La forma del testimonio

PÁGINA UNO
Julián Carrón

Apuntes de la síntesis de Julián Carrón en la Asamblea internacional de responsables de Comunión y Liberación
Cervinia, 29 de agosto de 2016

1. La definición del testimonio
«Las circunstancias por las que Dios nos hace pasar constituyen un factor esencial de nuestra vocación, de la misión a la que nos llama; no son un factor secundario. Si el cristianismo es el anuncio de que el Misterio se ha encarnado en un hombre, las circunstancias en las que uno toma posición ante este hecho frente al mundo entero son importantes para la definición del testimonio» (L. Giussani, El hombre y su destino, Encuentro, Madrid 2003, p. 61).
Cada uno de nosotros puede juzgar si el modo con el que nos hemos testimoniado nuestro intento de vivir y de comunicar el cristianismo ha sido adecuado o no en la circunstancia histórica en la que nos encontramos. La primera verificación de la forma de nuestro testimonio la realizamos nosotros para nosotros mismos. Si no llevamos a cabo esta verificación, aunque luego repitamos las palabras que nos hemos dicho, todo será abstracto. De hecho, si aquello de lo que hablamos, si aquello que recibimos no arraiga en nosotros y nos implica a nosotros en primer lugar, será inútil también para los demás: si no pasa a través de nosotros, si no se encarna en nosotros, si no penetra hasta nuestras entrañas, ¿qué es lo que comunicamos? Palabras, palabras, palabras. Por eso lo que condensa todo cuanto hemos dicho es la experiencia presente.
¿Qué es lo que hemos visto? ¿Qué experiencia ha producido en nosotros todo lo que hemos visto y vivido? Y, en segundo lugar, ¿estamos disponibles para seguir y para secundar lo que hemos visto suceder en nosotros durante estos días? Nosotros obedecemos a Aquel que actúa en todo lo que ha sucedido en nosotros y a nuestro alrededor, si hemos tenido un mínimo de ternura para con nosotros mismos, un mínimo de amor a nosotros mismos, a nuestra vida, a nuestro cumplimiento para reconocerlo. Y si no ha sucedido nada, es mejor que nos vayamos, que cerremos la puerta y tiremos la llave a la papelera.
Continúa la frase de don Giussani que acabamos de citar: «Por cómo tomamos esa postura [la forma del testimonio] se comprende si vivimos y en qué grado la pertenencia, que es la raíz profunda de toda expresión cultural. En efecto, toda expresión cultural nace de una pertenencia determinada, brota de aquello a lo que se pertenece. No es necesario que tengamos conciencia de ello teóricamente; podemos carecer de una conciencia adecuada pero, de hecho, lo que decide nuestra expresión cultural es aquello a lo que pertenecemos» (ibídem). Aquello a lo que pertenecemos, aquello en lo que participamos, es lo que define nuestra expresión cultural. Por ello, si no hemos hecho experiencia de pertenecer al acontecimiento que nos ha sucedido, nuestra expresión cultural estará necesariamente determinada por otra cosa, por otra pertenencia. Entonces, la verificación de aquello a lo que pertenecemos es nuestra forma de estar en la realidad.
Hemos repetido muchas veces esta frase, pero es como si nunca acabásemos de aferrar todo su alcance, de comprender su significado, porque las circunstancias nos provocan sin tregua, cada día se muestran más decisivas y reclaman de nosotros un movimiento para comprender cada vez más qué es la fe, qué significa vivir la fe, qué experiencia hacemos nosotros de la fe en esta circunstancia histórica, en relación con la cual se define el testimonio, la forma del testimonio. De hecho, no podemos vivir la fe fuera de la historia, no podemos imaginar un testimonio que sea ahistórico. Nosotros no vivimos por el aire, vivimos en las circunstancias, delante de los desafíos, en un momento concreto del tiempo. Por eso la forma del testimonio puede ser distinta, porque se determina en relación con las circunstancias históricas. Esto no significa renunciar al origen de nuestra experiencia, sino que este origen se encarna en las circunstancias históricas, de modo que podamos verificar si dicha experiencia resiste la evolución de los tiempos, la presión de los cambios.

2. Un cambio de época
Hemos definido la circunstancia histórica actual con la expresión del Papa Francisco: «Se puede decir que hoy no vivimos una época de cambio sino un cambio de época» (Encuentro con los participantes en el V Congreso nacional de la Iglesia italiana, Florencia, 10 de noviembre de 2015). ¡Un cambio de época! ¡Qué disponibilidad hemos de tener, nosotros y toda la Iglesia, para aceptar el desafío que este cambio de época representa para nuestra fe! Toda la Iglesia, todos nosotros nos hallamos frente a este desafío, y tenemos una tarea a la que no nos podemos sustraer. Pero para no sustraernos a esta tarea es necesario que nos dejemos provocar, que nos dejemos llamar por las circunstancias en las que nos encontramos, de modo que podamos encontrar la forma más adecuada para testimoniar la fe en el momento histórico actual. Es por ello que ya desde hace años nos preguntamos: ¿qué significa ser una presencia ahora? ¿Cuál es nuestra tarea en el mundo?
