La transmisión de la fe en la familia

PÁGINA UNO
Luigi Giussani

28 de febrero de 1991. Parroquia de San Martín en Niguarda (Milán)

«Y si uno me niega ante los hombres, yo también le negaré ante mi Padre que está en los cielos»1. Este versículo de Mateo nos indica el criterio con el que será juzgada nuestra vida: si hemos dado testimonio o no. Pero para abordar el tema de esta tarde quiero partir de mis recuerdos familiares; por eso, tengo que hacer el elogio de mis padres y de mi familia.

1. Introducir en la realidad
Educar, educación. ¿Cuál es el principio que da pie a la educación? El nacimiento. ¿Qué es el nacer? Es entrar en la vida. El nacimiento es el ser que entra en la vida. Sin embargo, ¿qué valor tendría traer al mundo un hijo si después no creciera y se desarrollara?
Naturalmente, Dios tiene un modo de desarrollar aquello a lo que da vida que supera infinitamente nuestra imaginación; por tanto, todo lo que es concebido participa de la eternidad de Dios. Pero, por lo que nos concierne a nosotros, sería irracional concebir una criatura sin cuidar su desarrollo. ¿A qué me refiero cuando digo desarrollo? Y ¿qué tiene que ver esto con la educación?
Tras dar a luz a un hijo, acompañar su desarrollo quiere decir ponerlo progresivamente en relación con todos los factores de la realidad. De modo que, en un momento dado, ese hijo que hemos traído al mundo conozca toda la realidad que le rodea y vaya tomando conciencia de ella. Así, progresivamente, con la edad, llegará a hacer uso adecuado de esta realidad. Por tanto, educar es introducir en la totalidad de la realidad. En la “totalidad de la realidad” se puede entender en un sentido cuantitativo, matemático; la realidad entonces sería como un círculo que para algunos resulta pequeño, por ejemplo, para un niño que nace en los Alpes y pastorea sus ovejas toda la vida; y para otros, en cambio, se dilata indefinidamente, por ejemplo, para un chico que nace en la ciudad, cursa sus estudios, llega a la universidad o entra en el mundo del trabajo.
En cambio, entendida en un sentido cualitativo, la “totalidad de la realidad” implica su significado. Educar significa dar a luz e introducir en el mundo un ser que está llamado a relacionarse con todo lo que le rodea y a comprender lo que significa, de modo que todo le pueda servir para aprovecharlo adecuadamente. Educar implica por tanto propiciar una relación con la realidad lo más amplia posible y lo más concreta posible, porque uno que nace en la Tierra del Fuego necesita un desarrollo distinto de otro que nace en Milán.
Ahora bien, en una época técnicamente abrumadora como la nuestra, cuantitativamente desbordante de posibilidades, ¿de qué manera los padres pueden dar a conocer a su hijo todo lo que le puede ser útil e incluso necesario (útil para la formación de su personalidad y necesario para su consistencia)? Asumiendo en primera persona la responsabilidad de ese instrumento indispensable que es la escuela. De ser así, los padres –que son los que dan la vida a sus hijos y a quienes en primer lugar les corresponde ponerlos en contacto con la realidad– son también los primeros responsables de este instrumento educativo que es la escuela. Un instrumento que se ha desarrollado y enriquecido con el tiempo, y mediante el cual la sociedad, es decir, el conjunto de todos, colabora en una tarea que los padres no podrían hacer solos.
Resumiendo: dar la vida; cuidar la relación que el niño establece con todo lo que encuentra; y cuidar ese instrumento educativo que es la escuela, para que ésta colabore con la tarea de los padres y no vaya por derroteros distintos, al margen de la responsabilidad que ellos han asumido al traer al mundo a su hijo. Son estos los tres factores fundamentales de un concepto elemental de educación.

