Un encuentro para entrar en la realidad

PÁGINA UNO
Giancarlo Cesana y Julián Carrón

Apuntes de la intervención de Giancarlo Cesana y Julián Carrón en la Jornada de apertura de curso de los adultos de CL de Lombardía. Fiera-RHO, 29 de septiembre del 2007

JULIÁN CARRÓN
El hombre que reconoce su propia necesidad, que se reconoce necesitado, no encuentra nada que corresponda más a su naturaleza que pedir. También nosotros, que hemos encontrado a Cristo, tenemos esta necesidad. Pero sabemos que la única posibilidad de no reducirlo a nuestra medida es pedir al Único que puede desvelar ante nuestros ojos y mostrar en nuestra experiencia quién es Cristo: el Espíritu Santo.
Por eso comenzamos nuestro gesto con toda la conciencia de hombres que piden el Espíritu Santo, porque sólo Él abre nuestra inteligencia y nuestro corazón a la medida de Cristo.

Desciende Santo Espíritu

GIANCARLO CESANA
Comienzo exponiendo una breve síntesis de trabajo realizado con la Diaconía Regional para preparar este encuentro.
En la Jornada de apertura del curso pasado, cuyo contenido fue la intervención del Papa en Ratisbona, vimos que la apertura total de la razón coincide con el reconocimiento del Misterio que está presente en la realidad. Recordad las palabras de Carrón: nos hemos conmovido escuchando al Papa, pero si nuestra adhesión a lo que nos ha dicho no culmina en el reconocimiento del Misterio que existe en la realidad, se queda en una adhesión formal, como a un partido. Lo cual, en el fondo, no le sirve a nadie para vivir.
Necesitamos abrir nuestra razón para reconocer el Misterio presente en la realidad. La razón es un recurso fundamental para vivir y necesitamos aprender a usarla en toda su amplitud, hasta llegar a reconocer al Misterio. ¿Por qué? Porque ante la realidad necesitamos una actitud positiva, una opción positiva; necesitamos reconocer que la realidad es buena, porque de lo contrario vencería la muerte, prevalecería la contradicción y la vida nos arrollaría. Porque la vida nos arrolla cuando falta el sentido, el significado; cuando falta la posibilidad de darse cuenta de Quién la hace, y percibir que la hace para nuestro bien. Así escribía Berdjaev: «La verdad debe encarnarse en la vida»1. Todos reconocemos en nuestra amistad la forma más potente con la que se hace presente el Misterio que lo crea todo, Cristo (Cristo es el nombre del Misterio, Él mismo es el Misterio). Es más, si nuestra amistad –como se dijo en la Diaconía Regional– no nos remite al Misterio, a aquello de lo que depende todo (el Misterio se reconoce ante la evidencia de una presencia que no se posee; pero es algo evidente, no escondido); si la amistad, nuestra compañía, no nos remite a ello, sus mismos gestos se convierten en una complicación. A veces, cuando se desvirtúa, llega a ser insoportable.
La tensión moral en la vida consiste en vivir lo diario de modo extraordinario, lo banal, de modo excepcional. Juan Pablo II en 1980, hablando de san Benito, dijo: «Era necesario que lo heroico se hiciera cotidiano y lo cotidiano heroico»2. Son las primeras palabras que están en el origen de la Fraternidad de Comunión y Liberación. Son palabras que se refieren al tiempo de san Benito, pero que valen también para nuestro tiempo igualmente oscuro.
El sábado pasado estuve en la ciudad de Bra visitando “Cheese”, una feria del queso (perdonad la simpleza del episodio), y conocí a Carlin Petrini, que es el creador de Slow Food. Mientras comíamos, discutíamos sobre los OGM (organismos genéticamente modificados) y para demostrarme su idea (él, que se dice agnóstico de izquierdas, está en contra de los OGM y yo a favor) empezó a hablar con entusiasmo del amor de los campesinos de América Latina y África por el cultivo natural de la tierra. Yo le hice notar: «Sí, pero tú hablas de una excepción, ¿cómo puede eso cambiar el mundo?». Él me interrumpió y dijo: «Pero tú y yo sabemos que todos vivimos de las excepciones».
Necesitamos una excepción. Necesitamos la heroicidad de la vida no porque va en contra de la banalidad, sino porque la ilumina. Es lo que le sucede a un chico que está enamorado y su chica le dice que sí: el mundo es igual, pero todo es distinto; es distinta la luz, los sabores, las relaciones, lo que hace, hasta el cansancio. La diferencia que hace posible vivir lo ordinario está en el afecto; que quiere decir, en sentido pasivo, dejarse alcanzar por la verdad y, en sentido activo, estar pegado a la verdad, viviendo intensamente la realidad. La presencia del Misterio es imponente: nuestra vida es un misterio; la realidad es un misterio; el mundo es un misterio. Es nuestra libertad la que va y viene; lo que a veces no está. A veces tenemos la impresión contraria, pero no es así. ¡Para ver la presencia del Misterio es necesario pedir, siempre! Como escribe don Giussani en Dall’utopia alla presenza:«La cuestión decisiva en la vida es el juicio de valor»3.
«La palabra “afecto” es la más grande y comprensiva de toda nuestra expresividad»4.
