«Quiso venir Aquel que podía contentarse con ayudarnos» (San Bernardo de Claraval)

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Julián Carrón

Apuntes de la síntesis final de Julián Carrón en los Ejercicios espirituales para sacerdotes propuestos por Comunión y Liberación. Pacengo del Garda (Verona), 26 de octubre de 2016

A medida que pasa el tiempo, me doy cada vez más cuenta de la verdad de lo que afirma don Giussani sobre el alcance de las circunstancias: no son algo secundario, sino esencial para comprender –podemos decir sintéticamente– la naturaleza del cristianismo (cf. L. Giussani, El hombre y su destino, Encuentro, Madrid 2003, p. 61).
Se trata de una percepción que reconocemos en las personas más conscientes de lo que está sucediendo. Alguien citaba recientemente un famoso texto de Joseph Ratzinger escrito en los años 60 sobre el fenómeno del ateísmo, que él percibía como un reclamo para los cristianos a vivir una fe más consciente: «Así, cabe decir con respecto a los paganos modernos que el cristiano puede saber que la salvación de los mismos está asegurada por la gracia de Dios, de la que depende también su propia salvación; pero que, con respecto a su posible salvación, no puede dispensarse de la responsabilidad de su propia existencia de creyente, sino que cabalmente la incredulidad de aquellos debe ser para él el más fuerte aguijón para una fe más llena, al sentirse incluido en la función representativa de Jesucristo, de quien depende la salvación del mundo y no solo la de los cristianos» (J. Ratzinger, «Los nuevos paganos y la Iglesia», en El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, p. 371).
Muchos años después, Ratzinger describía con lucidez perentoria el resultado del intento de siglos de poner los valores universales (introducidos por el cristianismo) a resguardo de los conflictos religiosos desencadenados tras la Reforma, separándolos del hecho histórico que los había hecho surgir y había hecho de ellos algo evidente. En el ahondamiento de las contraposiciones entre las confesiones y en la crisis de la imagen de Dios que sobrevino, se llevó a cabo el intento de sustraer los valores esenciales de la moral a las contradicciones, buscando para ellos una evidencia autónoma que los hiciese independientes de las controversias e incertidumbres de las distintas filosofías y confesiones. En aquel momento, las grandes convicciones de fondo creadas por el cristianismo parecieron resistir y mantenerse con su carácter innegable. Pero, concluía Ratzinger, «la búsqueda de una certeza tranquilizadora que nadie pudiese contestar independientemente de todas las diferencias, ha fracasado» (L’Europa di Benedetto nella crisi delle culture, LEV-Cantagalli, Roma-Siena 2005, pp. 61-62).
Otro observador agudísimo como Henri de Lubac escribía que muchos intentos de la sociedad moderna «frecuentemente conservan (…) muchos valores de origen cristiano, pero dado que se separaron de su fuente, son impotentes para mantenerse en su vigor y rectitud auténtica. Espíritu, razón, libertad, verdad, hermandad, justicia: las grandes cosas sin las cuales no hay humanidad verdadera y que ya el paganismo antiguo entrevió y que el cristianismo fundamentó, se hacen muy pronto irreales [¡impresionante: irreales!], en cuanto no aparecen como rayos emanados de Dios, en cuanto no los nutre la fe en Dios viviente con su savia». O siguen presentándose como rayos emanados de Dios o se vuelven irreales. No creo que pueda expresarse de forma más constrictiva: irreales. «Entonces se convierten en forma vacía. Muy pronto se reducen a ideal sin vida», porque «sin Dios, la verdad misma es un ídolo; la misma justicia lo es también, ídolos demasiado puros, demasiado pálidos si los ponemos frente a los ídolos de carne y sangre a los que se refieren. Ideales demasiado abstractos, frente a los grandes mitos colectivos, que despiertan los instintos más poderosos» (H. de Lubac, El drama del humanismo ateo, Encuentro, Madrid 2011, p. 67).
