La urgencia del juicio

PÁGINA UNO

Apuntes de la Síntesis de Julián Carrónen el Equipe de los universitarios de Comunión y Liberación Milán, 26 de marzo de 2011

1. Generar un sujeto no alienado
Don Giussani capta el punto crucial. «Por mi formación primero en la familia y en el seminario, y por mi propia meditación después, me había convencido profundamente de que una fe que no pudiera percibirse y encontrarse en la experiencia presente, que no pudiera verse confirmada por ella, que no pudiera ser útil para responder a sus exigencias, no podía ser una fe en condiciones de resistir en un mundo donde todo, todo, decía y dice lo opuesto a ella» (Educar es un riesgo, Encuentro, Madrid 2006, p. 19). Por ello, él siempre ha insistido en que es necesario que cada uno de nosotros parta de su experiencia y la enjuicie constantemente. De lo contrario, nadie podrá resistir en un mundo en el que todo, realmente todo, dice lo contrario. Es la misma necesidad que, en otros términos, señala en las primeras páginas de El sentido religioso, como hemos visto en estos meses: «Si no partiera de mi propia indagación existencial, sería como preguntar a otro en qué consiste un fenómeno que vivo yo. Si la confirmación, el enriquecimiento o la contestación negativa no tuvieran lugar después de una reflexión emprendida personalmente con anterioridad, la opinión del otro vendría a suplantar un trabajo que me compete a mí e inevitablemente se convertiría en vehículo de una opinión alienante» (El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2010, p. 20). Don Giussani quiere llevarnos a la madurez, a ser sujetos capaces de emitir un juicio personal; no nos quiere alienados. Es muy significativo, por tanto, lo que añade en otro paso de Educar es un riesgo: «El objetivo de la educación es formar un hombre nuevo; por eso, los factores activos de la educación deben tender a hacer que el educando actúe cada vez más por sí mismo, y que afronte cada vez más el ambiente por sí solo. Por tanto, será necesario, por un lado, ponerlo en contacto con todos los factores del ambiente y, por otro, dejarle cada vez más responsabilidad de elección, siguiendo una línea evolutiva determinada por la conciencia de que el muchacho deberá llegar a ser capaz de “valérselas por sí mismo” frente a todo. El método educativo de guiar al adolescente a encontrarse de manera personal y cada vez más autónoma con toda la realidad que lo circunda, debe aplicarse más a medida que el muchacho se hace más adulto. El equilibrio del educador desvela aquí su definitiva importancia. En efecto, el desarrollo de la autonomía del muchacho representa para la inteligencia y el corazón – y también para el amor propio – del educador un “riesgo”. Por otra parte, justamente corriendo el riesgo de la confrontación es como se genera en el joven una personalidad con su propio modo de relacionarse con todas las cosas, es decir, es así como su libertad “se hace”» (El riesgo de educar, pp. 75-76). Esto es lo que motiva mi continua insistencia en el juicio, en la necesidad de comparar lo que vivimos con lo que llamamos “corazón”. Se trata de un trabajo tan sencillo como impopular, como hemos visto. Es muy fácil, en efecto, repetir ciertas fórmulas o enlazar frase con frase, aunque sean correctas, o delegar en otro para que me dé ese suplemento de certeza que yo no tengo. Pero, como siempre os repito, tenéis que decidir si queréis llegar a ser adultos o no, es decir, si queréis hacer una experiencia que os permita estar en la realidad en virtud del juicio que emerge de la misma experiencia, o si queréis quedaros cada vez más a merced de todos vuestros miedos en cuanto la realidad no coincida con la imagen que tenéis en la cabeza. 

2. La inevitabilidad del juicio
Lo primero que se me ha hecho patente esta mañana es que nosotros siempre emitimos un juicio. ¿Cómo se ve esto? Se ve, por ejemplo, en el hecho de que cuando tenemos miedo, o bien nos encontramos desconcertados, o, por el contrario, experimentamos una libertad y una capacidad de inteligencia distinta. Detrás de todos estos síntomas o estados de ánimo – llamadlos como queráis – en el fondo hay siempre un juicio: puede ser un juicio que uno se no confiesa abiertamente ni siquiera a sí mismo, pero que existe, y, en cualquier caso, la vida lo “delata”. Lo interesante del momento que estamos viviendo es que cada vez nos resulta más insoportable no hacer las cuentas con el juicio: juzgar empieza a ser una urgencia existencial. Eso significa que hemos pasado de concebir el juicio como algo yuxtapuesto, como una complicación añadida, algo que en el fondo no es necesario, que podemos prescindir de él sin que pase nada, a concebir y vivir el juicio como una urgencia existencial. Tomemos algunos ejemplos de esta mañana. 