La Iglesia, desde el momento en que vive en la historia, está llamada constantemente a leer los «signos de los tiempos», como decía Benedicto XVI en el texto que citamos en los Ejercicios de la Fraternidad (cf. «Con amor eterno te amé, tuve piedad de tu nada», supl. de Huellas, n.6/2016, p. 10) para identificar la forma adecuada del testimonio. No es una urgencia solo de ahora, sino una constante en la historia de la Iglesia y en nuestra historia, como se recoge estupendamente en la obra de Marta Busani sobre el nacimiento de Gioventù Studentesca (Gioventù Studentesca. Storia di un movimiento cattolico dalla ricostruzione alla contestazione, Studium, Roma 2016). Nosotros nacimos dentro del intento que realizó la Iglesia ambrosiana de responder a la creciente falta de interés de los jóvenes por la propuesta cristiana, que era percibida cada vez más como algo formal y carente de incidencia en la vida. Si nos remontamos al Milán de 1955, Giovanni Battista Montini expresa su deseo de encontrar un «cristianismo moderno, vivo y nuevo que ofrecer a las generaciones venideras» (M. Busani, Gioventù Studentesca…, op. cit., p. 14). Con su intento pastoral, el nuevo arzobispo trataba de responder al formalismo que parecía dominar en la forma de vivir la fe y a los síntomas ya visibles de alejamiento de los jóvenes, e invitaba a todos a ayudarle. Se podría decir que Giussani ya había respondido de lleno a este llamamiento de su obispo.
El movimiento es en definitiva una forma, un modo a través del cual don Giussani, con toda la sensibilidad de la que era capaz, trató de dar testimonio de Cristo en aquella circunstancia histórica particular. El movimiento es la forma, la modalidad a través de la cual Cristo nos ha alcanzado, nos ha fascinado, nos ha aferrado, es el modo con el que el cristianismo se ha vuelto interesante para nosotros, con el que Cristo se ha convertido en una presencia real en nuestra vida. Y nosotros lo hemos descubierto a través de la experiencia, por la capacidad que tiene Cristo de atraernos, de fascinarnos y, a través de la pertenencia, de cambiar nuestra vida.
Pero esta dinámica no se detiene nunca, porque las circunstancias cambian constantemente. Por eso la Iglesia necesita siempre escrutar los signos de los tiempos para buscar la forma adecuada del testimonio. ¿Cuáles son los signos de este cambio de época? Podemos indicarlos haciendo referencia a personas que no pertenecen a la Iglesia, pero que tienen la sencillez de mirada necesaria para captar lo que está sucediendo (inseguridad y miedo) e identificar su raíz. «Las raíces de la inseguridad –ha dicho recientemente el conocido sociólogo Zygmunt Bauman– son muy profundas. Se hunden en nuestro modo de vida, están marcadas por el debilitamiento de los vínculos […], por la disgregación de las comunidades, por la sustitución de la solidaridad humana por la competición». Y añadía que el miedo procede de esta ausencia de vínculos: «El miedo generado por esta situación de inseguridad […] se extiende a todos los aspectos de nuestras vidas» («Alle radici dell’insicurezza», entrevista a cargo de D. Casati, Corriere della Sera, 26 de julio de 2016, p. 7).
Es en esencia el mismo diagnóstico que don Giussani formulaba hace más de veinte años de forma todavía más radical. Lo que «caracteriza al hombre de hoy [es] la duda acerca de la existencia, el miedo a la existencia, la fragilidad de la vida, la inconsistencia de uno mismo, el terror a lo imposible; el horror ante la desproporción entre uno mismo y el ideal». Y continuaba: «Este es el fondo de la cuestión, y desde aquí se puede partir para una cultura nueva, para una crítica nueva». De hecho, el punto de partida y el término con el que cualquier intento de respuesta está llamado a medirse es esta necesidad del hombre de hoy –es decir, de cada uno de nosotros–. Cualquier intento tiene que verificar su pertinencia con relación a esta situación humana, a este «hoy» del hombre. Si no responde a esta necesidad, no le interesará al hombre, no nos interesará a nosotros. «El mundo de hoy ha vuelto a la miseria evangélica. En los tiempos de Jesús, el problema era cómo vivir, y no quién tenía razón» («Corresponsabilità», Litterae communionis-CL, n. 11/1991).

3. Intentos de respuesta
Es inevitable que, ante esta situación de la que no podemos evitar partir, aparezcan distintos intentos de respuesta, distintas culturas, que indican posiciones de fondo. Soy consciente de que en la vida personal y social existen muchas otras dimensiones que hacen de ella algo verdaderamente complejo. Pero quiero detenerme en dos actitudes que creo que prevalecen en la actualidad.