Para vivir nuestra fe hoy en día no podemos prescindir de esta conciencia, documentada por los espíritus más atentos de nuestro tiempo.
En el origen del cambio de época que estamos atravesando se produce por tanto esta separación de las cosas más verdaderas –que han caracterizado nuestra historia durante siglos– de su fuente. Este ha sido el intento ilustrado, como decíamos ya el primer día citando a G.E. Lessing: «Verdades históricas casuales no pueden llegar a ser nunca la prueba de verdades racionales necesarias» («Sul cosiddetto “argomento dello spirito e della forza”», en La religione dell’umanità, Laterza, Roma-Bari 1991, p. 68). Kant se movió en la misma línea: «Una fe histórica basada solo en hechos no puede extender su influjo más que hasta donde pueden llegar, según circunstancias de tiempo y lugar, los relatos relacionados con la capacidad de juzgar su fidedignidad» (La religión dentro de los límites de la mera razón, Alianza, Madrid 2012, p. 128).

¿Qué tienen que ver estas observaciones con unos Ejercicios espirituales, con lo que ha sucedido entre nosotros estos días? Tienen que ver ante todo porque podríamos haber vivido este momento de forma dualista –por un lado el saber, las provocaciones de la historia, y por otro el creer, el anuncio cristiano–, situando la experiencia de los Ejercicios espirituales como “a un lado” del desafío indicado por Ratzinger, por De Lubac o por el papa Francisco cuando habla de un cambio de época, reduciendo por consiguiente la conciencia y el alcance de lo que hemos vivido. Tratemos ahora de mirar qué es lo que ha sucedido.
Hemos dicho que sin una experiencia de la misericordia no se puede vencer el dualismo entre saber y creer. Por eso la primera verificación nos afecta a nosotros: ¿qué ha sucedido entre nosotros, qué ha sucedido en cada uno de nosotros? Debemos darnos cuenta de todos los factores de la experiencia que hemos vivido, pues si no es así terminaremos reduciéndola. Diremos: «Lo que hemos escuchado está bien para nosotros», pero frente a lo apremiante de una cierta mentalidad, frente al alcance de los desafíos culturales, esto es demasiado frágil; es demasiado discreto el método, es adecuado para unos Ejercicios espirituales, pero para afrontar el mundo se necesita otra cosa.
En este sentido, creo que es decisivo lo que don Giussani nos está ayudando a entender, es decir, que la cuestión del cambio de época hace que resulte necesario comprender la relación entre pertenencia y expresión cultural. Si no captamos hasta el fondo este elemento central, terminaremos proponiendo nuevamente las mismas soluciones, los mismos intentos que ya han fracasado en nuestro pasado. Atención, esto tiene que ver con nuestra vida cotidiana, porque con nuestra forma de ser sacerdotes ponemos delante de todos una expresión cultural, es decir, manifestamos un cierto modo de estar en la realidad. La expresión cultural “expresa” nuestro ser sacerdotes, es decir, la pertenencia que vivimos, la concepción de la fe que tenemos. Frente a todo lo que sucede, también nosotros podemos, aunque sea repitiendo palabras justas, tratar de proponer a las personas las «grandes cosas» de las que hablaba De Lubac, pero separadas de su origen, de su fuente, del método a través del cual el Misterio las ha comunicado a los hombres. También nosotros podemos usar un método distinto del que ha elegido el Misterio, es decir, podemos replicar ese método que ha hecho que se vuelvan «irreales», «formas vacías» a los ojos de nuestros contemporáneos. No creo que la Iglesia tenga delante un desafío más potente que este, y nos incumbe también a nosotros.