¿Os acordáis de lo que dijo nuestro amigo al comentar la muerte de su abuela y las últimas semanas con ella? «Cuando me tocó pasar la noche en el hospital – decía – me acechaba un miedo terrible, miedo de que todo lo que tenía delante, mi abuela, y como reflejo, también lo que soy yo, pudiera desaparecer en la nada. Por eso hice de todo para huir de ciertas preguntas sobre la vida y sobre su consistencia, y en cuanto podía me escapaba del hospital. Durante algunos días intenté esconder lo que me pasaba, luego no pude más: las preguntas volvían una y otra vez. Finalmente me di cuenta de cuál era el problema: en la vida es inevitable comparar lo que sucede con algo que llevamos dentro, pero yo, delante de mi abuela, esa comparación la hacía con el miedo que sentía, e inevitablemente…». Es aquí donde yo le objeté: «No, la comparación no la hacías con el miedo, porque el miedo ya era el signo o el efecto de una comparación que habías hecho entre lo que le estaba sucediendo a tu abuela y tus exigencias». El miedo no era el origen, sino la consecuencia del juicio que él había dado, podríamos decir que era la consecuencia de una comparación entre sus exigencias y lo que estaba sucediendo. Y el resultado era que lo que estaba sucediendo – la enfermedad y la muerte – era todo para él. Y esto es precisamente lo que debemos plantearnos: ¿lo que estaba sucediendo delante de sus ojos, o mejor dicho, lo que él veía era todo? Nosotros damos por descontado que sí, por defecto, sin ni siquiera darnos cuenta, y luego pensamos que la comparación la hacemos con el miedo que sentimos. No, el miedo es la consecuencia de un juicio, y a lo que verdaderamente nos resistimos es a poner en discusión el juicio que hacemos, nuestro juicio sobre la realidad, sobre lo que hay, y si existe o no otra cosa. Cuando nuestra exigencia de eternidad – referida a la persona a la que queremos – queda sin respuesta, nos surge un miedo enorme, como es normal (es signo de que somos normales). Si lo que ves es todo lo que existe, la consecuencia última es el miedo. Pero la cuestión es ésta: ¿este juicio es verdadero o no? ¿En qué vemos que no es verdad? Empecemos por los síntomas. ¿De dónde podemos partir para ver si un juicio es verdadero? ¿Qué implica un juicio verdadero? Una liberación. Un juicio verdadero libera, y este juicio no libera. Tenemos, por tanto, en la experiencia, la evidencia de que un juicio es verdadero o falso.
Justo después añadió: «Después de estos días, que han sido dramáticos para mí, he entendido verdaderamente que o Cristo es todo o yo sucumbo». Y yo volví a responderle: antes de decir si Cristo es todo o no, debo poder decir si existe o no. Si no existe, de hecho, también puedo decir que es todo, pero mi vida no se mantiene en pie, y no hace falta un tsunami para echarla abajo, basta un “discorde acento”. ¿Existe o no existe? Debemos darnos cuenta de que es un problema de conocimiento. Nos conviene afrontarlo, de otro modo tendremos siempre la sospecha de que somos nosotros los que inventamos el objeto de la fe. ¿Cómo sabes que no es una proyección tuya lo que estás diciendo ante el problema de la muerte, una proyección que haces porque no sabrías cómo afrontar el problema de otra forma? Éstas son las preguntas con las que nos encontramos, que nos surgen a ti y a mí, cualquiera nos las puede plantear. Si no llegamos a decir por qué no es una proyección, siempre llevaremos dentro el virus, la duda, la sospecha de que en el fondo, en el fondo, la fe es una creación nuestra, no un reconocimiento objetivo. ¿Eres tú quien inventa y proyecta la respuesta? ¿La fe es una proyección nuestra o un reconocimiento objetivo?