2. Comunicar un sentido
Segundo pasaje. ¿De qué sirve traer al mundo un hijo, enriquecerlo con toda clase de conocimientos y relaciones, enseñarle a utilizar los medios a su alcance, si todo esto carece de sentido? Es decir, si el haber venido al mundo, el relacionarse con las cosas y el saber utilizarlas no tiene sentido para él. Cualquier movimiento del hombre tiene algún sentido; pero ¿de qué serviría todo si no tuviera un significado para mí? Lo que me llamó la atención desde el primer momento y sigue acompañándome hoy es cierto: sería realmente irracional que una madre trajera al mundo un hijo si no fuera para su felicidad.
La felicidad del hijo es la culminación del fin para el cual una madre le ha traído al mundo y por lo que este hijo se relaciona con todo y se sirve de todo, haciendo de su vida un verdadero camino, una ruta, un itinerario cuya meta final es que lo que una vez fue un pequeño grumo alcance su plena satisfacción (que en latín quiere decir satis facto, “hecho del todo”, pleno, feliz). Sin sentido, la vida sería inútil. Y esta es la palabra más inadecuada por ser demasiado tímida. En efecto, si la vida careciera de sentido, sería injusto dar a luz, sería un delito hacer nacer, porque traer al mundo significaría exponer al hijo al riesgo de dolores y sufrimientos que ninguna madre podría prever.
Me acuerdo de la impresión que me produjo la primera vez que leí esta noticia en el periódico, después de la guerra: en el campo de concentración de Dachau se encontraba recluida Mafalda de Saboya, la princesa de Italia que allí encontró la muerte. Cuando los aviones americanos e ingleses, los aviones de los aliados, sobrevolaban el campo de Dachau, ella, que ya había enloquecido, con su fragilísima mano escribía sobre la nieve: «Saboya», casi para permitir a los aviones el aterrizaje que le viniera a salvar. ¿Acaso su madre, que era la Reina de Italia, hubiera podido imaginar al darle a luz el dolor al que iba encaminada su hija?
Por eso digo siempre que la mujer tiene un instinto religioso, una inteligencia de la religiosidad, un sentido religioso más grande que el hombre, porque en ella es más estructural. El sentido religioso en una mujer se expresa de manera más natural porque define el motivo de su naturaleza propia, femenina, la de ser madre. A su vez, tras un adecuado desarrollo, el sentido religioso encuentra al hombre más aguerrido en su defensa. Pero la intuición inicial es más fuerte en la mujer; y no por debilidad, sino por la agudeza con la que percibe su naturaleza propia, en cuanto que –lo repito– el sentido religioso es lo que permite a una mujer ser madre razonablemente.