Por ello, lo primero que hemos de considerar es qué experiencia hemos hecho: el punto de partida está siempre en nuestra experiencia. ¿Qué es lo que ha abierto nuestra razón, haciendo que la usemos de forma adecuada? ¿Qué tienen que ver todas las observaciones sobre la época actual con lo que hemos vivido en estos días? ¿Qué tienen que ver nuestra libertad, nuestro deseo de verdad y de justicia con estos Ejercicios nuestros? ¿De dónde nacen las «grandes cosas» de las que hemos hablado, cuál es su fuente? Si no percibiésemos este nexo, la pertenencia en la que nos hallamos inmersos en estos días se reduciría a un acto “devoto”, más o menos intimista, y no afectaría a nuestra capacidad de saber, es decir, de conocer la realidad; sería la victoria en nosotros de la fractura entre saber y creer.
La historia nos ha demostrado que si no permanece Aquel que las hace surgir, las cosas más bellas, más grandes, más verdaderas, las que más nos fascinan, se vuelven irreales, se desmorona su evidencia: ya no las vemos, ya no las tocamos, parecen no existir ya. A propósito de esto, ¿qué nos dice la frase de san Bernardo citada por el padre Lepori durante estos Ejercicios? «“Quiso venir Aquel que habría podido contentarse con ayudarnos”. (…) Sí, Dios habría podido contentarse con socorrer nuestra miseria, nuestra necesidad. Habría podido salvar a toda la humanidad con un solo pensamiento, con una sola palabra. Igual que al principio dijo “Que se haga la luz” y la luz se hizo, habría podido decir “Que se haga la Salvación”, y todos estaríamos salvados. No era necesario que entrara en el tiempo, en la historia que Él mismo había creado, no era necesario que el Creador entrara en la creación, que se hiciese compañía de ella, que el Verbo que podía realizar todo con una sola palabra se hiciese carne, hombre, vida de un hombre, no solo durante 33 años, sino durante todo el tiempo de la Iglesia, su Cuerpo, durante todo el tiempo del desarrollo eclesial, eucarístico, apostólico de su Presencia. Pero lo ha querido así, lo ha hecho. Se ha hecho “Hecho”; ha acontecido, ha sucedido como “Acontecimiento”» (M.G. Lepori, «Riconoscere Cristo, misericordia del Padre», la obra se halla en curso de publicación en la editorial Ítaca).
«Quiso venir Aquel que habría podido contentarse con ayudarnos» (san Bernardo de Claraval, In vigilia Nativitatis Domini, Sermo III,1, PL 183). Con esta frase san Bernardo nos está diciendo lo esencial del método de Dios, cuál es su alcance. No lo reduzcamos a una frase piadosa, devota, a la que quizá nos adherimos cordialmente – nadie duda de ello–, pero sin dejarnos desafiar hasta el fondo. Don Giussani hablaba a propósito de esto de «coincidencia entre contenido y método típica de la revelación cristiana» (L. Giussani, «El método de una Presencia», Huellas, n.1/2003).
La circunstancia histórica que estamos viviendo nos ayuda a entender el alcance de la observación de san Bernardo. Hoy podemos entender con claridad hasta qué punto, contrariamente a lo que pensaba Lessing, era necesario un hecho histórico para permitirnos descubrir verdades racionales necesarias. ¿Por qué ha venido Aquel que habría podido contentarse con ayudarnos sin entrar en el tiempo? Ha venido porque, por nuestra debilidad mortal, nuestra humanidad no consigue mantenerse a la altura de aquello para lo que ha sido hecha: nuestra razón se ofusca, nuestra libertad se anquilosa, nuestro afecto se bloquea. Sin la presencia de Aquel que las hace resplandecer, las «grandes cosas sin las cuales no hay humanidad verdadera» (espíritu, razón, libertad, verdad, hermandad, justicia) se vuelven irreales: es Cristo quien nos hace descubrir qué es la razón, porque la abre con su presencia; quien nos hace descubrir qué es la libertad, porque la cumple llenándonos de su atractivo; quien nos hace descubrir qué es la comunión, la fraternidad, porque nos hace una sola cosa en Él. He aquí por qué la única posibilidad de que estas «grandes cosas» se vuelvan accesibles para el hombre es que sean, como nos recuerda De Lubac, «rayos emanados de Dios» a través de la humanidad de Cristo. Por eso ha mandado a su Hijo: queriendo ayudarnos de verdad, Dios no se ha contentando con hacer otra cosa, sino que ha querido convertirse en acontecimiento en la vida del hombre.