a) Muros
Podemos indicar la primera con una palabra: muros. Esta posición de fondo propone crear muros para defender de algún modo lo que queda todavía, para tratar en definitiva de protegernos. El Papa Francisco nos la ha recordado muchas veces. Al señalar esta actitud no se quiere, obviamente, infravalorar o excluir las medidas de seguridad y las leyes necesarias para prevenir cualquier violencia y defendernos adecuadamente de eventuales agresiones. Pero, ¿son suficientes? Sobre todo, ¿son suficientes con respecto a la profundidad del problema que tenemos que afrontar? Bauman nos desafía de nuevo con su agudeza: «Una vez que se erijan nuevos muros y que más fuerzas armadas se desplieguen en los aeropuertos y en los espacios públicos; una vez que a quien pide asilo procedente de guerras y destrucciones le sea denegada esta petición, y que más migrantes sean repatriados, resultará evidente que todo esto es irrelevante para resolver las causas reales de la incertidumbre» («Alle radici dell’insicurezza», cit.). Lo subrayaba también el Papa hace algunos meses: «Siempre he dicho que construir muros no es la solución. En el siglo pasado vimos la caída de uno. No se resuelve nada» (Rueda de prensa durante el vuelo de vuelta desde Lesbos, Grecia, 16 de abril de 2016). De forma análoga, las contraposiciones ideológicas, que son formas distintas de construir muros, serán irrelevantes a la hora de resolver las causas reales de la incertidumbre, porque el problema no es «quién tiene razón», sino «cómo se puede vivir» en esta situación. La inseguridad y el miedo no se superan con los muros, tienen raíces tan profundas en nosotros que, como dice Benedicto XVI, no se pueden resolver simplemente desde fuera: «El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior» (Carta encíclica Spe salvi, 25).
Cuando hemos construido muros, ¿ha desaparecido acaso la incertidumbre, ha sido vencida, ha sido derrotada? Pensemos en ciertos muros reales construidos aquí y allá por el mundo: ¿se ha vuelto más seguro vivir? Pensemos en las veces que nos encerramos dentro de nuestro huerto para defender los espacios que todavía nos quedan. ¿Ha sido vencida la incertidumbre? Solo en apariencia, porque el virus permanece incluso dentro de las fortalezas. De hecho, el problema no son ante todo los riesgos que puedan venir desde fuera, sino el miedo a vivir, la inseguridad existencial, la duda que tenemos acerca de la existencia. Por ello, aunque construyamos muros, continuaba Bauman, «los demonios que nos persiguen […] no se evaporarán ni desaparecerán. En ese punto podremos despertarnos y desarrollar los anticuerpos» («Alle radici dell’insicurezza», cit.) adecuados, seremos capaces de ello. Es un problema de tiempo, no de discusiones. Antes o después llegaremos al núcleo de la cuestión.

b) Diálogo
Al intento de levantar muros se puede contraponer una segunda actitud, que podemos describir con otra palabra: diálogo. Muchos hombres de hoy, como hemos visto en numerosas ocasiones este año, buscan sinceramente una respuesta adecuada a sus propias necesidades y a las de los demás, después de las muchas derrotas ideológicas, y por ello los percibimos como compañeros de camino. Lo hemos visto en los interlocutores con los que nos hemos encontrado al presentar La belleza desarmada (J. Carrón, La belleza desarmada, Encuentro, Madrid 2016). La historia reciente nos ha hecho a todos menos presuntuosos y más disponibles a un diálogo, incluso con personas aparentemente muy lejanas, pero con las cuales nos unen las mismas preguntas. Incluso procediendo de historias o recorridos absolutamente distintos, lejanísimos, es como si paradójicamente la situación actual nos hiciese a todos compañeros de camino más disponibles a escucharnos. Nosotros no somos extraños al desafío de encontrar respuestas adecuadas, y tenemos que verificar si estamos disponibles para considerar lo que los demás nos ofrecen dentro de un diálogo, y si lo que podemos compartir de nuestra experiencia tiene valor también para ellos. Por ello, tiene razón el cardenal Tauran que, justamente en una situación en la que uno pensaría en formas de respuesta distintas, más rígidas, no se cansa de insistir en la inevitabilidad de un diálogo desarmado: «La respuesta es siempre y en cualquier caso el diálogo, el encuentro […]; el único camino practicable es el del diálogo desarmado. En mi opinión, dialogar significa en definitiva ir al encuentro del otro desarmados, con una concepción no agresiva de la propia verdad, y sin embargo no desorientados». ¿No existe otro camino?, le pregunta el entrevistador. «En absoluto. Estamos condenados al diálogo» («Un altro passo verso l’abisso ma il sangue si può fermare con il coraggio del dialogo», entrevista a cargo de P. Rodari, La Repubblica, 27 de julio de 2016, p. 8).