3. Educar en la fe
Aquí tenemos que dar el paso que hace intervenir a la palabra fe. Educar en la fe significa introducir a un nuevo ser en la complejidad dinámica de las relaciones, con los hombres y con las cosas, con la realidad entera, sin ninguna frontera, en la más plena y total libertad. Una tarea cuya preocupación suprema es que este nuevo ser descubra el motivo por el que existe, por qué conoce las cosas y las personas, la finalidad que tiene su obrar, el fin por el que vive, suspira, sufre y goza. Viva un instante o cien años, da lo mismo: necesita conocer el fin por el que nace, se desarrolla, obra, lucha, disfruta, planea su futuro.
Solo con el mensaje de la fe este fin se identifica con claridad, con seguridad, con verdadera certeza. A decir verdad, en el trabajo que muchos hacéis sobre El sentido religioso2, veréis que esta certeza brota inmediata y propiamente, en primer lugar, de la dimensión religiosa del hombre, que es precisamente la afirmación de que este destino existe; pero sin la palabra de la fe, la razón seguiría opaca; aun en sus intuiciones más agudas permanecería incierta. Opaca e incierta.
Es el mensaje de la fe lo que asegura el carácter razonable de la vida y de todo su desarrollo. El mensaje de la fe es lo que consagra la tarea educativa, lo que hace de la educación una obra noble, necesaria para que el hombre crezca, sea más, llegue a ser él mismo, se conozca y se ame a sí mismo, que es lo más difícil. El amor a uno mismo es lo más difícil precisamente porque el hombre por sí mismo desconoce los fines de su existencia, que permanecen envueltos en una niebla que solo se despeja gracias al mensaje de la fe.
Por eso Dios se hizo hombre. Él es la luz que viene al mundo, la luz que todo lo ilumina; todo se aclara ante la luz de su Palabra. Entonces, se puede nacer en el seno de una familia, relacionarse con todas las cosas y aprender, hasta llegar a la meta.
Recuerdo a mi pobre padre, que me tomaba de la mano cuando íbamos por la calle y al cruzarnos con algún amigo, la apretaba y me decía: «¡Saluda! ¡Di buenos días!». Miles y miles de veces mis padres me decían «Saluda». Y después: «¿Qué se dice?». «Gracias», o bien, «Adiós». Y así nació en mí esa virtud suprema de la convivencia que es la capacidad de relación. De esta manera tan sencilla, mis padres la hicieron nacer en mí. Del mismo modo, los padres que eligen el colegio, van a hablar con la maestra, controlan los deberes, reclaman al hijo a lo que es su obligación y lo alientan a cumplir con ella.
También recuerdo a mi abuelo que, cuando yo aprendía a escribir, a trazar las primeras líneas que me salían todas torcidas, se quedaba allí mirándome y me decía: «No tienes que mirar la punta del lápiz, tienes que fijarte en el punto al que debes llegar, luego, ¡tira!». Entonces yo miraba al punto de llegada y tiraba; la línea salía recta, mucho más recta. Después comprendí que ese mismo método valía para la bicicleta, porque si uno va en bicicleta mirando a la rueda, se cae; debe mirar hacia delante. Por eso, quien no tiene claro el fin al que tiende traza líneas torcidas, va por sendas tortuosas.
Tener claro el punto de llegada. Los padres entienden muy bien que esto es lo esencial. Corresponde en primer lugar a los padres ayudar al hijo a reparar en su dimensión religiosa, ayudarle a percibir para qué existe, mostrarle cuál es el fin de su vida. Y al decirle nada más desperezarse: «Anda, rezamos juntos, hijo», le enseñan por qué se levanta cada mañana. Pero, ¿cuántas madres hoy en día lo hacen? ¿Y por la noche, al acostar a los niños, hacen lo mismo?
Recuerdo a mi padre, que era entonces el jefe de los socialistas del distrito de Monza y no iba nunca a la iglesia. Un domingo de primavera, espléndido, claro y limpio, íbamos a misa en mi pueblo, que es Desio, al pasar por delante del hospital nos cruzamos con un señor que le espetó en dialecto: «Anda, tú también vas a la iglesia…». Y mi padre, que me llevaba a mí con su derecha y a mi hermanita con su izquierda, respondió: «Ya, tengo hijos…».
El primer mensaje de la fe viene de los padres y por eso la familia adquiere un carácter admirable, sagrado, cuyo recuerdo al llegar a ser adultos está mucho más ligado a esta sacralidad que ni siquiera a todos los demás bienes, oportunidades y riquezas, que hemos podido recibir en nuestra infancia.