El Señor nos hace descubrir todo esto dentro de una experiencia. Por eso ha querido venir, y es esto lo que nos deja llenos de asombro, como decía el padre Lepori: «San Bernardo exclama con sorpresa, con asombro, y ciertamente se lo repite a sí mismo continuamente, “Venire voluit, qui potuit subvenire”. No está simplemente entendiendo algo, sino que está mirando un hecho, un acontecimiento increíble. Está admirando la “admirable misericordia”, se llena de asombro frente a la misericordia de Dios que se manifiesta en Cristo». La fe es este reconocimiento lleno de estupor, es estar abiertos a «dejar que Cristo venga a nuestra casa, a nuestra vida, a la vida de nuestros seres queridos, a la vida del mundo, para salvarnos. (…) La fe comienza cuando nos rendimos a este asombro, y hacemos como niños que, cuando están frente a la belleza, abren los ojos de par en par, abren la boca, los agujeros de la nariz, alargan los brazos, tienden las manos en una apertura instintiva, en un hacerse capacidad de aquello que nos sorprende, de quien nos sorprende, para dejarnos llenar por ello, para dejar que entre en nosotros la belleza buena que nos sorprende» (M.G. Lepori).
Por tanto, ¿a qué somos invitados? A dejar que nos invada –siempre y antes que cualquier otra cosa– Su mirada, que nos llama por nuestro nombre. De aquí nacía en Pedro el reconocimiento de Aquel que le había reconocido antes, que reconocía a Pedro y que nos reconoce también a nosotros. «Sobre el reconocimiento de Cristo (…), el punto de referencia inagotable es la experiencia de Pedro, que hemos retomado y profundizado tanto en nuestro camino. También él, sobre todo él, tuvo que hacer una experiencia fundamental –fundamental para él y por tanto para toda la Iglesia– de reconocer a Aquel que le reconocía. Pocos santos, pocos discípulos han tenido tantas pruebas de cómo Jesús nos conoce “antes”, que las que ha tenido Pedro (M.G. Lepori).
Amigos, lo que está en juego aquí es justamente la fe: no las consecuencias que podemos extraer nosotros, sino el origen. Por eso, al plantear la cuestión de la relación entre la pertenencia y la expresión cultural, don Giussani nos responde con el «sí» de Pedro, desafiándonos radicalmente: «El capítulo vigesimoprimero del evangelio de Juan es un documento fascinante del nacimiento histórico de una nueva ética. La historia concreta que se relata es la clave de la concepción cristiana del hombre, de su moralidad en la relación con Dios, con la vida y con el mundo» (L. Giussani – S. Alberto – J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, p. 80). Debemos caer en la cuenta del significado decisivo de esta afirmación, pues de no ser así nuestra forma de vivir la fe será dualista, lo queramos o no; aunque hablemos continuamente del «sí» de Pedro, comunicaremos la moral y la cultura como si ellas naciesen de otra fuente, no de sumergirse en el acontecimiento de una historia particular.