«Que un chico mire a su chica y piense: “ni un cabello de su cabeza se perderá”, es como un pozo de ternura, de dulzura y de seguridad. ¡Qué gratitud ilimitada experimentamos! Pero si uno es un patán incapaz de querer, o si es abstracto y habla de “Jesucristo significado de la vida” sin ponerlo en relación con su amor a la chica…»5
«Buscad las cosas de allá arriba, donde está Cristo»6, nos exhorta san Pablo. Porque esto colma la vida de una intensidad que la hace heroica. En lo extraordinario, en los acontecimientos excepcionales –buenos o malos– parece más fácil buscar y pedir a Cristo; en lo ordinario, sin embargo, parece más arduo, difícil, y, de todas formas, nunca se puede dar por supuesto. Más aún, diría que es más esencial, porque la vida transcurre en el cauce de las horas ordinarias. Preguntamos entonces: en esta búsqueda ¿cuál es nuestra responsabilidad personal?, y ¿en qué nos puede ayudar la amistad?

CARRÓN
Acaba de recordar Giancarlo que la Jornada de apertura de 2006 se centró en el discurso del Papa Benedicto XVI en Ratisbona, y trató de responder a su desafío sobre la necesidad de ensanchar la razón. En los Ejercicios de la Fraternidad, en mayo, avanzamos en esa dirección, reclamándonos mutuamente a la religiosidad, a la continua insistencia de Jesús sobre la religiosidad. Las dos cosas se iluminan recíprocamente.
¿Qué quiere decir ensanchar la razón? Lisa y llanamente vivir la religiosidad, es decir, reconocer al Misterio. Y ¿qué es la religiosidad? El culmen de la razón. La razón no cumple su verdadera naturaleza si no se abre a la dimensión religiosa; y la religiosidad queda reducida a sentimiento si no coincide con nuestra naturaleza racional. Juan Pablo II lo expresaba así en una nota de la Fides et ratio: «Cuando el porqué de las cosas se investiga dentro del movimiento de búsqueda de la respuesta última y más exhaustiva, la razón humana toca su vértice y se abre a la religiosidad. De hecho, la religiosidad representa la expresión más elevada de la persona humana, porque es el culmen de su naturaleza racional»7. Lo cual nos impide reducir la razón y la religiosidad a cualquier sucedáneo, como ocurre también entre nosotros, en una “cultura” que todos padecemos. Si la religiosidad es la expresión más elevada de la naturaleza racional del hombre, entonces la religiosidad coincide con el conocimiento pleno de la realidad; no es algo añadido a la realidad, sino el conocimiento verdadero, pleno, de la realidad (si fuese algo añadido no me interesaría). Esto es fundamental. No descubrimos la dimensión religiosa principalmente realizando actos piadosos, sino viviendo y mirando la realidad hasta reconocer el Misterio presente en ella. Esto nos hace comprender la insistencia de Jesucristo sobre la religiosidad.
A veces parece que el encuentro cristiano bloquea la tensión a conocer la realidad en su totalidad; es como si ya lo supiéramos: «Hemos encontrado el Misterio presente en un encuentro, ¿no basta con esto?». Por eso a menudo falta (como diré después) el deseo de entrar a fondo en la realidad y, en muchos, se advierte el deseo de una vida en cierto modo paralela.
Para comprender cómo el encuentro cristiano no bloquea, sino que abre porque hace posible la apertura última de la razón, basta mirar la vida misma de Jesús. Jesús tuvo que hacer todo el recorrido de la vida; no creáis que por el hecho de ser Dios se le haya ahorrado algo. Jesucristo vivió todas las dificultades hasta el sufrimiento y la muerte, como dice la Carta a los Hebreos: «En los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a aquel que podía librarlo de la muerte […]; [pero] siendo Hijo aprendió sufriendo a obedecer [aprendió; siendo Hijo aprendió] y, hecho perfecto [Él adquirió Su perfección a través de la vida, a través de las cosas que sufrió], se convirtió para todos los que le obedecen en causa de salvación eterna, pues fue proclamado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec»8. Esto se dice de Jesús –¿comprendéis?–, ¡que alguna religiosidad tendría, ¿no?! Sin embargo, siendo Hijo se sometió a la condición humana en todo, excepto en el pecado; y se convirtió en Señor de todo, precisamente por haber aceptado el sufrimiento e incluso la muerte. Asumió su poder sobre todas las cosas “pasando por” la obediencia y el sufrimiento, no “dejándolos de lado”. No llegó al dominio eludiendo la realidad, sino pasando por ella.
Por esto, la insistencia sobre la religiosidad tiene como objetivo introducirnos en la realidad en su totalidad, ayudarnos a alcanzar su significado, a poseerla de modo verdadero. Jesús –nos ha recordado siempre don Giussani– con su Ascensión se ha convertido en Señor de la realidad; a través de su vida –este es el valor de su vida– llegó hasta la raíz de las cosas, del tiempo, de la historia. Por eso, después del encuentro con Él, la vida no se detiene para nosotros –lo sabemos muy bien– y no podemos aplicar ciertos conceptos ahorrándonos el camino que exigen; al contrario, es precisamente el encuentro lo que nos permite recorrer el camino; no nos lo ahorra, pero nos permite caminar en Su compañía, con Su poder. Debemos comprender mejor cuál es el camino a recorrer.