Retomo otra intervención de esta mañana que ilumina otro aspecto de esta misma cuestión. «De vuelta a casa, me llama un amigo para decirme que el tercer hijo de una familia amiga nuestra había nacido con una grave malformación cardiaca (la primera hija ya había nacido con problemas muy graves). Naturalmente, la noticia de este hecho me dejó fatal, pero lo peor fue otra cosa: hablando con este querido amigo sentí un cierto malestar; cuando me contó lo que había sucedido, no tuve el valor de decir, en el fondo, lo que pensaba; le daba vueltas, pero si hubiera habido un bocadillo, como el de los cómics, que desvelara lo que pensaba, pondría: “Es una injusticia”». ¿Lo veis? Detrás de cada cosa, siempre, hay un juicio, queramos o no. Es imposible no juzgar. Detrás del miedo del chico que habló esta mañana, había un juicio; del mismo modo, en el relato de este amigo que, lo dijera o no, lo sentía a flor de piel, en el fondo había un juicio.
La verdadera cuestión, amigos, no es que no hagamos juicios; la verdadera cuestión es si decidimos mirar a la cara estos juicios que normalmente hacemos y si tenemos el valor de empezar a decir: «Pero este juicio que hago, ¿es verdadero o no?». Los juicios, de hecho, los hacemos siempre. ¿En qué se ve? En la experiencia que hacemos, en los efectos que tienen en nosotros, y esto es verdad hasta tal punto que el primero que nos oye hablar percibe el malestar. La vida “canta” que hay un juicio: en un sentido o en otro, pero lo hay, siempre. Es imposible vivir ni siquiera un instante, como nos hace notar don Giussani, sin que uno diga por qué en el fondo vale la pena vivir ese instante, no hay un minuto en el que uno no afirme algo por lo que en última instancia juzga.
Proseguía esta intervención: «Comenzó en mí una lucha, porque me resultaba insoportable aquella conversación. Empecé a decirme a mí mismo: “¿Pero este hecho es una injusticia?”». Ésta es la urgencia de juzgar. Basta que uno sienta algo que le apremia en la vida para notar toda la urgencia de juzgar. Es insoportable no llegar a un juicio verdadero. Cuando no nos resulta “insoportable” quiere decir que nuestra humanidad se ha reducido, que nos estamos endureciendo, nos estamos haciendo de piedra: el problema no es que juzgar sea un añadido caprichoso, sino que nos convertimos en una piedra. Cuando uno es hombre y es leal delante de la realidad, no juzgar resulta insoportable. El juicio no es algo añadido para gente que no tiene otra cosa que hacer que complicarse la vida, como en el fondo pensamos tantas veces (decimos esto del juicio igual que el amigo decía que la malformación de ese niño era una injusticia). Pensamos que el juicio es una complicación monumental, que nos impide disfrutar de la vida... ¡hasta que la vida aprieta! Entonces las cosas cambian. Pero, ¿qué significa que la vida empieza a provocarnos? ¿De qué es signo? Significa que una pizca de humanidad empieza a despertarse en nosotros.