a) Los sacramentos. Al llevar a bautizar al niño los padres cumplen con su primera tarea de transmitir la fe (hubo un tiempo en que cuando alguien esperaba cuatro o cinco días para hacerlo era un escándalo, ahora los padres esperan tres o cuatro meses; no pretendo juzgar a nadie, pero si yo tuviera un hijo no esperaría tres meses. Es cierto que los tiempos han cambiado y la mortandad infantil es mínima…). La semilla del Bautismo se desarrolla después, cuando los padres, llegado el momento, se ocupan de que el niño vaya a catequesis, aprenda a confesarse y reciba la primera Comunión. El Bautismo es el sacramento fundamental del que surgen todos los demás: la Penitencia, la Eucaristía y el resto. El sacramento del Matrimonio consagrará después la tarea que el hijo, llegado a mayor edad, asume en la sociedad delante de la Iglesia y del mundo, hasta que Dios quiera. Aquel sacramento inicial, el Bautismo, culmina en el sacramento del gran paso final.
El cuidado de los sacramentos. «¿Has ido a la iglesia?», me decía mi padre, socialista que no iba a la iglesia, lo cual no era una incongruencia. Cuando me fui al seminario, en un momento dado, le dije: «Papá, tú eres incongruente, contradictorio; me decías que fuera a la iglesia y tú no ibas». Pero no era una incongruencia: era el instinto paterno y materno que deseaba la felicidad de su hijo. Porque los padres que saben cuál es el camino de la felicidad para sus hijos y, por su historia personal, por pereza o por vínculos de partido o de amistades, ceden a la incoherencia, quieren sin embargo, justamente, que sus hijos no pierdan lo que ellos están perdiendo por ceder a otras presiones.
La invitación a los sacramentos es la primera condición para que la fe sea comunicada y educada en la familia. Cuanto más participan los padres en preparar a los hijos para la Confesión, para la primera Comunión, cuanto más se interesan y animan a los hijos a acudir a los sacramentos, cuanto más se interesan en una adecuada preparación al Matrimonio para que sea un gesto sagrado, tenga y conserve su profunda naturaleza sagrada, tanto más la familia contribuye a educar en la fe.

b) El ejemplo. Pero la familia contribuye a educar en la fe también con una segunda modalidad, que se puede expresar con una palabra muy simple: el ejemplo.
Recuerdo que cuando tenía paperas me metieron en la cama de mis padres; mi padre estaba a mi lado y a mí me dolía mucho el oído, entonces me dijo: «Te voy a contar una historia». Me contó la historia del rico Epulón. Recuerdo como si fuera ahora que se me pasó el dolor de oído y estaba atento a lo que me decía mi padre; y ahora pienso, fíjate qué mensaje me transmitía mi padre que entonces no iba a la iglesia (volvió a ir cuando yo canté Misa), qué sensibilidad comunicó a mi vida.
Me detengo un momento sobre un recuerdo ligado a mi madre. Todas las noches venía a arroparme en la cama antes de dormir y me decía: «Reza al Señor por los niños que no tienen casa» porque llovía; «Reza al Señor por los niños que no tienen madre» porque alguna mala noticia había llegado; y así todas las noches un motivo distinto. De esta manera –además del sentido de las relaciones, al tomarme de la mano y decirme: «¿Qué se dice?»– desarrolló en mí también el sentido de los demás. Porque le debo a estas repeticiones de avisos y de reclamos el sentido que tengo de los demás, que veo que tengo. Después, la fe me ha dado un fundamento racional para este sentido de los demás, lo ha multiplicado como posibilidad práctica y ha exaltado su valor en mi vida. Pero la raíz de todo estaba ahí.