4. «El diálogo es vida»
La palabra «diálogo» ocupa significativamente una posición central en el origen de la experiencia de GS propuesta por don Giussani. Cuando en Gioventù Studentesca. Reflexiones sobre una experiencia, de 1959, don Giussani describe el «radio», el primer gesto que indicaba la participación en GS, afirma que «hacer el radio significa dialogar». «Diálogo es comunicar nuestra vida personal a otras vidas personales; diálogo es compartir la existencia de los demás en nuestra existencia». Esta era la primera forma que don Giussani proponía a los jóvenes estudiantes de bachillerato con los que se relacionaba. Y para aclarar la naturaleza del «diálogo» que proponía, lo contraponía a otra conocida acepción que había sumido la palabra en el debate de aquellos tiempos con relación a la escuela, es decir, la de «dialéctica»: «Evidentemente este diálogo está muy lejos de la concepción racionalista, que lo considera como una dialéctica, como un choque más o menos lúcido de ideas y medidas mentales. Nuestro diálogo es el mutuo comunicarse de uno mismo a través de los signos de las palabras, de los gestos, de la actitud. El acento no lo ponemos en las ideas, sino en la persona como tal, en la libertad. Nuestro diálogo es una vida de la que las ideas son una expresión» (L. Giussani, El camino a la verdad es una experiencia, Encuentro, Madrid 1997, p. 39).
Pocos años después, en 1964, en Apuntes de método cristiano, Giussani utiliza la categoría de «diálogo» para identificar la misión, la presencia de los jóvenes bachilleres en el ambiente. «El diálogo es un instrumento de convivencia con toda la realidad humana hecha por Dios. Por eso el diálogo es el instrumento característico de la misión». Podemos afirmar que «la historia de la Iglesia es una historia de construcción de la unidad, una historia hecha de la capacidad de valorar lo positivo, hecha de diálogo. Baste pensar en el encuentro que se ha ido produciendo entre el cristianismo y las distintas civilizaciones». ¿Cómo describe el diálogo don Giussani? «El diálogo consiste en la propuesta que hago al otro de lo que yo vivo y en la atención a lo que el otro vive, por una estima por su humanidad y por un amor a él que no implica en absoluto una duda de mí mismo». «El “otro” es esencial para que mi existencia se desarrolle, para que lo que yo soy tenga dinamismo y vida. El diálogo es esta relación con el “otro”, sea quien sea, sea como sea» (ibídem, pp. 135, 139).
Diálogo o dialéctica. Es impresionante releer estas cosas a la luz de lo que decíamos al principio: «Por cómo tomamos esa postura se comprende si vivimos y en qué grado la pertenencia, que es la raíz profunda de toda expresión cultural. En efecto, toda expresión cultural nace de una pertenencia determinada» (L. Giussani, El hombre y su destino, op. cit., p. 61). Cualquier expresión cultural nace de una pertenencia. El enfrentamiento, la dialéctica, la contraposición tienen su origen en una concepción «ideológica», cualquiera que sea su matriz. El diálogo, en cambio, expresa de forma constitutiva la experiencia cristiana vivida en su verdad: al ser el cristianismo una gracia, un don recibido gratuitamente a través de un encuentro, ¿qué podemos hacer, sino compartir en el encuentro y el diálogo incansable con los demás lo que se nos ha dado? No existe otra forma de hacerles partícipes de la verdad que hemos recibido que no sea compartirla, comunicársela a ellos a través de la vida; a través del testimonio, precisamente. Pero esta actitud podemos encontrarla igualmente en los que, habiendo descubierto algo decisivo para ellos en otra experiencia, quieren compartirla con otros.
Por tanto, cada una de nuestras expresiones culturales es una prueba de nuestra pertenencia. Lo vemos también en estos tiempos: a veces nos sentimos más cerca de personas que durante años han estado lejos que de algunos de casa. La vida no nos ahorra nada.
Es lo que sucedió a mediados de los años 60, la época a la que remonta Giussani el comienzo de la crisis de GS que culminará en el 68: «Los que después dejarían GS ponían el acento en una concepción según la cual el cristianismo era entendido, en la práctica, como una forma de compromiso moral y social. Haciendo esto perdían de vista la misma naturaleza específica del hecho cristiano, y por consiguiente terminaban inevitablemente poniendo su esperanza en la capacidad de acción y organización del hombre, y no en el gesto gratuito que Dios ha elegido para entrar en la historia. A mi parecer, dicha actitud en estas personas no era entonces consciente, ni críticamente teorizada, pero en la práctica inspiraba su vida de cada día. Se planteó, pues, un conflicto que se podría sintetizar así: según pensaba yo y algunos otros, la realidad que salva al hombre y al mundo es Cristo y su Iglesia, cuya expresión suprema y signo en la historia es la unidad de los creyentes (entre ellos y con la autoridad) […]. El otro grupo, en cambio –poniendo sobre todo el acento en el compromiso práctico y organizativo y en un modo de afrontar los problemas sociales inspirado prioritariamente en exigencias de orden moral–, centraba toda su esperanza en la capacidad de iniciativa y de acción del hombre, no reconociendo en el fondo más valores que aquellos que pudieran reconducirse a esto. La crisis, que nos afectó muy duramente, estaba ya en marcha, pues, a finales de 1965» (L. Giussani, El movimiento de Comunión y Liberación. 1954-1986, Encuentro, Madrid 1987, p. 50).
Nuestra historia es tan rica en vidas y en experiencias que nos proporciona todos los elementos para ver hasta qué punto es verdad lo que dice don Giussani, no solo porque lo dice él, sino porque lo atestigua la evolución de las cosas. De hecho, si en un momento dado cambia la pertenencia, porque se hace una experiencia distinta de la vida, será distinta también la expresión cultural. Por ello cada uno de nosotros expresa de hecho su pertenencia en su forma de presentarse con una cierta expresión cultural.