Escribe don Giussani (en la Escuela de comunidad que estamos retomando en estos días): «Jesucristo fue el tipo físico concreto de esta humanidad nueva. Se preguntaban qué era lo que podía pretender alguien tan semejante a los demás, pues cuando hablaba usaba palabras e ideas de su pueblo. Y sin embargo era otro mundo lo que Él revelaba: un mundo que ciertamente no era extraño al hombre, pero que los ojos y el corazón de la gente, antes ignorantes, sentían como nacer delante de ellos y en su interior. “En verdad, en verdad os digo: si uno no nace de nuevo, no puede entrar en la Realidad verdadera” [no puede entrar en la realidad], le dijo Jesús a Nicodemo». Y continúa: «El cristianismo es una nueva forma de vivir este mundo. Es un tipo de vida nueva: esto no significa principalmente tener algunas experiencias particulares, algunos modos o gestos, algunas expresiones o palabras que añadir al vocabulario acostumbrado; el cristiano usa el vocabulario que usan los demás hombres pero el significado de las palabras es distinto; el cristiano mira toda la realidad como el que no es cristiano, pero lo que la realidad le dice es diferente y él reacciona ante ella de manera distinta»9.
La alternativa, por tanto, es ésta: o contentarnos con iniciativas, con ciertas actividades añadidas a otras, con gestos “nuestros”, o entrar en la realidad y afrontarla. Si os decidís por la primera opción, yo me voy; no me interesa. «Vivimos el movimiento –me escribe uno de vosotros– con todo su espesor sólo en los “momentos religiosos”, o sea, Escuela de comunidad, los Ejercicios, etc, pero no compartimos la vida (el tiempo, los juicios, las obras), como si, una vez hecha la tarea, la vida discurriese por otro sitio. Esta división afecta también a la Escuela de comunidad: tenemos el encuentro y después vamos a cenar juntos; el problema es que la cena no tiene nada que ver con lo anterior; se come y se habla de tonterías». Esto se hace patente en cómo se relaciona uno con la realidad, en cómo se pone ante las personas. Algunos encaran la realidad con un esquema: «“Cuidado con esos –dicen de los que están a su alrededor–; ¡cuidado!, son todos unos falsos”. Sin embargo, la relación con ellos nos resulta interesante y nos acompaña», continúa la carta.
Podemos ser de CL y estar en nuestro ambiente de trabajo o entre amigos tapándonos la nariz, cultivando una vida aparte y, lo que es peor, sin el mínimo interés por la realidad. Lo cual, en este caso, indica una falta de agradecimiento por los amigos que tenemos y de pasión por su destino (y no hablo de los demás, hablo de CL). Tratando así las cosas resulta imposible asumir ningún tipo de riesgo desde el punto de vista humano; uno ya se lo sabe todo, al igual que se sabe quién es Cristo, basta con aplicar un esquema. Pero esto, además de aburrido, ¡no tiene ningún interés para la vida!
El cristianismo que se nos ha propuesto es un modo nuevo de vivir y de entrar en toda la realidad; no consiste en hacer cosas distintas de los demás, iniciativas añadidas a la vida diaria o discursos para iniciados. Tanto es así –continúa don Giussani en la Escuela de comunidad– que «una lealtad profunda para con su ambiente caracteriza al cristiano: porque el puesto que Dios le ha confiado está dentro de este mundo, dentro de sus alegrías y sus fatigas, allí donde se vive, en el ambiente. Pero este rincón de mundo en el que vive el cristiano lo afronta con un espíritu y un corazón nuevos, nacidos “no de la sangre ni de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de la potencia de Dios”»10.
No vino Jesucristo para ahorrarnos el drama de nuestra relación con la realidad, sino para hacerlo posible: se hizo compañero nuestro para ayudarnos a entrar en la realidad y desvelarnos el sentido de todo.
Por eso don Giussani recordaba a menudo –la citó muchas veces– una frase de Guardini: «En la experiencia de un gran amor […] todo lo que sucede se convierte en un acontecimiento en su ámbito»11. Justo lo que pasa cuando uno se enamora: todo se ilumina (decía al principio Giancarlo), el trabajo, el tiempo libre, el cansancio… todo nos habla de él o de ella, es decir, nos introduce más en el significado de la realidad; no nos aparta del mundo, en cuyo caso nos falta el aire, nos cansamos de la amada y acabamos buscando otra. Giussani cita una frase de san Pablo análoga a la de Guardini: «La misma dinámica viene expresada en una maravillosa frase de san Pablo: “aun viviendo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí” (este “por mí” se dilata a todo el mundo y busca el abrazo del mundo para que todos lo comprendan). “Aun viviendo en la carne”: para vivir el cristianismo no se nos pide renunciar a nada, sino cambiar el modo de relación con todo (“hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados”). “Aun viviendo en la carne”, es decir, en la situación tal y como es [no como yo me la esperaría, no como yo imagino, sino tal y como es] –ante la chica que me gusta, en la familia en la que el padre y la madre discuten siempre, metido en el trabajo doce horas al día, enfermo, incapaz de hacer todo lo que hay que hacer, distraído, desmemoriado–, [todo esto lo] “vivo en la fe del Hijo de Dios”, es decir, pertenezco a un Acontecimiento [¡atención!], a un origen que cambia la modalidad de la mirada [esto sí que es ensanchar la razón]: la modalidad de la mirada se convierte en fe. Viviendo en la carne participo en un Acontecimiento que me hace capaz de una inteligencia nueva, más profunda y más verdadera, de mis circunstancias. ¿Qué quiere decir mirar el rostro de una chica según la carne? Quiere decir que todo se reduce a un “me gusta, no me gusta”, “me es simpática, me es antipática”, “me cuesta, no me cuesta”. Por el contrario, “aun viviendo en la carne, vivo en la fe” quiere decir: afronto la relación con ella en la fe del Hijo de Dios, en la adhesión a Cristo»12, no con mi medida, sino con la apertura que hace posible Cristo, el encuentro con Él. Sin este amor a Cristo, sin esta pasión, reduzco la razón a mi medida, es decir, al “me gusta, no me gusta”.