El verdadero desafío que tenemos ante nosotros es este: tomar conciencia de que no podemos prescindir de una «historia particular» –reconocida como método– para vivir y transmitir la concepción cristiana, para vivir y transmitir la moral, la cultura, porque sin Presencia –dice Giussani hablando del «sí» de Pedro–, sin adhesión a una Presencia no existe moral, los valores no prenden en nosotros, no entran en nuestras entrañas y se vuelven «irreales» antes o después. Sin el encuentro con Cristo que abre constantemente mis ojos, yo miro como todos, no se rompen mis prejuicios y no cambia mi mentalidad, sigue siendo como la de todos. Al defender los valores de los que hablaba De Lubac, pero separados de su origen histórico, también pueden llegar a convertirse dentro de nosotros en algo irreal, «entonces se convierten en forma vacía. Muy pronto se reducen a ideal sin vida […]. Ídolos demasiado puros y demasiado pálidos si los ponemos frente a los ídolos de carne y sangre a los que se refieren. Ideales demasiado abstractos frente a los grandes mitos colectivos, que despiertan los instintos más poderosos». Sin la presencia de Cristo aquí y ahora –lo hemos verificado también en la experiencia de estos días–, ni la antropología cristiana ni la moral cristiana prenden y arraigan en nosotros. Por eso se necesita un seno, se necesita un lugar –la Iglesia, nuestra compañía, una historia particular–, en el que Su presencia contemporánea se vuelva evidente, experimentable, y plasme nuestra razón, atraiga nuestra libertad y eduque nuestra mirada.
Por ello, la verdadera decisión que hemos de tomar es si cedemos o no a Su iniciativa, si seguimos o no seguimos. ¿Qué nos ha propuesto estos días el padre Lepori? «El seguimiento es precisamente dejarse arrastrar por la venida de Cristo al mundo. Alguien que se asombra porque Dios ha querido venir cuando habría podido contentarse con mandarnos la ayuda, sigue. ¿Qué otra cosa puede hacer más que seguir, más que seguir esa Presencia en su continua, gratuita e incondicional venida al mundo, una venida que es para salvarnos y no solo para ayudarnos?». En este punto se introduce el tema de la autoridad. ¿Quién es autoridad? La autoridad es Cristo.
Autoridad es el método con el que Cristo hace las cosas. La autoridad es Cristo, que nos ha introducido en la concepción cristiana de un cierto modo, a través de un método determinado: haciéndose carne. «Quiso venir Aquel que habría podido contentarse con ayudarnos». ¡Qué alcance tienen estas palabras! Pero estas cosas, ¿quién las percibe? ¿Quién percibe el alcance del «sí» de Pedro y el hecho de que una historia particular sea la clave de bóveda de la concepción cristiana?
Seguir a la autoridad es obedecer al método usado por Dios, el mismo método usado y propuesto por el carisma que nos ha alcanzado. No creáis que don Giussani es un ingenuo cuando nos habla del «sí» de Pedro, porque está dialogando precisamente con la cultura moderna. Escuchemos lo que dice: «La cultura actual sostiene que es imposible conocerse y cambiarse a sí mismo y a la realidad “solo” siguiendo a una persona [es decir, considera imposible el cristianismo]. La persona, en nuestra época, no es contemplada como instrumento de conocimiento y de cambio, ya que se la entiende de modo reductivo: el conocimiento se concibe como reflexión analítica y teórica, y el cambio como praxis y aplicación de reglas» (L. Giussani, «De la fe nace el método», Huellas, n. 1/2009). Esta era la posición ilustrada y esto es lo que está en juego hoy en día, pues –como hemos visto– las verdades universales que se querían defender de forma abstracta se han vuelto irreales. Ese intento ha fracasado, justamente porque la persona ya no era contemplada como instrumento de conocimiento. Pero también hoy se concibe la razón de forma ilustrada, solo «como reflexión analítica y teórica», y por ello nosotros podemos conocer sin tener necesidad de seguir a alguien, sin el encuentro vivo y decisivo con otro: basta con una «reflexión analítica y teórica»; y junto a esto, para cambiar solo hacen falta unas reglas que aplicar, entendiéndose el cambio mismo como praxis y como aplicación de reglas. Esta posición puede insinuarse también en un contexto cristiano. Es como decir: «Se nos han dado las reglas, a nosotros solo nos corresponde aplicarlas y hacerlas respetar a los demás. ¡No necesitamos nada más!». Pero es preocupante cuando se quiere promover esto no con otras palabras, sino con las palabras cristianas; con las mismas e idénticas palabras, con los mismos ingredientes se obtiene un guiso completamente distinto.