5. El origen de la expresión cultural
Por tanto, ¿cuál es el origen de nuestra forma de presentarnos en la realidad? Solo si identificamos el origen de nuestra expresión cultural, el origen de nuestros intentos de respuesta, podremos tener claridad sobre el camino y dejarnos reconducir cuando nos perdamos. ¿Cuál es el origen de los muros, de la dialéctica, del enfrentamiento? ¿Y cuál es el origen del diálogo como compartición, como comunicación de nosotros mismos y no como mera confrontación de ideas?

a) Inseguridad existencial
También aquí, como siempre, la historia viene en nuestra ayuda. Para mí ha sido muy iluminador (ya os he hablado de ello en otras ocasiones) ver cómo se desarrolló el intento de respuesta al 68. Aquellos que permanecieron en el movimiento trataron de afrontar el desafío que planteaba el 68 como hacemos nosotros ahora frente a las actuales circunstancias. Es inevitable, porque si queremos verificar si la fe tiene que ver con todo, no podemos dejar de intentar responder frente a los desafíos. Haciendo referencia a distintos intentos de comienzos de los años 70, don Giussani hablaba en agosto de 1982 a los responsables de los universitarios y, retomando la observación de uno de los presentes, identificaba la raíz de la que provenía esa expresión cultural: hablaba de una inseguridad existencial. Es «una inseguridad existencial, es decir, un miedo profundo, que nos hace buscar el apoyo en las cosas que hacemos. Esta observación […] es de capital importancia. Uno que está lleno de inseguridad, o que tiene en el fondo un miedo y un ansia existencial, busca la seguridad en las cosas que hace: la cultura y la organización. […] Es una inseguridad existencial, es un miedo de fondo, lo que nos hace concebir como punto de apoyo, como razón de nuestra consistencia, las cosas que hacemos en el ámbito cultural y organizativo» (L. Giussani, Uomini senza patria. 1982-1983. BUR, Milán 2008, pp. 96-97).
Pero para mí, lo más terrible es lo que observa a continuación: «Las actividades culturales y organizativas no llegan a ser expresión de una fisonomía nueva, de un hombre nuevo». La razón es obvia: son signo de nuestra inseguridad existencial. De hecho, continúa, «si fuesen la expresión de un hombre nuevo, podrían incluso no existir, si las circunstancias no lo permitieran, pero ese hombre se mantendría en pie. Mientras que, en cambio, mucha gente nuestra aquí presente, si no existiesen estas cosas, no se mantendría en pie, no sabría para qué está aquí, no sabría a qué adherirse: no se mantiene, no tiene consistencia, porque la consistencia de mi persona es la presencia de Otro» (ibídem, p. 97). Por eso, en noviembre de 1967, justamente al principio de la contestación estudiantil, decía de los universitarios del movimiento presentes en una de las primeras manifestaciones en la Universidad Católica de Milán: el esfuerzo por responder «ha sido muy generoso, pero ¿en qué medida verdadero?» (A. Savorana, Luigi Giussani. Su vida, Encuentro, Madrid 2015, p. 417). ¡Nos llevaremos este juicio a la tumba! «Generoso» no equivale a «verdadero». Nuestro ímpetu ideal y nuestro deseo de expresar la fe para responder a los desafíos de la vida no nos liberan automáticamente del riesgo de que nuestra actitud nazca de una inseguridad existencial; de hecho, tal riesgo siempre está al acecho, y puede generar una forma de presentarse en la realidad –es decir una cultura– no adecuada para responder a la situación del hombre. En aquella ocasión, como dijo don Giussani en 1972, no se consiguió «dotar al discurso de dignidad cultural, madurar la propia experiencia cristiana hasta que se convierta en un juicio crítico y sistemático, y por tanto, en sugerencia de modalidad de acción» («La larga marcha de la madurez», Huellas, n. 3/2008, p. 37). En aquella ocasión no fuimos capaces de dar valor cultural a nuestra posición, y no siempre hemos sabido expresar una posición cultural original a la altura de la experiencia que hemos encontrado.

b) Certeza
¿Qué es lo contrario de esta inseguridad existencial? La certeza. ¿De dónde nace la capacidad de diálogo, la capacidad de encontrar al otro, la capacidad de compartir nuestra existencia con la existencia del otro? De una certeza. Me impresiona siempre pensar en don Giussani: ¿de dónde le venía esta mirada sobre la realidad? ¿Qué vivía él para poderse dar cuenta del equívoco de fondo que se había insinuado en el intento de responder a las provocaciones del 68? Esta es la gracia que Dios nos ha concedido: un hombre que, en un momento dado, nos ha permitido descubrir el origen de aquel intento nuestro, desenmascarando el equívoco que anidaba en él. Por eso siempre hemos podido volver a partir de nuestras cenizas. Entonces, que don Giussani nos haya reprendido incansablemente y nos haya hecho retomar el camino, ¿es una desgracia o es la manifestación de la misericordia de Cristo, el testimonio de Cristo que sucede delante de nuestros ojos para que no acabemos en la nada? ¡Qué certeza debía de tener don Giussani para no sucumbir a la inseguridad existencial! Porque todos tenían fe: en 1982 no estaba hablando de aquellos que se habían marchado del movimiento; no, se refería a aquellos que habían permanecido y que pertenecían a él. Pero él no se cansaba de advertirnos del riesgo de actuar movidos por una inseguridad existencial, para que también en nosotros, al igual que en él, la posición cultural y la acción brotasen de la certeza generada por la fe.