Cristo no limita la apertura de la razón; al contrario, es el único que la hace posible, porque sin Él –y es algo muy evidente para todos nosotros– todo se reduce a “me gusta, no me gusta”, a mi estrecha medida. «Entonces, [cuando yo vivo la relación con la apertura que Cristo hace posible] aquella chica es, en la medida del atractivo, el signo a través del que se me invita a adherirme, en la carne, al ser de las cosas, a entrar en la realidad de las cosas hasta el punto en el que éstas son hechas»13.
Yo no me encuentro con el Misterio “al margen” de la realidad: el rostro de la chica es un signo a través del cual se me invita a adherirme al Ser, a entrar en la realidad de las cosas, porque «no existe ninguna evidencia mayor, no existe nada más evidente, para un hombre que usa la razón, que el hecho de que en este instante […] no me hago por mí mismo: yo soy Tú que me haces, soy Otro que me hace [¡ahora!]. El misterio de Dios que me genera, es tan cercano a mí que me desvela su identidad con mi hechura, con mi ser, con mi consistencia. Dice san Pablo: “No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí”. Es una relación con el Misterio que hace todas las cosas, con el Misterio hecho carne, un hombre, Jesús, que es inmensamente más humano, más mío, más inmediato, más tenaz, más tierno, más inevitable que la relación con cualquier cosa –con la madre, con el padre, con la novia, con la mujer, con los hijos–, con todos y con todo. Todo, de hecho, nace de Él y nada se hace por sí mismo. Por esto, la persona que tengo delante, sea cual sea, es signo del camino por el que llego a Cristo, al Tú del que cada cosa está hecha, y por esto la estimo, la respeto y puedo adorar su rostro. Pero yo adoro este rostro si es camino hacia la fuente de todo, del Ser. De otro modo sería como dibujar algo sin perspectiva: es una percepción infantil, primitiva. “Aun viviendo en la carne, vivo en la fe del Hijo de Dios”: ésta es la definición del cambio profundo de la inteligencia y de la expresión del hombre. Desciendo hasta la raíz del rostro de las cosas y llego hasta el punto en el que la cosa es Otro que la hace, es el Tú el que la hace, Cristo. Lo divino coincide así con la consistencia última de la realidad, del hombre»14.
Me interesa conocer la realidad hasta ese punto. Entonces, ¿cómo me sale el Misterio al encuentro? A través de la realidad: personas, acontecimientos, circunstancias. Cada aspecto de la realidad es un modo concreto con el que Él me llama, porque todo es signo. ¿Signo de quién? De Aquel que está en la raíz de toda realidad, que ha tomado posesión de todo con su Ascensión: en Él está la consistencia de todo. «Amor, amor, claman todas las cosas»15, «todo se convierte en un acontecimiento en su ámbito», todo, no sólo algunos aspectos de la realidad. Pero es necesario tener valor, amigos, para que esto no se quede en palabras, sino que en cualquier circunstancia nos decidamos a recorrer este camino de la razón hasta el origen de las cosas, a afrontar toda circunstancia y tribulación hasta reconocer al Misterio. Mucho de nuestro cansancio depende del hecho de que nos paramos antes de llegar ahí.
Por eso me encanta –y le doy gracias a Dios por nuestra amiga Adriana Mascagni, que la compuso– Il mio volto,16 porque nos indica el método, describe qué quiere decir recorrer el camino de la razón: «Dios mío, me miro y descubro que no tengo rostro; miro lo hondo de mi ser y veo la oscuridad sin fin». Muchas veces vemos el vacío y lo sufrimos. No se trata de ocultarlo o superponer un pensamiento espiritual sobre él, no podemos añadir al vacío una consolación piadosa: ¡debemos mirarlo a la cara! «Miro lo hondo de mi ser y veo el vacío». Sin embargo, ¿existe algo más que la oscuridad? Existo yo que me doy cuenta de la oscuridad, y entonces «cuando me doy cuenta de que Tú existes» advierto que esta circunstancia, por dura que sea, no se hace por sí misma; cuando atravieso un momento de oscuridad, también en ese momento yo vivo, también en la prueba yo no me hago a mí mismo. En la oscuridad se oculta una claridad solar: yo no me hago a mí mismo. «Sólo cuando caigo en la cuenta de que Tú existes, como un eco vuelvo a escuchar mi voz». Esto es, cuando descubro que no vengo de la nada oscura, sino de algo que es más profundo que la oscuridad, cuando advierto que Tú existes constato un hecho: veo que «renazco como el tiempo del recuerdo». Todos nuestros comentarios sobre la oscuridad no la eliminan, sólo lo hace este reconocimiento que llega hasta la realidad que está en lo hondo y le dice: «Tú». Y si alguien quiere detenerse antes, permanecerá en la oscuridad. Por tanto, no podemos acortar este camino, nadie se lo puede ahorrar. Cristo lo recorrió hasta el final, tocó el fondo de la oscuridad, para que todos podamos vivir nuestra condición humana. ¡Es todo lo contrario de un esfuerzo intelectual! Es simplemente reconocer la realidad según todos sus factores.