c) Juzgar a partir de la fe. Con esto quiero decir que el ejemplo es sobre todo un juicio que los padres dan. Me diréis después si os escandalizo diciendo lo que voy a decir. Al hablar con los padres, repito siempre que la coherencia con las propias ideas, con la propia fe, no se puede juzgar en primera instancia por la coherencia moral; los hijos no juzgan tanto nuestra coherencia moral; de hecho, cuanto más mayores se hacen, más comprenden que también los padres son seres humanos como ellos, que pueden equivocarse, pueden ser incoherentes, pueden ser cobardes; en fin, que son como ellos.
Pero, mientras se almuerza a mediodía o se cena por la noche, los únicos momentos en los que se está todos juntos alrededor de la mesa, se percatan muy bien si cuando se habla de política, de Iglesia, del trabajo, de la escuela, de esto y aquello, los padres juzgan a partir de la fe o si la fe no tiene nada que ver con su vida. Esta es la causa por la que normalmente los hijos pierden la fe, o por lo menos, la vacían, la deprecian.
Lo que yo debo a mis padres es que la fe –Dios, Cristo, la sabiduría de la Iglesia, los santos– entraba en los juicios que daban en su vida cotidiana. Como en el ejemplo tan hermoso de mi madre. Si no entra en el juicio, la fe no encuentra su confirmación en la razón, no entra a formar parte de la conciencia razonable del muchacho. Por eso dicen: «Mis padres pueden seguir insistiéndome en que vaya a catequesis, a la iglesia, pero esto no tiene nada que ver con la vida; ellos no me muestran qué tiene que ver con la vida lo que tanto les apremia». En cambio, aquel “Acuérdate…” que me decía mi madre o la parábola del evangelio que me repetía con énfasis mi padre, eran un juicio sobre la vida. La fe tiene que ver con el juicio que cada uno da sobre la vida.
En mi opinión, esta es la cuestión más grave para las familias cristianas a la hora de educar en la fe. Lo que es decisivo para la transmisión de la fe en el ámbito familiar es que el contenido de la fe sea de alguna manera empleado –ocasionalmente o lo más a menudo posible– como criterio para valorar lo que hacen y lo que sucede en la vida.
Una vez, estando en Varigotti con 700 chavales, les dije: «Que levante la mano quien, hablando en su casa de los planes para el futuro, de qué carrera estudiar o qué trabajo hacer, valorando si elegir una chica u otra, pensando en cuándo casarse y por qué, ha oído en años una respuesta que tuviera que ver con la fe». Ninguno levantó la mano. Si la fe no tiene que ver con estas cosas, ¿qué valor tiene para la vida? Entonces la invitación que viene de la familia queda truncada, el reclamo que viene del ámbito familiar queda cojo, cortado. Y lo que queda truncado y cortado se muere.
Lo que es verdad es precisamente lo contrario. Lo repito esperando no escandalizar a nadie. Es más fácil hacer razonar a un muchacho acerca de la incoherencia moral de sus padres y decirle: «¿No comprendes que tu padre es un ser humano como tú? ¿Te extraña a ti ver que te equivocas? Entonces, ¿por qué te extraña que tu padre se equivoque?». Esto lo entienden. Lo que en cambio les resulta incomprensible es que la fe no juzgue para nada lo que hay que hacer, las decisiones que hay que tomar en la vida. De hecho, este es el origen secreto, la raíz oculta del extravío diario de la fe. Además, puede también ocurrir que la carencia de estos padres en dar un juicio a partir de la fe, se vea confirmada en el modo de predicar de algunos sacerdotes.

d) La presencia. Y por último: la educación en la fe en el ámbito de la familia es justo que cuente con todo el ejemplo físico. Mi madre por entonces se levantaba todas las mañanas a las cinco y a las cinco y media estaba en misa. Había un kilómetro de camino para ir a la iglesia. Cuando mi pobre madre murió, teniendo que hablar en su funeral, haciendo un gran esfuerzo por superar mi emoción, recordé un episodio que se me quedó grabado. Era una mañana límpida, el cielo todavía de un azul profundo con la estrella de la mañana que brillaba allá arriba, mi madre mirando al cielo exclamó con un suspiro: «¡Qué grande es Dios!». Han pasado 65 años, pero ese «¡Qué grande es Dios!» ha quedado grabado en mi memoria.
Quiero decir que su presencia “me arrastraba” detrás suyo, porque no era espontáneo para mí ir a misa a las cinco y media de la mañana. Me acuerdo de otra vez, durante la misa sonó el Sanctus (entonces se tocaban las campanillas) y yo estaba cansado y le pregunté a mi madre: «Mamá, ¿termina ya la misa?». «No, solo estamos a la mitad. Pero tú procura estar atento como hasta ahora».
“Arrastrar” a los hijos con la propia participación en los gestos que les proponemos. “Arrastrar”, en el sentido de atraer. Y, se entiende, “arrastrar” en su justa medida, porque evidentemente hay límites que respetar. No era yo el que pedía ir, pero no me negaba a ir, no me arrastraban a la fuerza; iba porque mi madre iba. Ella iba de tal modo que yo también iba. Y si ella me despertaba a las cinco y cuarto de la mañana, yo me levantaba. Gracias a Dios ahora no hay misas a las cinco de la mañana, pero sigue vigente la norma: es necesario implicar a los hijos en los gestos de feque realizamos nosotros.
En este sentido, la manifestación más sencilla, la más conmovedora, de esta implicación es la oración común en familia, ya sea un avemaría, o bien el Angelus a mediodía o el rezo por la noche. Rezar el Angelus sería un gesto precioso porque es la síntesis de todo el mensaje cristiano; y también es el recuerdo de aquella muchacha de quince años que, sin elucubrar nada, colmada por la evidencia del anuncio recibido, dijo: «Sí», «Fiat»; y el ángel la dejó, se encontró sola. Recordar ese momento en familia, revivirlo, evocarlo tal como sucedió en la historia, hacer memoria de cómo fue entonces y es hoy en nuestra experiencia, haciendo participar a quien quiere, a quien acepta decir al menos un avemaría juntos. Con una única condición, sin obligar nada a nadie. No ha de ser un «está bien, si no quiere, allá él». La señal de que se respeta la libertad del hijo es un gran dolor en los padres, un gran dolor que pueden ofrecer a Dios para que toque el corazón del hijo y lo ablande.