Giussani nos estaba diciendo con esto que existe un modo de entender y de vivir la fe que puede no derrotar la inseguridad existencial. Y esto tiene como consecuencia una forma de estar en la realidad que puede ser generosa pero, ¿hasta qué punto verdadera? Como respondió en un Consejo Nacional de 1981, inmediatamente después del referéndum sobre el aborto, a quien tenía la justa preocupación de que la fe asumiese la dignidad de la cultura: «Yo os pregunto si el problema de una fe que se convierte en cultura, en capacidad de cultura, no radica mucho más en la certeza de la fe que en la sagacidad del paso a la cultura» (Fraternidad de Comunión y Liberación, Documentación audiovisual, Consejo Nacional de CL, Milán, 30-31 de mayo de 1981). Es impresionante, porque entre las dos afirmaciones sobre el riesgo de la falta de una posición cultural original hay casi diez años de por medio (desde 1972 a 1981), pero don Giussani no se mueve, no cambia su juicio. Está tan convencido de ese juicio que lo repite diez años después, cuando habían cambiado los protagonistas. También ellos se habían desplazado de nuevo: el problema de la cultura es el problema de la fe. Este es el testimonio de la permanencia de Cristo en la historia: Cristo nos testimonia en la historia, en un hombre, la victoria sobre la nada, sobre la inseguridad, sobre la confusión.
Si queremos remontarnos a los comienzos del cristianismo, también el Evangelio nos ofrece un testimonio original de lo que estamos diciendo con relación a los discípulos: casi no hay ninguna página en la que no se vean dos posiciones distintas frente a la realidad, la de Jesús y la de aquellos que le seguían, no la de aquellos que no le seguían, sino la de aquellos que pertenecían – por así decir– a la misma historia, es decir, la de los suyos. Lo vemos en sus reacciones cuando piden a Jesús que haga bajar fuego del cielo sobre los samaritanos; o también en Pedro, que había visto todo lo que había sucedido a lo largo de los años que había vivido con Jesús, día tras día, con una riqueza infinita de signos: en muchas ocasiones le vemos reaccionar no a partir de la certeza de la relación con Él, sino dominado por su inseguridad, prisionero de sus medidas. Y cuando saca la espada en el huerto de los olivos Jesús le dice: «Envaina la espada […]. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría enseguida más de doce legiones de ángeles» (Mt 26,52-53). ¿De dónde le viene Jesús la certeza necesaria para no reaccionar de forma dialéctica? ¡Qué percepción de la realidad debe de tener! «El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?» (Jn 18,11). Lo que hace que Jesús sea así es su diálogo con el Padre, su vínculo con el Padre. Sin esto también Él habría cedido a la actitud de Pedro.
El Evangelio nos pone constantemente (lo hemos citado en otros momentos) frente a dos modos distintos de estar en la realidad, el de Jesús y el de aquellos que estaban con Él. Son dos actitudes que, en un sentido analógico, hemos visto reflejadas también en los protagonistas de la obra de Víctor Hugo, Los miserables: Javert y Jean Valjean. Ambos tienen en cierto sentido la fe, hacen referencia a ella; ambos quieren estar a su altura, pero en ellos se generan dos actitudes distintas. Es interesante el monólogo de Javert después de haber leído la Biblia; me refiero a la preciosa escena del musical en versión cinematográfica. Su reflexión es esta: «Allá, en la oscuridad, un fugitivo apartado de Dios, apartado de la Gracia. Dios es testigo, no cederé nunca. […] ¡Señor, permite que lo encuentre, permite que pueda verlo entre rejas! ¡No tendré paz hasta entonces! [es decir, hasta que no haya conseguido poner orden] Lo juro. ¡Lo juro por las estrellas!» (Les Misérables, dirigida por Tom Hooper, USA-UK 2012).
Esta es una forma de concebir la tarea que nace de la fe: poner orden en la realidad. En cambio, la actitud de Jean Valjean, que nace de otra experiencia de fe, suscitada por el gesto de misericordia absolutamente gratuito y desconcertante del obispo de Digne, es la de un hombre que piensa que su tarea es, a partir de esta experiencia, testimoniar la misericordia de la que ha sido objeto. Nos encontramos frente a dos situaciones: la aplicación implacable de la ley para poner orden según la propia imagen del designio de Dios; o bien una familiaridad con la experiencia humana (que vuelve la cosa más compleja), por la que Jean Valjean se da cuenta de que la única forma adecuada de relación con todos es aquella de la que él mismo ha sido objeto, y por tanto se trata únicamente de compartir con los demás ese gesto de misericordia que Dios ha realizado con él a través del obispo.