«En esta lucha, me he imaginado que estaba delante de esa madre, amiga mía, que ha tenido este hijo y que me preguntara: “¿Tú qué dices de este hecho, es una injusticia?”. Y me vi obligado a dar razón de mi experiencia». A veces, nuestra contribución más sencilla y decisiva es plantear la pregunta que otro no tiene el valor de hacer. Parece nada, parece banal, pero plantear la pregunta justa, verdadera, es la primera ayuda que podemos ofrecer al otro: no resolverle el problema, sino empezar a plantearle la pregunta. «Comenzó así lo que me parece que es juzgar, es decir, empecé a encontrar en mi experiencia razones que me permitían decir que aquello no era una injusticia. Y de hecho había muchísimas, desde el primer encuentro hasta la Escuela de Comunidad del día anterior, en el que tú, al terminar, releyendo el Manifiesto de Pascua, ¿qué otra cosa has hecho si no volver a anunciarme que este hecho no es una injusticia? Porque si Cristo ha resucitado, este hecho no es una injusticia. Llegado a este punto, vi que había una lucha en mí, el miedo a decir algo exagerado: ¡Cristo ha resucitado! Pero me di cuenta de que aquella afirmación que habías hecho en la Escuela de Comunidad: “Cristo resucitado o es un acontecimiento o no es”, igual que esta otra: “mi reconocimiento de Cristo o es ahora o no es”, establecía una diferencia radical, y por eso se me quedó grabada. Así que al volver a casa me dije: “Se lo tengo que decir, se lo debo decir a mi amigo”. Así que le escribí inmediatamente un mensaje: “De cualquier modo, Cristo ha resucitado”. Y que Cristo haya resucitado es algo que nuestra experiencia documenta constantemente, y no podemos partir de un dato que no sea éste, de otro modo nos equivocamos, somos parciales». ¿Veis? Muchas veces las cosas más justas que nos decimos nos parecen exageradas. Incluso después de haberlo experimentado, decir «Cristo ha resucitado» nos parece exagerado. Tenemos que hacer cuentas con cada uno de los matices que proyectan su sombra en nosotros. Si cuando digo «Cristo ha resucitado» percibo una sombra y no la miro de frente, esa sombra se convierte en un juicio. Luego podemos decir todas las sacrosantas palabras que queramos, pero lo que queda es la sombra. ¿Y en qué se ve? En el hecho de que me determina, determina mi presente. Por eso, ver cómo la propia humanidad vibra, darse cuenta – como dice don Giussani con una expresión bellísima – de cuál es el «sentimiento del yo» que tenemos es revelador: parece casi banal, sin embargo, por el sentimiento del yo se entiende qué es lo que prevalece en nosotros, cuál es el juicio último, se ve si, aun diciendo «Cristo ha resucitado», en el fondo lo que prevalece es: «Es exagerado» (no tenemos el valor de decir: «Es falso», solo decimos: «Es exagerado»), y esto determina nuestra forma de estar en la realidad, de concebirnos a nosotros mismos. Aquí se ve lo decisivo que es lo que subrayé en la Escuela de Comunidad: si uno no hace experiencia, si el cristianismo, si la fe no es una experiencia presente – ¡presente! –, no es algo que encuentre su confirmación en una experiencia, no podrá resistir, no ya ante el tsunami, sino ante cualquier circunstancia adversa.

3. El inicio de la liberación
Vamos ahora a lo que emerge de la experiencia que habéis documentado: cada uno empieza a sentir que hay un cierto modo de vivir que resulta insoportable, que sin juzgar conscientemente no avanzamos. Ésta, amigos, es una promesa preciosa para todos nosotros. Si verdaderamente el juicio es el comienzo de la liberación, empezar a percibir la urgencia de juzgar es el anuncio de la liberación. Nos esperan días felices si somos leales con esta urgencia y cada vez más nos resulta insoportable no juzgar. Atención, no soportar esta renuncia a juzgar no es “problematizar”, es empezar a tener una humanidad más grande, es un signo del despertar de nuestro yo, y por eso es bueno: es el signo de lo humano, porque debería suceder así siempre, hasta este punto estamos determinados por ese conjunto de exigencias y evidencias que llamamos corazón (aunque nuestra conciencia de estas exigencias y evidencias esté a menudo bloqueada).
Por lo tanto, si es verdad que siempre juzgamos, el punto es – como se vio claramente esta mañana – si el juicio que hacemos es verdadero o no. Debemos verificar si lo que decimos es verdadero delante del tsunami, delante de la muerte, delante de la enfermedad, delante del aburrimiento. Debemos hacer cuentas con cada una de las sombras que nos amenazan. Amigos, os lo he dicho otras veces: no estamos condenados a vivir la vida soportando las sombras, no estamos condenados a vivir la amenaza de las preocupaciones sin juzgarlas. De hecho, precisamente porque nos resulta insoportable no hacerlo, entendemos hasta qué punto juzgar es decisivo y es una liberación. Es más, sabemos que hemos juzgado con verdad por la liberación que experimentamos, no porque hayamos dicho la frase adecuada. Uno puede decir la frase adecuada y no haber juzgado, por tanto, no sentirse liberado.