Pero ¿por qué nos cuesta tanto y nos parece que reconocer al Misterio es un esfuerzo del pensamiento? Si “usar la razón” supone un esfuerzo del pensamiento, entonces vale; pero si por esfuerzo del pensamiento entendemos “una creación de mi mente”, ¡no! Porque, por mucha oscuridad que exista, es patente que yo no me hago a mí mismo.
¿Por qué nos parece que esta realidad a la que decimos “Tú” es una creación de nuestro pensamiento? ¿Por qué habitualmente pensamos así? Porque lo damos todo por sabido. Pero basta que uno resbale y todo salte por los aires, para que caiga en la cuenta de que no se hace a sí mismo. Consideramos todo obvio. Pero basta cualquier accidente para que nos demos cuenta. Reconocer que Otro nos da la vida nos parece obra de nuestro pensamiento, ahora; pero si acabas de salvar el pellejo o milagrosamente te curas (como es el caso de algunas personas entre nosotros), reconocer que el Misterio no es una invención, no es una creación nuestra, resulta patente. Ellos lo saben perfectamente, no tienen dudas (nuestros enfermos, que tenemos al lado, atestiguan que es verdad). Sin embargo, como damos todo por descontado no acostumbramos a usar la razón conforme a su naturaleza verdadera.
Paradójicamente, los sencillos, los limpios de corazón son los que están más disponibles a seguir y entienden más rápido; para ellos las cosas son más evidentes. Cuenta Giussani la anécdota de la zanahoria, en Vivendo nella carne: «Una vez, dando una vuelta por la Brianza con los chicos del oratorio, paramos para beber en una granja y, mientras bebíamos en el pozo, llegó una campesina. Yo vestía con sotana (entonces era seminarista) […]. Apenas me vio, vino hacia mí y me dijo: “Mire, reverendo, ¡qué grande es Dios! La semilla de una zanahoria casi no se puede tocar con el dedo de lo pequeña que es, y mire en qué se ha convertido”. ¡Era un pedazo de zanahoria así de grande!»17. Y comenta Giussani: «¿No son cosas evidentes? [¿son evidentes?] No son evidentes para el tipo de cultura que nos rodea, pero lo son para el campesino [al menos para el de entonces]; con verlas, ¡al campesino le resulta clarísimo!»18.
Por ello, en Certi de alcune grandi cose explica: «No advierten aquello por lo que vale la pena vivir, el Misterio, tan sólo los intelectuales; no adquiere esa conciencia tan sólo la gente culta o rica, la descubre la gente pobre»19, tal como dijo Jesús: «Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y a los inteligentes y se las has revelado a los sencillos. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien»20.
No puedo olvidarme de mi visita a Brasil, a comienzo de mes; quedé para cenar con nuestra amiga Cleuza Zerbini. No me había sentado aún a la mesa cuando me “disparó” lo que he repetido durante todo el verano, y que ella había escuchado en la Asamblea de Responsables: «Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados»21. Además del gozo y del entusiasmo que veía en ella, me comentó que a todos los que habían ido a exponerle problemas (y no son naderías los que le plantean a esta mujer) les había dicho esta frase evangélica, les había trasmitido esta misma mirada de la que ella vive. Yo apuesto (puedo poner la mano en el fuego) que de todos los que este verano han escuchado esta frase nadie la ha usado tan asiduamente como ella, nadie ha afrontado su realidad, ha desafiado su circunstancia, como ella: había percibido el alcance, la novedad que introduce esta afirmación que me sorprendió cómo la repetía con una vibración que yo no tengo. Estos son los sencillos; no los tontos, sino los limpios de corazón. Cleuza ha entendido más que todos los que estábamos en la Thuile, el alcance de esta afirmación, y ha percibido su valor, no por un sentimentalismo de mujer (es una mujer nada sentimental), sino por el juicio que conlleva. Con esta mirada en los ojos ha podido entrar en relación con todo.
Aún sigue resultándonos extraña una familiaridad así con el Misterio a la hora de vivir todo, y esto es un indicio del largo camino que nos queda para llegar a vivir así.
Lo vimos este verano en La Thuile, en la asamblea que tuvimos sobre el contenido de los Ejercicios de la Fraternidad. ¿Queréis comprobarlo? Basta con que cada uno se mida con la afirmación que hemos recordado en los Ejercicios: la religiosidad no es otra cosa que la dependencia de Dios. La alternativa –escribe don Giussani– es ésta: «O concebirse libre de todo el universo y dependiente sólo de Dios o libre de Dios y entonces se hace uno esclavo de cualquier circunstancia»22. ¿Quiere cada uno entender cómo vive su religiosidad? Para responder, no pensemos en cuántas veces rezamos formalmente los Laudes, sino si somos libres. Porque, a veces, basta el juicio de este o del otro para que entremos en crisis (por no hablar del problema del rol o de una prueba cualquiera).