6. El camino de la certeza
Entonces, si la expresión cultural tiene como punto de apoyo, como punto original la certeza, la cuestión que tenemos ante nosotros, amigos, es cuál es el camino para alcanzar la certeza que nos permita situarnos desarmados en la realidad, ante las circunstancias históricas actuales.
Y aquí, de nuevo, si nos remontamos al origen de nuestra historia, vemos cómo en un texto de 1955 destinado a los responsables de la Acción Católica milanesa, Respuestas cristianas a los problemas de los jóvenes, don Giussani escribe que la tarea de los cristianos no es «cambiar directamente el rostro del mundo resolviendo sus problemas», sino «llevar a Cristo, es decir, introducir en el mundo la semilla de la solución» de los problemas (Respuestas cristianas a los problemas de los jóvenes, ahora en Los jóvenes y el ideal, Encuentro, Madrid 1996, p. 168). ¿Y qué quiere decir esto? En un texto un poco anterior, de 1954, encontramos la respuesta: «La realidad del reino de Dios no puede ser medida por la cantidad de personas que llenan las iglesias en determinadas fiestas o circunstancias, o por los oratorios abarrotados de espectadores juveniles para ver un interesante torneo de fútbol, o por las salas cinematográficas parroquiales de gran afluencia», sino que se mide solo por su capacidad de «crear personalidades cristianas auténticas» (L. Giussani-C. Oggioni, Conquiste fondamentali per la vita e la presenza cristiana nel mondo, Presidencia diocesana milanesa de la Juventud italiana de Acción Católica, Milán 1954, pp. 20-21).
¿Y cómo nace la personalidad cristiana auténtica? Ante todo, hay que subrayar que la propuesta de don Giussani está fuertemente centrada en la persona, en el yo, en el «sentido cristiano del yo», como insistirá desde el comienzo de GS hasta el final de su vida. Y para documentar esto, en el citado cuadernillo de 1955, Respuestas cristianas a los problemas de los jóvenes, don Giussani destaca el fenómeno del deseo como dimensión constitutiva del hombre, del sujeto, de la persona: el deseo define al yo de forma originaria. Aquí percibimos una novedad de su planteamiento, porque el deseo era mirado de hecho con una cierta cautela, cuando no sospecha, en muchos ambientes católicos de la época y en las perspectivas de reflexión ligadas a ellos. Al subrayar el deseo se expresa la profunda centralidad del yo, de la persona, percibida en su concreción y originalidad, que caracteriza la propuesta de don Giussani. Escribe: «Pero sobre todo hay un fenómeno que tensa el arco vibrante de la vida humana, un fenómeno principal, el alma común de todo interés humano, el resorte de todo problema: el fenómeno del deseo. El deseo que nos empuja a solucionar los problemas, el deseo que es la expresión de nuestra vida como hombres, encarna en último término ese atractivo profundo con el que Dios nos llama hacia sí» (L. Giussani, Respuestas cristianas a los problemas de los jóvenes, en Los jóvenes y el ideal, op. cit., p. 150).
¡Qué diferencia en el modo de considerar el deseo! Para don Giussani el deseo encarna ese atractivo profundo con el que Dios nos llama hacia sí.
¡Qué consuelo experimentaríamos todos los días si tomásemos en consideración los instrumentos que tenemos a nuestra disposición para darnos cuenta de lo que somos! Cuando leemos el Salmo 62: «Oh Dios, tú eres mi Dios, / por ti madrugo, / mi alma está sedienta de ti». ¿Qué es esta sed, sino el deseo? ¡La sed! «Mi carne tiene ansia de ti / como tierra reseca, agostada, / sin agua». Solo un hombre que tiene esta sed puede darse cuenta del valor de lo que le ha sucedido, es decir, de que «tu gracia vale más que la vida» («Salmo 62», Laudes del lunes, en Libro de las Horas, Asociación cultural Huellas, Madrid 2010, p. 97). La sed y la gracia. El deseo y la presencia que responde a él.
