María: fe y fidelidad

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Luigi Giussani

Apuntes de una intervención de Luigi Giussani en la XI Peregrinación al Santuario de Nuestra Señora de las Nieves (Adro, Brescia), 7 de mayo de 1989

Doy gracias a la Virgen y también al padre Gino por haberme invitado a compartir al menos un tramo de un gesto tan significativo y hermoso como es la peregrinación. Significativo y muy hermoso, porque es una imagen de lo que es la vida: también la vida –sin que uno ni siquiera lo piense o repare en ello– es un camino, paso a paso, hacia nuestro destino, que es Dios, el que nos hizo y nos dio padre y madre, el que nos espera y nos recibirá al final de nuestro humano trabajo. Sí, porque la vida es fatigosa: si Dios vino entre nosotros –lo habéis meditado andando–, si Dios vino para vivir y trabajar como todos nosotros, pero sobre todo si vino para morir, significa que la vida es algo fatigoso, laborioso. De hecho, es la prueba por la que hay que pasar para llegar a donde nos espera ese «reino celeste, –decía Jacopone da Todi– / que colma toda dicha / que el corazón ha deseado»1, donde nos aguarda la felicidad. Una madre trae un hijo al mundo porque existe la felicidad; si no fuera así sería angustioso traer hijos al mundo. La vida está llena de pruebas y para afrontarla hay que tener un determinado temperamento. No todos pueden ser atletas: yo, por ejemplo, no podría; para ser atleta hay que tener un físico determinado, y además es preciso entrenarse para estar mejor preparado. Pero, gracias a Dios, para la peregrinación de la vida hacia nuestro destino la personalidad solo necesita una cosa, algo muy elemental, tanto que Jesús comparó al que la posee con un niño: «Si no os hacéis como niños, no entraréis» (cf. Mt 18, 3); y luego, con los que nada tienen, con los pobres: «Dichosos los pobres» (Mt 5, 3). En una palabra –para explicarme mejor–, se necesita una gran sencillez de corazón, que implica también pobreza de espíritu.
Una gran sencillez de corazón. Cuando miramos a la Virgen vemos precisamente el modelo de esa humanidad que camina hacia su destino, del protagonista del tiempo. ¿Qué sería el tiempo sin el hombre que camina hacia su destino? Sería inútil, como algo tirado en saco roto donde todo se acaba perdiendo.
Pero cuando medito ante la figura de la Virgen me surgen unas serie de reflexiones que os propongo:

1. En primer lugar, la sencillez de la Virgen la hizo estar disponible para el designio divino. Como buena judía, ella también tenía una idea sobre cómo debía ser el Mesías que esperaban: habría llevado la paz a los corazones, la paz a la sociedad, habría hecho más feliz el camino de la vida o menos infeliz. Pero que Dios, para llegar a serlo, tuviera que hacerse niño en su seno, eso era algo imposible, era impensable para cualquiera. Y ante el anuncio del Ángel, ante su propuesta misteriosa, que no sabemos cómo sucedió pero que para ella fue algo evidente, ella dijo: «Sí, fiat». La sencillez es disponibilidad ante los designios de Dios: porque «mis caminos no son vuestros caminos y mis pensamientos no son vuestros pensamientos» (cf. Is 55, 8); el designio de Dios nos supera por todas partes, siempre, no puede permanecer encerrado en nuestras medidas o prisionero de nuestra imaginación. El que está siempre dispuesto a cambiarlo todo según lo que Dios quiere –y ¡cuidado!, que Dios quiere a través de las circunstancias, porque la Virgen tres minutos, un minuto antes de que sucediera, no podía ni imaginarse lo que iba a ocurrir; las circunstancias, especialmente las que más nos contrarían, que son las circunstancias inevitables, son precisamente las que nos señalan el camino de Dios–, el que está dispuesto a seguir no se aferra a nada suyo, es libre. La primera consecuencia es que está atento, es sensible a las necesidades de los demás. En cuanto se fue el Ángel, la Virgen, una chica de catorce o quince años, decidió enseguida hacer ese largísimo camino –cuando uno va a Palestina, lo recorre normalmente en autobús o en coche–, de más de cien kilómetros a través de un pedregal, para encontrarse con su prima, porque el Ángel le había dicho que Isabel estaba embarazada de seis meses. Lo primero que hizo fue compartir la necesidad y las fatigas de su prima Isabel, haciendo un enorme sacrificio. ¿Cuándo somos libres? Somos libres cuando estamos disponibles para lo que Dios quiera. Ante el Infinito, y sólo ante el Infinito, el hombre es libre, desprendido de sí mismo. Cuando uno es así, inmediatamente está dispuesto a compartir las necesidades de los demás. ¡Qué gran enseñanza para nosotros! Estos son los primeros rasgos de un hombre que vive la vida como peregrinación.