Resumiendo. He querido hablar de lo que entiendo por educación y he querido apuntar a los aspectos fundamentales de la educación en la fe. El paso de la educación natural a la educación en la fe es el paso que va de dar la vida a despertar y aclarar el sentido de la vida, sin el cual sería irracional dar a luz. Entonces se puede morir en paz, con una serena alegría. Recuerdo (podría decir el nombre porque muchos de mis amigos lo conocen) a una familia bastante numerosa, con todos los hijos alrededor del padre que se estaba muriendo. Y el padre estaba tan sereno por la fe que el último gesto que hizo fue despedirse haciendo «ciao» con la mano. Solo la fe permite tener esta claridad respecto de la meta.
La familia educa en la fe mediante el cuidado de los sacramentos, participando en ellos los padres, sobre todo implicándose en primera persona en el Bautismo, en la Confesión, en la Comunión, para después implicar a los hijos en los propios gestos y, sobre todo, sembrando la convivencia familiar de juicios sobre la vida; juicios sobre los acontecimientos de la vida personal y social, sobre los sucesos cotidianos y aquellos de los que habla la prensa. Sembrar el tiempo del día a día y de la convivencia con juicios que nacen de la fe.
Porque en un muchacho que oye decir a su padre: «Ve a misa, ve a catequesis» e incluso: «Recemos el rosario», pero que cuando se habla del Papa, de los Obispos y la Iglesia, le oye sistemáticamente hacerse eco de lo que dicen los telediarios, las televisiones, los periódicos o los compañeros de trabajo, se colará el escepticismo ante la fe. Así, para acabar, digo que en último término toca a los padres, a los familiares, preocuparse dolorosamente por las falsedades sobre la fe que los muchachos encuentran allá donde viven: con los amigos, en el colegio, en el mundo del trabajo y en la sociedad. Preocuparse dolorosamente por estas falsedades y tratar de corregirlas; y si no saben qué decir tendrán que buscar ayuda, porque lo más necesario para la fe es que se demuestre razonable, es que sepa mostrar sus razones adecuadas.
No se trata, evidentemente, de eliminar lo sobrenatural, el Misterio; se trata de que las razones nos introduzcan a lo sobrenatural; la razón nos tiene que abrir al Misterio; por tanto, estad atentos a los lobos que intentan penetrar en la vida de vuestros hijos por todas partes. Y para defender a vuestros hijos de estos lobos, para ayudarlos, procurad que no entren en vuestra vida.

Notas:
1 Mt 10,33.
2 L. Giussani, El sentido religioso, Encuentro, Madrid 2008, décima edición.