¿De dónde parte don Giussani para responder al problema de la razón, del conocimiento y de la moral? «Sin embargo, Juan y Andrés, los dos primeros que se encontraron con Jesús, aprendieron a conocer de un modo distinto y a cambiar ellos mismos y la realidad». No extrae la respuesta de un diccionario de filosofía o de moral cualquiera, de un texto arcano cualquiera. «Sin embargo, Juan y Andrés…»: él busca la respuesta en la experiencia de los primeros que siguieron a Jesús, tal como se describe en el Evangelio, sin reducir esa experiencia a intimismo. «Juan y Andrés» son la clave de bóveda del método de Dios, indican la modalidad a través de la cual nosotros mismos podemos conocer, exactamente como les sucedió a ellos. «Sin embargo, Juan y Andrés (…) aprendieron a conocer de un modo distinto y a cambiar ellos mismos y la realidad precisamente por el seguimiento de aquella persona excepcional. Desde el instante de aquel primer encuentro el método ha empezado a desplegarse en el tiempo» (ibídem).
Don Giussani insiste: «Nuestra compañía se define por un método. Se puede afirmar que la “genialidad” de nuestro movimiento está por entero en su método [no en el método entendido como un conjunto de instrucciones y de fórmulas a repetir, sino como seguimiento de la modalidad con la que Él se comunica desde el primer encuentro]. Por eso, se trata ante todo de una “genialidad” de tipo educativo, siendo el método el camino a través del cual un hombre [¡un hombre!] llega a tener conciencia de la experiencia que se le propone. Al salvaguardar justamente la autenticidad del método, se puede transmitir el contenido de nuestra experiencia». Aquí vemos cómo afronta y supera don Giussani la posición de Lessing, emblemática de la modernidad, es decir, la fractura saber-creer, reafirmando el método de Dios: «Y al salvaguardar justamente la autenticidad del método [usado por Dios], se puede transmitir el contenido [la verdad] de nuestra experiencia». No existe otro camino. Y nosotros debemos decidir si lo queremos seguir o no: esto es decisivo para nosotros, para la Iglesia y para el mundo. «El método tiene su origen en la fe, que es el reconocimiento en la propia vida de una presencia excepcional que tiene que ver con el destino. La fe [de hecho] llega a impregnar todo el horizonte de la vida a través de la relación con una presencia que corresponde al corazón» (ibídem). Este es el alcance extraordinario de la frase de san Bernardo: «Si no nos abrimos a esta experiencia, hablar de misericordia, (…) perdonar a los enemigos, dar la vida por los demás, todo se vuelve abstracto, todo termina cayendo en un moralismo o en una ideología» (M.G. Lepori).

Por tanto, la verdadera decisión es si secundamos este método, sometiéndonos a la experiencia, como hicieron Juan y Andrés: ellos siguieron a Jesús porque se rindieron a la experiencia que hacían. Después de haberse encontrado con Él ya no tuvieron que ir a buscar la cultura y la moral a otro sitio, no necesitaron buscar los criterios para juzgar y afrontar las provocaciones de la realidad fuera de su experiencia. En definitiva, no fue necesario separarse de la relación con Él, de su presencia histórica, para conocer la verdad y para ser morales. Todo estaba incluido en esa relación: los discípulos no separaron la experiencia que vivían con Él del juicio, no separaron la historia particular, que era el encuentro con Él, del surgimiento de la verdad, porque la experiencia lleva dentro de sí el juicio, pues de otro modo no es experiencia: se quedaría como un puro «probar» sin juzgar, inútil para el conocimiento.