2. Pero hay otra cosa que me llama la atención, quizá lo que más me impresiona de todo. El Evangelio nos cuenta lo que le dijo el Ángel: «Serás la madre del Altísimo», y lo que la Virgen le respondió: «Fiat, hágase en mí según tu palabra». Punto. «Y el Ángel la dejó» (Lc 1, 35-38). Me gusta ensimismarme con ese momento, cuando el Ángel se fue y no había allí nadie más, y la Virgen estaba sola, una chica de quince años a solas con ese Acontecimiento que todavía no percibía, que no podía notar dentro de sí, pero que sabía: sabía que había sucedido y que se cumpliría. Y pensaría en lo que iban a decir sus padres, en lo que podía pensar José, su prometido, y la gente; sola, ya no había nadie en quien apoyarse. En ese momento alcanzó la cumbre de lo que se llama «fe»: la fe.
La obra cumbre de la libertad del hombre ante el Infinito es abrirse a la fe. Fe que consiste en ver, en ver el Infinito, ver el Misterio dentro de cosas que son apariencias: aparentemente no había nada, pero ella creyó, ella mantuvo la adhesión a la evidencia de lo que le había sucedido. Ella comprendió que, tras el aparente silencio de las cosas, el gran Misterio por el que la humanidad había sido creada y que todos, especialmente su pueblo, esperaban de diferentes maneras, había sucedido en su interior, y se adhirió a ello. Ella lo comprendió y lo aceptó a pesar de las apariencias. Insisto, la fe es eso, reconocer la gran presencia del Misterio, el Misterio del Padre y el Misterio de Cristo, el Verbo hecho carne, el Misterio de Dios que se hace presente identificándose con la precariedad de la materia. Dentro de su jovencísimo cuerpo, el de una chica tan joven, estaba Dios, y en ese receptáculo tan limitado estaba la luz de Dios, ¡Dios! Ver a Dios dentro de cada cosa, como una perspectiva que se abre dentro de ella, porque todas –especial las que están cerca de nosotros, las que más amamos– son un signo, es decir, nos introducen en la verdad, en la verdadera vida que es Dios, en la verdad que es Dios hecho hombre, porque se encarnó en su seno.
La fe. Luego cuando le veía allí, pequeño, jugueteando, o más mayor trasteando junto a su padre, cuando le veía trabajar siendo ya joven o, más tarde, hablar con la gente que se burlaba de él, cuando miraba a aquel hombre normal y corriente ella reconocía, sin ninguna duda, que el Misterio de Dios estaba en aquel hombre que había nacido de su seno, que el gran Acontecimiento estaba realizándose ante sus ojos.
La fe es la justicia del hombre: el hombre que camina en la vida rectamente es el hombre que vive la fe, porque la fe vence al mundo; sólo la fe vence la apariencia de las cosas, traspasa el aspecto efímero de las cosas. Sin fe todo caería en la nada, se disolvería y desaparecería, no tendría significado alguno.