Porque, amigos, nadie puede servir a dos señores: «U odiará a uno y amará al otro, o amará a éste y despreciará al segundo: no podéis servir a Dios y al dinero»23. La naturaleza del hombre es así de “unitaria”, la naturaleza de la razón es tan “una” que sólo cabe una alternativa: o dependemos de Dios, y experimentamos que sólo depender de Él nos satisface plenamente, o bien –lo queramos o no–, a pesar de toda nuestra astucia, en el fondo somos dependientes de todo, somos esclavos en todo: en cómo vivimos el trabajo, cómo administramos el dinero, cómo usamos el tiempo libre, en todo. Por eso digo a menudo que es difícil encontrar hombres libres. Que es lo mismo que decir “hombres verdaderamente religiosos”, para los que Dios no sea tan solo un sentimiento, un ornamento, sino una experiencia. Hombres cuya expresión más profunda es la dependencia, que en ella alcanzan su mayor satisfacción, por lo que Giancarlo decía antes a propósito del afecto. Santo Tomás dice: «La vida del hombre consiste en el afecto que principalmente lo sostiene y en el que encuentra su mayor satisfacción»24.
Si nos falta la relación que nos proporciona esta satisfacción, nuestra vida no puede sustentarse en el afecto y, entonces, dependemos de todo lo demás. Por ello, muchas veces nuestro criterio no es la dependencia, sino el éxito, que es el criterio propio del divo, esto es, del hombre irreligioso.
La religiosidad –advertía don Giussani– no es un ornamento para personas pías, sino la condición propia de lo humano, y esto no se descubre añadiendo algo a la vida diaria, sino viviéndola. Por eso tiene razón Cesana al citar a Berdjaev: la verdad debe encarnarse en la vida y la libertad realizarse en actos. De lo contrario no sería real; y se ve que no es real porque vivimos como todos. El cardenal Ratzinger, hace años, apuntaba al origen de la crisis del anuncio cristiano: «La crisis de la predicación cristiana, que sufrimos progresivamente desde hace un siglo, depende en no pequeña medida del hecho de que las respuestas cristianas olvidan los interrogantes del hombre; éstas eran justas y permanecen siéndolo, pero no tienen influencia en cuanto que no parten del problema y no se desarrollan desde su interior»25. El anuncio cristiano no está en crisis por falta de claridad a la hora de repetir la doctrina, sino porque la respuesta cristiana ha dejado de lado las preguntas humanas, la vida. Solamente los que se interrogan sobre su vida podrán sorprenderse de quién es Dios. Sólo quien afronta la oscuridad sin fondo puede descubrir tras ella el Tú que hace renacer. Sin embargo, quien renuncia a usar su razón así permanecerá en la oscuridad, quejándose. De todas formas, la oscuridad no lo es todo, ¡en el fondo hay un Tú!
Esto nos lleva a comprender la segunda cuestión que planteó Giancarlo al comienzo: no basta una propuesta interesante como la que hicimos en los Ejercicios de la Fraternidad, siguiendo a don Giussani. A la vista de lo que nos cuesta reconocer el Misterio resulta evidente que solos no podemos vivir la realidad hasta su origen, decir «Tú» a Aquel en quien hallamos nuestra mayor satisfacción. Por este motivo, en la introducción al cuaderno de La Thuile 2007 cité esta frase de don Giussani: «Dios, del que todo deriva, permanecería en la vaguedad [como nosotros] y no llegaría a determinar la vida si Él mismo no hubiera entrado en ella [en la historia] como un Factor [y si no permaneciese como el factor determinante]»26. Necesitamos un lugar que continuamente libre esta batalla en favor nuestro, que nos ayude y facilite este reconocimiento del Tú que está en el fondo de la oscuridad. En Certi di alcune grandi cose don Giussani se pregunta cuál es el instrumento que más nos sirve para ello, que más nos ayuda, y responde: «Nuestra compañía». E inmediatamente añade: «Pero, ¡cuidado!, debemos ir al fondo de esta palabra: es la compañía como regla de vida […], como fuente de la memoria […], como recuerdo de Cristo […]. Nuestro movimiento no podrá tener una incidencia en la Iglesia y en el mundo, […] si no crea […] un movimiento de adultos, una unidad de personas maduras, adultas»27.
¿Cuál es el objeto de esta compañía? «No dejarnos suspender, no permitir que suspendamos nuestra iniciativa». «Esta es una responsabilidad [nuestra iniciativa] que paradójicamente no se puede descargar sobre la compañía. El corazón es lo único en lo que, de alguna manera, no tenemos “pareja”». Por ello –todos lo hemos leído en Huellas– la nuestra es una «compañía extraña»28, porque no podemos descargar nada sobre ella. Lo recuerdo no para hacer arqueología, sino porque tenemos todavía una idea utópica de compañía: «Para una realidad social como la nuestra la palabra compañía se convierte en sinónimo de utopía, si la entendemos como un instrumento en el que confiar nuestra esperanza». Como si fuera suficiente participar en ciertos actos comunitarios y no fuera necesario tomar iniciativa personal hacia la realidad, hacia todas las circunstancias en las que estamos llamados a vivir. «Pero ¿no os dais cuenta […] que humanamente hablando es horrible identificar la compañía como el ámbito que te asegura mecánicamente el gusto de vivir? ¡Ante todo es ingenuo! No tiene presente la precariedad y la brevedad de la compañía. Pero, además, las relaciones humanas dan verdadera seguridad y gusto sólo como éxito de una tensión dramática en la que están implicadas la inteligencia y la libertad del hombre». Por tanto, una compañía no puede vaciar mi responsabilidad. Lo define como «inmoralidad fundamental»29 y cita a Eliot: «Buscan siempre evadirse / de la oscuridad externa e interna / soñando sistemas tan perfectos que nadie tenga necesidad de ser bueno»30, es decir, de poner en juego nuestra libertad.