He retomado los apuntes de una asamblea que don Giussani celebró en 1986, en la que habla del juicio y afronta directamente lo que estamos viendo hoy: «Fijaos en que ese acontecimiento que es el hombre empieza con el juicio; el hombre que juzga se hace hombre, adquiere su forma y la completa después en su expresión afectiva. Todos reconocemos que Cristo es la realidad [una frase exacta]; pero no penetra en nuestra existencia. No es un verdadero juicio, es una idea pero no un juicio; es una idea a partir de la cual se construye una ideología y una praxis, como sucede para la mayoría de los líderes del movimiento [lo dice así, como de pasada...]. Es una idea – de la fe, del cristianismo – sobre la que se construye una ideología más o menos evolucionada culturalmente y que por tanto determina las decisiones prácticas. Pero la fe, es decir, el reconocimiento de Su presencia, no se hace juicio, en el verdadero sentido del término, el que utiliza la Biblia. [Y pone un ejemplo:] Si tú vas en coche por una carretera de montaña y ves a lo lejos, a un kilómetro, una roca enorme que cae rodando y se para en la carretera, dices: “¡Hay una roca en la carretera!”, y paras el coche en seco. El juicio es algo que tiene una energía y una consistencia, que desafía el resto de la vida. El verdadero juicio es algo que tiene una consistencia y una fuerza que pone en jaque todo lo demás, que cambia. Y si no lo hace, tú sientes dentro la presión, la sientes. Mientras que cuando tú dices: “Cristo es la realidad”, no hay nada que te empuje desde dentro, no sientes el ‘pum pum’ de los mineros que están picando en la mina, o el golpe de ariete que quiere derribar tu muro; en ese momento no lo consigue, pero con el paso de los años lo hará. Y éste es el significado de la vida como trabajo, como camino; mientras que para muchos de nosotros no hay camino. Porque todo son ideas abstractas, que no hacen ‘pum pum’ dentro de nosotros, que no desafían nada. Uno puede equivocarse mil veces al día, pero el dolor no le deja. Por eso puede volver a empezar, porque el dolor es una ocasión para volver a empezar. Que Cristo, que este Hombre es la realidad, yo no puedo entender cómo sucede – porque tendría que ser Dios –, pero sí entiendo qué quiere decir y lo puedo reconocer: que todo puede estar determinado y cambiar por esta Presencia. Por tanto, es un verdadero juicio si me cambia, si me desafía, si desafía mi carne y mis huesos: “Mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”. “Mi carne tiene ansia de ti”: éste es el juicio, es el juicio que cambia el mundo. Ésta es la penitencia, la metanoia; ésta es la conversión».
El juicio pone en marcha la conversión. Ahí se ve si la fe es un juicio real o si es la repetición mecánica de una fórmula: es un juicio real si me cambia. Por eso don Giussani vuelve siempre a Juan y Andrés. Si, de hecho, no nos sucede lo que les sucedió a Juan y Andrés, que cambiaron por el encuentro y el reconocimiento de aquella presencia, no estamos hablando de lo mismo; aunque repitamos las frases que describen a Juan y Andrés, no estamos haciendo la misma experiencia que Juan y Andrés. El juicio para ellos no fue la repetición de una fórmula, sino el dejarse aferrar hasta el punto de ser cambiados. Se entiende entonces por qué la fe cristiana no puede ser una creación: la fe es un reconocimiento y no una creación, porque Juan y Andrés no podían generar por sí mismos, ni siquiera por un minuto, la experiencia de ser cautivados. Fue una sorpresa: se sintieron aferrados, imantados. Y aquel ser aferrado, aquel juicio, desde entonces dominó toda su vida.