3. Además de la fe, quiero indicar otra cosa que me impresiona y que se deriva de la fe: la fidelidad. La fidelidad de la Virgen, incluso cuando todo parecía ser lo contrario de lo que ella esperaba, de lo que se le había dicho. Se le había dicho que su hijo sería el jefe de su pueblo, que salvaría a su pueblo, que sería el Hijo del Altísimo, y sin embargo: azotado, rechazado, condenado por todos, ¡por todos!, por el poder y por el pueblo, que por lo general nunca están de acuerdo, como dice Péguy. Pero ambos, Herodes y Pilatos, que hasta entonces habían estado enfrentados, se pusieron de acuerdo. Todos, todos en contra de Él. Por eso el lema que habéis elegido para vuestra peregrinación, con esa imagen impresionante de Giotto, uno de los mayores pintores de nuestra historia, ese lema lo recoge todo: «Stabat mater», estaba en pie, porque en latín «stabat» significa «estaba en pie». Estaba allí en pie, María, su madre, junto a la cruz en la que su Hijo estaba muriendo. Yo –no sé bien cómo seguir– no sé qué sentía en su corazón y qué estremecimiento la embargaba en esos instantes. Aunque todo lo que había sucedido en los últimos tres años, cuando, quizá siguiéndole de lejos, sentía su corazón traspasado por los insultos que le lanzaban o el rechazo que le mostraban, le había ido preparando para este momento...
Precisamente porque participó así en la muerte de su Hijo, también participó del don inmenso que su Hijo dio al mundo, a mí y a cada uno de vosotros, a todos los hombres del pasado, a los que están ahora en el mundo, y a los que vendrán, conforme a la voluntad del Padre: la salvación. Colaboró en darnos la salvación. Sin su «sí», es decir, sin su mediación, sin ella nosotros no habríamos sido salvados. Por eso estamos llenos de gratitud y la llamamos, en justicia, «Madre»; porque, como dije al principio, ¿de qué nos habría valido nacer de una madre, si otra Madre no nos hubiera asegurado un destino justo, bueno y feliz?

4. Pero –y es lo último que me permito sugerir– el Señor no espera al final: Jesucristo ha resucitado y se ha asentado en la raíz de todas las cosas (lo proclama la fiesta de la Ascensión); ha ocupado el lugar que le compete y que ocupará durante toda la eternidad. Es el Señor de todas las cosas y su madre participa de este señorío sobre todo lo creado, que lentamente va aflorando en el tiempo. A medida que la gente cree, va comprendiendo y es iluminada por el Espíritu, va tomando conciencia: se da cuenta de que el dueño de las cosas es «el Señor», es el hijo de María, Jesucristo. Pero quería añadir que el Señor no escatima obras grandes antes de la llegada del fin del mundo, el Misterio del Padre no escatima sus grandes obras, ¡tan grandes que anticipan de alguna manera el fin del mundo! ¡Cuántos milagros obra por intercesión de la Virgen! ¡Milagros! En Lourdes, cuando comenzaron las apariciones y todos los periódicos se burlaban –los radicales y los laicos, ambos masones– la Santa Sede instituyó una comisión para examinar todos los casos que se presentaban, que parecían milagrosos, y puso como condición que el presidente y los miembros de la comisión fueran preferentemente ateos, para que quedara claro que no defendía ninguna idea preconcebida. Todos los que presidieron las decenas y decenas de comisiones médico–científicas que han seguido los sucesos de Lourdes, una vez terminada la tarea sintieron el deber de escribir libros: libros escritos por ateos que describen milagros, pues al final se ven obligados a decir: «No se puede explicar, la ciencia no puede explicar estos hechos».
Pero el milagro más grande que la Virgen debe obrar en nuestra vida es concedernos la misma sencillez de su corazón y la disponibilidad ante Aquel que nos ha creado y que nos espera al final. Nuestros huesos y nuestra carne son obra Suya. Que la Virgen nos dé la fe para saber ver en el hermano, en las cosas que tocamos con las manos y en el mundo que nos rodea –nos parezca bien o mal, bueno o malo– el Misterio que está detrás, el Misterio de Cristo que está detrás ¡Porque «todo consiste en él», dice san Pablo! Que nos conceda la gracia de la fidelidad, incluso cuando las cosas nos van mal, cuando nos parece que van mal (a nuestros ojos van mal en ese momento) ¡Incluso cuando parece que no nos cuadran las cuentas, ni para nosotros ni para nuestro bienestar! ¡Que nos mantenga fieles!
Un hombre que reconoce a Dios, que reconoce a Dios hecho hombre, que reconoce a Cristo muerto y resucitado, que reconoce que Él es el Señor de todas las cosas; un hombre que cree y que se lo dice a su mujer, se lo dice a sus hijos, a sus compañeros de trabajo, y que no tiene vergüenza de nadie: este es el milagro más grande. Que la Virgen lo repita en cada uno de nosotros, en cada uno de vosotros. ¡También gracias al gesto lleno de sacrificio que habéis realizado hoy!

Nota
1 cf. Jacopone da Todi, «O novo canto» en Laudi, trattati e detti, edición de F. Ageno, Le Monnier, Florencia 1953 vv 73-74, p.264.