pueden traducir prácticamente la fisonomía de la criatura nueva.

¿Qué posibilidades tiene el anuncio cristiano en un mundo que, como decía T. S. Eliot, después de dar la espalda a la Iglesia, "avanza hacia atrás, progresivamente"? Dicho en otras palabras: ¿cómo un cristiano de hoy puede comunicar a los demás su identidad?
Puede hacerlo si está en la realidad hasta el fondo y a 360 grados, dentro de todos los ambientes de la existencia humana, como uno que, habiendo recibido la gracia extraordinaria de encontrar lo que le permite decir tú a Cristo, lo comunica con toda sencillez. El resto son consecuencias. No sirven las estrategias ni los proyectos.

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