Si el juicio que se llama fe domina la vida, se ve en cómo afrontamos todas las circunstancia de la vida, sale a la luz por defecto, como se dice cuando uno, sea cual sea su experiencia, entienda lo que entienda, está colmado de la memoria de algo que le apremia, de una presencia que le interesa. Entonces, se ve que la relación con Su presencia domina porque reaparece con evidencia en cada experiencia, no me lo invento cuando lo necesito, no lo genero delante de las circunstancias dramáticas del vivir, me viene a la mente, se me impone, delante de todas las circunstancias, agradables o no, las que sean. A veces las circunstancias son más significativas cuando son buenas, porque hay menos “peligro de invención”; cuando son duras, como hay que darles algún sentido, uno puede correr el riesgo de inventarse uno. Cuando la vida es plena, este riesgo disminuye: el reconocimiento se impone, surge la memoria, porque no puedo mirar la puesta de sol, o la belleza de las montañas, o una velada juntos, sin que salga a la luz esa urgencia, esa tensión exasperada por decir Su nombre. Por eso, son los hechos sencillos que nos contamos, por los que otros se sorprenden aún más que nosotros, es la experiencia que nosotros mismos hacemos en estos hechos sencillos lo que nos confirma que no estamos creando nosotros el objeto de la fe, que la fe es el ejercicio sano de la razón frente a estos hechos. Si no reconozco Su presencia, si no reconozco la realidad de esos hechos hasta decir Su nombre, no puedo dar razón de ellos, de los hechos que veo y que ven todos.
A veces surge la pregunta: «Pero, ¿cómo es que, después de ciertos momentos en que reconozco Su presencia con claridad solar, vuelvo a decaer?», y uno se escandaliza. Respondo con lo que don Giussani testimonió en el último punto de su intervención en Roma, delante del Papa, en 1998. Es algo debemos retomar siempre, ya que vivimos en el mundo y “decaemos” siempre.
«En nuestro corazón siempre surge la infidelidad, incluso ante las cosas más bellas y verdaderas, de tal modo que, aun delante de la humanidad de Dios y la original sencillez del hombre, éste puede fallar por debilidad o prejuicios mundanos, como Judas y Pedro. Pero precisamente esa experiencia personal de la infidelidad, que reaparece siempre mostrando la imperfección que tiene cualquier gesto humano, nos obliga a hacer continuamente memoria de Cristo. Al grito desesperado del pastor Brand, en el homónimo drama de Ibsen (“Dios mío, respóndeme en esta hora en que la muerte me arrastra: ¿no basta entonces toda la voluntad de un hombre para conseguir una sola gota de salvación?”), le corresponde la positiva humildad de santa Teresita del Niño Jesús: “Cuando tengo caridad, solo es Jesús que actúa en mí”. Todo esto significa que la libertad del hombre, que el Misterio siempre implica, tiene su forma de expresión suprema e indiscutible en la oración. Por eso la libertad se manifiesta, conforme a su verdadera naturaleza, como adhesión al Ser y, por consiguiente, a Cristo. El afecto a Cristo está destinado a perdurar aun dentro de la incapacidad, de la gran debilidad que tiene el hombre. En este sentido, Cristo, Luz y Fuerza para cualquiera que le siga, es el reflejo adecuado de esa palabra que expresa la relación última del Misterio con su criatura: la misericordia: Dives in Misericordia. El misterio de la misericordia desborda cualquier imagen humana de tranquilidad o de desesperación; incluso el sentimiento de perdón pertenece al misterio de Cristo. Éste es el abrazo último del Misterio, abrazo ante el cual, el hombre – aun el más alejado, el más perverso, el más sombrío o tenebroso – no puede oponer nada, no puede objetar nada; puede desertar de él, pero solo desertando de sí mismo y de su propio bien. El Misterio y su misericordia queda como la última palabra, aun por encima de todas las oscuras posibilidades de la historia. Por eso la existencia expresa su último ideal mendigando. El verdadero protagonista de la historia es el mendigo: Cristo, mendigo del corazón del hombre, y el corazón del hombre, mendigo de Cristo» (L. Giussani, «En la sencillez de mi corazón te he dado todo con alegría», Roma, 30 de mayo de 1998. Publicado en L. Giussani - S. Alberto - J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Ediciones Encuentro, 1998, pp. 11-14). 

