Sobre la ruina

PÁGINA UNO
Luigi Giussani

Apuntes de la intervención en el retiro de Adviento de los Memores Domini. Riva del Garda, 30 de noviembre de 2003

Quisiera hablar de lo que el Señor me ha hecho sentir en estos días. Lo considero importante y, por ello, me permito comentarlo; lo considero importante para vuestro camino consciente, para vuestro camino consciente de su destino. Es el servicio más grande que nos ofrece una corriente de pensamiento y una integridad de corazón que enriquecen la enseñanza de cualquier temporada de nuestra vida.
Me escribía en una carta la secretaria del Colegio Maximiliano Kolbe de Varese: «El centro cultural es un espacio de libertad que nosotros queremos, un lugar donde es posible ser generados y generar...». Pero la cuestión principal a la hora de guiar un centro cultural es que el individuo que asume esta responsabilidad sabe –y quiere ser coherente con ello– que se trata de ayudar a un pobre individuo humano a asumir toda su responsabilidad, a ser respuesta plena en los brazos de Dios.
Así, el Himno a la Virgen que Dante nos ha hecho sentir y que ahora se ha convertido para muchos de nosotros en plegaria formal, ha tenido ya una historia de sugerencias, una riqueza de solicitaciones buenas y de revelaciones espontáneas. Pero ayer, viniendo aquí, pensando en los más de 80 hermanos que el Señor nos ha concedido conocer y con los que cruzamos ahora nuestro camino común; pensando en estos más de 80 hermanos1, el Señor me hizo percibir con claridad inusual el valor de este “particular” que vuestra vida refleja en este momento: también vuestro momento es un himno a la Virgen, pero el himno a la Virgen que concluye el libro de los Cantos de Petrarca, de la vida íntima, por tanto, de Petrarca:

Il dí s’appressa, et non pote esser lunge,
sí corre il tempo et vola,
Vergine unica et sola,
e ’l cor or conscïentia or morte punge.
Raccomandami al tuo figliuol, verace
homo et verace Dio,
ch’accolga ’l mïo spirto ultimo in pace.2
El día se acerca, / y ya no puede estar lejos, / así corre el tiempo y vuela, / Virgen única y sola, / y la conciencia o la muerte punzan al corazón. / Encomiéndame a tu hijo, veraz / hombre y veraz Dios, / para que acoja a mi espíritu en la paz.


He vuelto a esta poesía que estudié a los dieciséis años, cuando la enseñanza de la literatura italiana en los seminarios milaneses se conservaba y todavía no se rechazaba por ser esclavos de una árida polémica anticlerical; se salvaba el aspecto de conexión profunda y profundidad impetuosa.
El día se acerca [se acerca el final de la vida], y ya no puede estar lejos [y no está muy lejos este final]; el tiempo vuela mostrando la imagen de un presente pasajero. Vuestra entrega a Cristo es para que la vida entera pueda convertirse en un testimonio de Él: ¡que este sea el único sentido por el que por la mañana, quizá quedándoos un rato más en la cama, sufráis la fatiga del primer gesto exterior de la jornada!
Así corre el tiempo y vuela. Podemos repetir estas palabras que expresan un pensamiento conmovedor, pero también trágico para todo ser humano que piense, ¡que sea humano!
Virgen única y sola. Y aquí interviene una ruptura que nadie esperaba. «Única y sola»: ¡ni única ni sola! Petrarca tenía una devoción admirada por la Virgen, madre de Cristo, pero no sentía su destino victorioso, su destino de Reina del cielo y de la tierra no lo veía posible, ¡no lo sentía posible! Y, por tanto, el único significado al que se podía reconducir todo el esfuerzo redentor del Señor era ese esfuerzo lleno de significado, pero amargo, de una vida humana no salvada. No salvada como posibilidad de cada momento, como posibilidad de riqueza, de amor al Ser, de abandono en el corazón del Padre.
Se entienden por tanto las últimas palabras del texto que me quedaron grabadas desde los dieciséis años.
Encomiéndame a tu hijo, veraz hombre y veraz Dios... Para Petrarca era cierto, era cierta la grandeza de Cristo; todavía era un hijo del Medievo, era un hombre bautizado. «Encomiéndame a tu hijo, veraz hombre y veraz Dios». Sin embargo, una ola de “valores” encubre la llaneza de este reconocimiento.
Nuestra vida no debe ser así, ¡ya no puede ser así! Nuestra vida es introducción, fuerza de entrada, es reclamo lleno de tutela y de seguridad; y no podemos repetir lo que Petrarca sentía de su vida terrena, cómo sentía Petrarca su camino de hombre en este mundo: esta conciencia que le reprocha, sin que el perdón transforme en grandeza la pequeñez, e incluso la mezquindad. Su conciencia teme, y no tiene momentos en que pueda acallarse sin más; su reproche es sin remedio porque Cristo no es el mediador, no es el “remediador”. En fin, Cristo, Hijo de Dios e hijo de mujer, verazmente hijo, no salvaba nada de la condición humana excepto un perdón a nosotros mismos incompleto como razón y como totalidad.
Si leemos al himno de Dante, si lo rezamos todos los días, tal como debemos habituarnos a hacer, ¡qué distinto resulta el corazón de Dante! ¡Cómo se muestra infinitamente distinto del de Petrarca! Petrarca representa el primer paso, el gran paso que conduce a lo humano fuera de la trayectoria justa, fuera del paso exacto, ya sin padre ni madre, con una paz que se asegura por una sana –o insana, podríamos corregirnos así– respuesta del juez, de la eternidad que se concibe como un juicio, del Ser que se sigue sintiendo como juez.
Cada mañana, al levantarnos, nosotros nos dispondremos a superar el miedo del tiempo, del tiempo que «así corre» por la conciencia que quema o la hora que pasa, siempre encontraremos la ayuda para levantarnos sobre la ruina, la ruina del hombre.
Dante es la culminación, el final de una trayectoria de doce siglos desde la venida de Cristo; y la de Petrarca es la puerta de entrada para todos los hombres que no tienen un sentido seguro en la vida.
La vocación que Dios nos ha dado hace de las horas de nuestras jornadas un canto a una salvación que sólo en la sencillez encuentra su contingente y eterna alabanza.
En la espera, por tanto, de que cada día de nuestra vida, de ahora en adelante, transcurra como encuentro y abrazo de cada uno de nosotros al otro, y de todos juntos al mundo; en la espera de que comience pronto su determinación, pidamos al último signo de lo sagrado –antes de la morta gora [el espacio muerto; ndt.], de la mortificante destrucción de la edad posterior al Medievo– que haga renacer la esperanza que ha creado todo lo humano que todavía hallamos hoy (¡todavía hoy tenemos que buscarlo entre los residuos de la Edad Media!). El mundo espera de nosotros, puede esperarse –como justicia, como bondad y como felicidad nuestra– sólo esto: que todos los días podamos volver a encontrarnos juntos en un paso que renueva el paso grandioso del gran santo cristiano, Dante Alighieri.
Gracias.

Notas:
1 Novicios de los Memores Domini que el 24 de diciembre harían su Profesión definitiva.
2 F. Petrarca, Canzoniere, CCCLXVI.