Lo cual es tan evidente... Me contaba una persona que visitó el Meeting que estuvo triste todo aquel día agobiada por el trabajo que debía hacer, apartando de su conciencia la tensión hacia el Misterio. Le dije: «Mira, chica, en ese momento no había lugar en el mundo con más “concentración” de personas de CL por metro cuadrado, pero esto no sustituye tu yo, que es relación con el Misterio». La persona es relación directa con el Misterio y no existe ningún lugar, ninguna madriguera, que pueda sustituir nuestra iniciativa personal. ¡No sería humano! Esto me entusiasma hasta tal punto que este verano, hablando con un amigo nuestro que ahora está en una ciudad de EEUU donde no hay un grupo de CL, le decía: «Ahora el Misterio sale a tu encuentro en esas circunstancias. ¿Cuál es la diferencia entre tú y yo, que estoy en Milán rodeado por el movimiento? Ninguna. Porque si cada mañana yo no entro en relación con el Misterio, los amigos, por muchos que sean, no pueden hacerlo por mí». Nadie me puede sustituir y ¡yo no quiero que nadie me ahorre el esfuerzo! Cada mañana me alegro de poderme jugar libremente ante el Misterio y reconocer este Tú que me hace, ahora.
No somos piezas de una organización y no podemos formar parte de una compañía que concebimos mecánicamente. Don Giussani decía en Certi de alcune grande cose (figuraos, lo decía ya en 1981): «¿Cuál es la necesidadvisiblemente más urgente de nuestras comunidades y, por tanto, también de nuestro comportamiento, de nuestro modo de plantear la vida en comunidad? Lo más urgente es la lucha contra el formalismo. Es formalismo cualquier actitud que no nazca de la petición y de su desarrollo como búsqueda cultural, es formalismo cualquier actividad que no expresa el propio deseo original. […] La vida [así] permanece dividida, el formalismo la deja radicalmente dividida […], deja la vida en la mentira, en el equívoco […]. Se hacen las cosas, pero el propio cambio y el del hombre que tenemos al lado no se tienen en cuenta, no se siente nunca como algo posible. ¿Qué es lo contrario del formalismo? [se pregunta] Lo contrario al formalismo es la libertad. Es esta la palabra que, a mi parecer, debe volverse fundamental para nosotros: vivir la comunidad en la libertad. ¿En qué sentido la libertad se opone al formalismo? Originalmente, la libertad es la tensión que mueve al hombre a vivir, con la que tiende a su destino. La libertad es la naturaleza del hombre: la naturaleza del hombre es un impulso hacia el Infinito [y dice, entre paréntesis: «sentido religioso»]. Esta libertad –esta energía, este impulso– se pone en marcha por un atractivo que la reclama. Por esto el inicio de la libertad es un juicio, porque el atractivo que la reclama me dice: “¡Esto es verdadero!”»31.
Entonces, ¿cómo nos hacemos compañía? Solamente si vivimos esta tensión. Por eso he puesto como título del cuaderno de la Thuile 2007 Amigos, es decir, testigos; no “compañeros”, sino “testigos”, testigos que viven esta tensión, no porque sean mejores que otros sino porque en ellos sobreabunda la vida, por la plenitud que reciben. Como me decía un amigo contándome lo que veía en otro: «Viéndolo, observándolo, hablando con él, pensé: ¿por qué me llama tanto la atención? No pueden ser sólo sus palabras, otras personas las utilizan y no me dicen nada. Entonces, ¿qué es me lo que me impacta tanto? Descubrí que sus palabras me llaman la atención porque vive lo que dice, son palabras encarnadas que comunican el abrazo del Señor para mí, Su verdadero rostro, a través de él es Su presencia la que me habla». A todos nos conviene mirar a testigos así.
Termino leyendo la carta de una amiga de Uganda32. Cuando voy de viaje por el mundo llevo esto en los ojos: os he hablado de Cleuza Zerbini, ahora es el momento de Vicky a quien conocí en Kampala.