La experiencia «lleva sus razones», decía Giussani (Vivendo nella carne, BUR, Milán 1998, p. 211). Y «lo que con el tiempo desafía a la sociedad no es otra cosa que una razón clara, una experiencia que lleve grabadas sus razones» (L. Giussani, De la utopía a la presencia. 1975-1978, Encuentro, Madrid 2013, p. 267). Pero nos cuesta que esto «pase» en nosotros, hasta el punto de que vemos presentarse de nuevo ciertos problemas del pasado. Los demás podían ser conscientes de ello o no, pero a don Giussani le resultaba evidente ya desde mediados de los años 60 que desde dentro de la misma pertenencia podían florecer dos formas de vivir la fe que se manifestaban en una expresión cultural distinta: «Los que después dejarían GS ponían el acento en una concepción según la cual el cristianismo era entendido, en la práctica, como una forma de compromiso moral y social. Haciendo esto perdían de vista la misma naturaleza específica del hecho cristiano, y por consiguiente terminaban inevitablemente poniendo su esperanza en la capacidad de acción y organización del hombre, y no en el gesto gratuito que Dios ha elegido para entrar en la historia» (L. Giussani, El movimiento de Comunión y Liberación. Una entrevista realizada en dos tiempos: 1976/1986 realizada por Robi Ronza, Encuentro, Madrid 1987, p. 50).
En cada época se vuelva a presentar el mismo drama, desde los orígenes hasta hoy. No es distinto. «Sin embargo Juan y Andrés…»: esta expresión de Giussani nos acompañará siempre. «Sin embargo, Juan y Andrés, los dos primeros que se encontraron con Jesús, aprendieron a conocer de un modo distinto y a cambiar ellos mismos y la realidad». Esta es la gracia que se nos ha dado: una experiencia que nos permite captar todo el alcance del método de Dios, su utilidad para superar el engaño moderno que ha generado el clima en el que vivimos, por el que las cosas más sacrosantas se han vuelto irreales. Una experiencia que nos impide hacernos la ilusión de que podemos resolver esta falta de realidad usando el mismo método que ha generado el problema, que ha llevado a que las «grandes cosas» que ha traído Cristo se vuelvan irreales.

Ayudémonos a comprender estas cosas para no acabar siendo nosotros mismos parte del problema; no por maldad –¡faltaría más!–, sino porque no nos damos cuenta de lo que está en juego. ¡Pensad qué responsabilidad tenemos por la tarea a la que hemos sido llamados con nuestro ministerio! Podremos vivirlo de forma distinta –sin que tenga que cambiar nada en términos de circunstancias y de esfuerzos– si afrontamos sencillamente las circunstancias cotidianas con una novedad dentro de nosotros, si tenemos como contenido de nuestra conciencia Su presencia presente, como hizo Jesús: «Al hombre Jesús de Nazaret –investido del misterio del Verbo y, por tanto, asumido en la naturaleza misma de Dios (aunque su apariencia era completamente igual a la de todos los hombres)–, a este hombre no le veían hacer un solo gesto sin que su forma demostrase la conciencia que tenía, la conciencia del Padre» (L. Giussani, «Un hombre nuevo», Huellas, n. 3/1999). La forma misma de su testimonio manifestaba su relación constitutiva con el Padre. «Esta revelación del misterio del Verbo, que nos revela el misterio del hombre, nos viene de Jesús solo en cuanto que está “en el seno del Padre”», recordaba el padre Lepori.
Solo si revivimos en nosotros esta identificación con el misterio de Cristo presente podremos responder a la necesidad de nuestros hermanos los hombres: «El testimonio, la misión, es un amor al camino del hombre, a la unidad del rebaño de Dios, al crecimiento de nuestros hermanos y hermanas, de toda la humanidad, que solo es posible si permanecemos apegados con toda nuestra sed de amor a la sed de amor de Cristo, siguiendo la Presencia que nos mira, nos habla y nos ama» (M.G. Lepori)