4. Cristo resucitado: un juicio sobre nosotros y sobre la historia
En la medida en que todo esto se convierte en verdadera experiencia, podemos entender la importancia que tiene el anuncio cristiano para nosotros mismos, y proponerlo como juicio a todo el mundo: lo que sirve para nosotros, por su objetividad, es lo mismo que sirve para el mundo. Por eso el Manifiesto de Pascua de este año vuelve nuevamente al origen. ¿Cómo ha nacido este Manifiesto de Pascua? Como un juicio sobre la historia y sobre nosotros mismos. ¿Qué decimos ante el tsunami o ante la guerra o ante la debilidad del yo, es decir, ante la falta de juicio, síntoma de una decadencia humana? Nuestro juicio es el contenido de este Manifiesto, que señala dos cuestiones fundamentales.
La afirmación del hecho: Cristo ha resucitado. Si el cristianismo es menos que esto, no vale la pena, no es cristianismo; habría quedado reducido simplemente al patrimonio que una gran personalidad humana nos ha dejado. ¿Y qué podemos hacer con este patrimonio ante el tsunami? Como dice el Papa, estaríamos «abandonados a nosotros mismos», a nuestra absoluta incapacidad. «Solo si Jesús ha resucitado ha sucedido algo verdaderamente nuevo que cambia el mundo y la situación del hombre. Entonces Él, Jesús, se convierte en el criterio del que podemos fiarnos». 
Pero para que esta afirmación sea un juicio, en el sentido que hemos dicho antes, es necesario que exista una experiencia en el presente. Por eso hemos retomado un texto de don Giussani: «Lo que sabemos [que Cristo ha resucitado] o lo que tenemos llega a ser experiencia solo si es algo que se nos da ahora: hay una mano que nos lo ofrece ahora, hay un rostro que viene hacia nosotros ahora, hay una sangre que corre ahora, hay una resurrección que acontece ahora. ¡Sin este “ahora” no hay nada! Nuestro yo solo puede ser movido, conmovido, es decir, cambiado, por algo contemporáneo: un acontecimiento. Cristo es un hecho que me está sucediendo [ahora]». ¿En qué lo veo? En el hecho de que yo puedo estar delante de la realidad sin miedo, que puedo mirarlo todo sin quedar en último término vencido. Si no quedo vencido, no es porque puedo dar todas las explicaciones, sino por algo que me está sucediendo ahora y que impide que mi razón sea presa del miedo y se convierta en medida, haciéndome creer – como nos testimoniaba nuestro amigo frente a su abuela moribunda – que todo aquello que no llego a entender no existe y no tiene sentido. El afecto a Cristo que está sucediendo ahora, a Cristo como presencia contemporánea, facilita a la razón ser fiel a su verdadera naturaleza: apertura a la realidad. Cualquier otro juicio es falso, sencillamente falso, porque elimina este factor.
Lo que nos salva no es una deducción, es un hecho que sucede ahora: Cristo es algo que me está sucediendo ahora. Por eso me cambia, determina mi presente, es el factor más determinante de mi presente, más potente que cualquier tsunami, que cualquier dolor, que cualquier enfermedad, que cualquier muerte, porque ya no me lo puedo quitar de encima.
Nosotros podremos comunicar esta esperanza a todos, difundiendo el manifiesto en la universidad, si en primer lugar es objeto de trabajo para nosotros, de otro modo ofreceremos la doctrina adecuada sin ser partícipes de la novedad que supone. Pero nada se puede comunicar si no es como experiencia: por eso solo podemos dar nuestra contribución a otros si cedemos al acontecimiento que Cristo es ahora, si somos tan sencillos como para hacer experiencia de lo que nos es dado ahora. Los demás, después, decidirán con su libertad. Este manifiesto es la gracia que nos sale al encuentro ahora. ¿Pero quién, para estar delante de todo lo que sucede, tiene la posibilidad de tener entre manos un instrumento tan decisivo, que nos ofrece al mismo tiempo un método, un camino que recorrer para que las palabras que decimos sean nuestras, sin desanimarse por lo que todavía falta, sino participando ya de la victoria que empezamos a saborear? La difusión de este Manifiesto es una ocasión estupenda para todos nosotros, es el instrumento más adecuado en este momento histórico para participar de la victoria de Cristo en la historia. Comunicarla a los demás y ver qué sucede nos conviene a todos, para no perdernos la ocasión de verificar la verdad de las palabras que aquí encontramos escritas. No tenemos nada más grande que decir al mundo. Por eso me parece un reto absoluto para cada uno de nosotros.