«Me llamo Vicky, tengo 42 años y procedo de la región oriental de Uganda. Quiero daros las gracias a vosotros y a Dios por la vida preciosa que me ha dado. En 1992, cuando me quedé embarazada de mi hijo pequeño, Brian, mi marido me obligó a eligir entre seguir siendo su mujer, interrumpiendo el embarazo, o separarme de él si quería tener el niño. Por aquel entonces yo sólo tenía dos hijos, y decidí seguir adelante con el embarazo, lo que supuso el final de mi relación con él. Yo no entendía por qué se comportaba de esa manera tan cruel e intransigente. Luego, en 1997 perdí mi trabajo porque estaba enferma; por aquellos mismos días mi hijo Brian mostró síntomas de tuberculosis; entonces surgieron las primeras sospechas. El año siguiente me puse peor y me atendieron en el hospital de Nsambya, donde me sometieron a un análisis de VIH, que resultó positivo. Entonces hice memoria y comprendí por qué mi marido no quería el embarazo de Brian: porque en aquel momento él ya era seropositivo. La vida en casa con mis tres hijos se hizo cada vez más difícil. Los dos mayores estaban sanos, pero no teníamos dinero para mandarlos al colegio; no teníamos qué comer, ni dinero para las medicinas, y lo que es aún peor, nadie en el mundo nos quería. Yo ya no sabía si Dios seguía existiendo. En 2001 alguien me puso en contacto con el Meeting Point International, donde encontré a unas mujeres que, aunque me parecía increíble, podían vivir así aun estando también enfermas de SIDA. ¡Qué alegría se veía en sus caras! Bailaban y estaban contentas, y yo me preguntaba cómo era posible que teniendo esta enfermedad se pudiera cantar y bailar. En el Meeting Point te reciben con música y canciones de pueblos diferentes, africanos, europeos, indios; incluso me encontré con alguna persona de mi misma tribu. Después de tanto tiempo comenzaba a ver una luz en el fondo de mi vida destrozada; por eso me quedé con ellos. Lo que nunca he olvidado es el día en que alguien me miró con una mirada cargada de esperanza y de amor. Había estado todo aquel tiempo en la cama y todos mis amigos, mis parientes, hasta los vecinos nos miraban a mí y a mis hijos con rechazo y con desprecio. Con esta mirada de amor y de esperanza que alguien me dirigió, me mostró algo que dio vida a mí espíritu y a mi cuerpo destrozados. Me dijo: «¡Vicky! Tu vida tiene un valor, ese valor pesa más que tu enfermedad y que la muerte». En 2002 empecé a comprar las medicinas para mi hijo que se estaba muriendo, al que había sacado de la escuela porque estaba marcado por la discriminación con la que le trataban: le llamaban “esqueleto”. En 2003 comencé a comprar medicinas también para mí. Entonces pesaba 45 kilos y hoy peso 75. Brian ahora está sano y ha retomado la escuela secundaria. Mi hijo mayor está en la universidad y el otro está terminando el colegio. ¿Dónde está el poder la muerte? Está en la pérdida de la esperanza y en la falta de amor. Ahora soy voluntaria en el Meeting Point y cada vez que recibo a alguien le digo que el valor de la vida es más importante que el virus que llevan dentro. Esta afirmación nutre la esperanza de una persona que sufre y que se está muriendo y le trae de nuevo a la vida. Todos estos resultados han sido posibles porque me he revestido de algo diferente de la muerte, en particular, de amor. Gracias a todas las personas que nos han educado, aunque no conozcamos sus caras. Hoy ha venido Carrón en nombre de Giussani a estar con nosotros, que éramos pobres y olvidados ¿Quien es ahora más rico que nosotros? Somos los más ricos del mundo, porque al menos alguien ha dirigido una sonrisa a una persona. Da las gracias a todos y diles que les queremos».

Notas
1 N. Berdjaev, Pensieri controcorrente, La casa di Matriona, Milán 2007, p. 59.
2 Cf. Juan Pablo II, Homilía. Visita pastoral a Cascia y Norcia, 23 de marzo de 1980, 5.
3 L. Giussani, Dall’utopia alla presenza (1975-1978), BUR, Milán 2006, p. 23.
4 Ibidem, p. 55.
5 Ibidem, p. 362.
6 Col 3,1.
7 Juan Pablo II, Audiencia general del 19 de octubre de 1983, 1-2.
8 Heb 5,7-10.
9 L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, p. 139.
10 Ibidem.
11 R. Guardini, L’essenza del cristianesimo, Morcelliana, Brescia 1980, p. 12.
12 L. Giussani, S. Alberto, J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Rizzoli, Milán 1998, pp. 76-77.
13 Ibidem, p. 77.
14 Ibidem, pp. 77-78.
15 Jacopone da Todi, Como l’anima se lamenta con Dio de la carità superardente in lei infusa, Lauda XC, in Le Laude, Libreria Editrice Fiorentina, Florencia 1989, p. 318.
16 A. Mascagni, Il mio volto, in Canti, Cooperativa Editoriale Nuovo Mondo, Milán 2002, p. 203.
17 L. Giussani, Vivendo nella carne, BUR, Milán 1998, p. 250.
18 Ibidem, p. 249.
19 Cf. L. Giussani, Certi di alcune grandi cose (1979-1981), BUR, Milán 2007, p. 107.
20 Mt 11,25-26.
21 Mt 10,30.
22 L. Giussani, El origen de la pretensión cristiana, Rizzoli, Madrid 2001, p. 107.
23 Mt 6,24.
24 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II, IIae, q. 179, art. 1.
25 J. Ratzinger, Dogma e predicazione, Queriniana, Brescia 2005, p. 75.
26 L. Giussani, Alla ricerca del volto umano, Rizzoli, Milán 1995, p. 28.
27 L. Giussani, Certi di alcune grandi cose (1979-1981), o. c., pp. 330-331.
28 L. Giussani, «La familiaridad con Cristo», in Huellas, n. 2, febrero 2007, pp. 3, 5.
29 L. Giussani, Un caffè in compagnia, Rizzoli, Milán 2004, pp. 129, 130.
30 T.S. Eliot, Cori da «La Rocca», BUR, Milán 1994, p. 89.
31 L. Giussani, Certi di alcune grandi cose (1979-1981), o. c., pp. 332-333.
32 «La mayor esperanza», in Huellas, n. 8, septiembre 2007, p. 47.