Don Giussani nunca ha dejado de insistir en la centralidad de la persona, del yo, a lo largo de los años, permitiéndonos recuperar constantemente el camino. Lo confirma un texto de 1998 (¡el anterior era de 1955, este es de 1998!). Durante un Equipe de los universitarios, a quien le preguntaba: «¿Por qué un movimiento como el nuestro insiste tanto sobre el yo, y porque solo ahora esta insistencia?», Giussani responde: «Me haces reaccionar un poco inmediatamente cuando dices “solo ahora”, ¡porque el comienzo del movimiento estaba dominado por el problema de la persona! Y la persona es un individuo, la persona es un individuo que dice “yo” […]. En cualquier caso, los primeros años, la primera decena de años, antes de que el 68 provocara una fuerte convulsión, poniendo con afán en el punto de mira no tanto el yo cuanto su acción en la sociedad, la conquista del poder [este fue el desplazamiento] […]; antes del 68, decía, el tema con el que daba comienzo siempre a los Ejercicios, a los retiros, estaba constituido por una frase de Jesús […]: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo? O ¿qué dará el hombre a cambio de sí? […]. Esto explica por qué lo que decimos, el contenido de nuestra conversación, siempre está centrado en lo humano, en el valor humano que tienen las cosas; y el valor humano no es de la “humanidad”, sino del individuo, de la persona». Y continúa: «La frase de Jesús que entonces decía tantísimas veces, como un estribillo continuo, se fue perdiendo del 68 en adelante, pero ahora la hemos retomado, porque el resultado de la política o de la “revolución” nos ha permitido ver la consecuencia extrema de una falta de conciencia, de autoconciencia del yo». Y ahora aparece más claro lo que nos decía en 1998: «En estos tiempos que vivimos hemos arribado a una orilla árida e infecunda, estamos en un desierto humano donde quien sufre, el sujeto de la pena es el yo: no la sociedad, sino el yo, porque en nombre de la sociedad se matan también todos los “yo” posibles e imaginables. Mientras que para nosotros la sociedad nace de la existencia del yo. […] En cualquier caso, el desarrollo del movimiento, la dinámica del movimiento ha llegado ahora a un punto desde el que se puede comprender […] que el único recurso para frenar la invasión del poder se halla en ese vértice del cosmos que es el yo, y es la libertad [¡impresionante!] […]. El único recurso que nos queda es retomar con fuerza el sentido cristiano del yo. […] La insistencia sobre el valor del yo se ha desarrollado por tanto desde el inicio, según lo requerían las circunstancias –porque siempre ha sido una preocupación nuestra responder a los problemas partiendo de las circunstancias en las que vivimos– […]. La insistencia en el valor del yo ha sido no solo la razón de una profundización, de un desarrollo de la religiosidad como categoría fundamental del yo, sino también el origen fascinante de la relación con todos los niveles del conocimiento» (L. Giussani, In cammino. 1992-1998, BUR, Milán 2014, pp. 337-343).
La insistencia en el valor del yo es por tanto un desarrollo de la religiosidad, del sentido del Misterio. A partir de ella, don Giussani nos asigna también la tarea: «La frase de Jesús que he citado al comienzo es trágica. Trágico es que haya dejado de escucharla en el movimiento, excepto alguna rara vez dictada por otros; en los comienzos, fue precisamente nuestro punto de referencia. “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo? O ¿qué dará el hombre a cambio de sí?”. ¡Cumplid vosotros con este reto, realizad vosotros toda la dinámica, desarrollad en vosotros este dinamismo en el que hemos profundizado durante años, el dinamismo que surge de la razón principal de nuestra amistad y de nuestra compañía!: el cumplimiento del corazón, de las exigencias del corazón, sin el cual el nihilismo sería la única consecuencia posible» (ibídem, p. 344).
No son cosas de poca importancia. O recorremos este camino o terminaremos en el nihilismo. Por eso os animo a recorrerlo: «Cumplid […], desarrollad vosotros toda la dinámica […] de la razón […] de nuestra amistad: el cumplimiento del corazón». El cumplimiento del corazón es la única respuesta frente a la nada: no los muros ni la dialéctica, sino una experiencia en nosotros en la que vemos que el nihilismo es vencido, una victoria sobre el nihilismo debida justamente a la experiencia que hacemos. El cumplimiento del corazón es la verificación de la fe. Y solo de esta verificación de la fe, solo de este cumplimiento, solo de esta certeza podrá venir una expresión cultural adecuada a las circunstancias en las que estamos llamados a vivir, según todas las dimensiones de la realidad. Por eso don Giussani nos invita a la personalización de la fe, de la que hablaba desde el principio, del mismo modo que desde el principio de la historia del movimiento dominaba la palabra «verificación», porque la cuestión es la generación del sujeto, entonces al igual que ahora.
Es impresionante ver dónde pone don Giussani la esperanza. «Cuanto más duros son los tiempos, tanto más es el sujeto lo que cuenta […]. Lo que cuenta es el sujeto, pero el sujeto […] es la conciencia de un acontecimiento, el acontecimiento de Cristo, que se ha convertido en historia para ti a través de un encuentro, y tú lo has reconocido. Debemos colaborar, ayudarnos al surgimiento de sujetos nuevos, es decir, de gente consciente de un acontecimiento que se convierte para ellos en historia, pues en caso contrario podemos crear redes organizativas, pero no construimos nada, no aportamos nada nuevo al mundo. Por ello, lo que mide el incremento del movimiento es la educación en la fe de la persona: el reconocimiento de un acontecimiento que se ha convertido en historia. Cristo se ha convertido en historia para ti […], está dentro de tu ser» (L. Giussani, Un evento reale nella vita dell’uomo. 1990-1991, BUR, Milán 2013, p. 39).

7. La experiencia de la verificación de la fe
Si nosotros queremos alcanzar esa certeza que hace de nosotros sujetos nuevos, no hay otra posibilidad más que volver a hacer hoy el mismo camino que se nos propuso desde el inicio. No se trata de discutir, sino de volver a hacer nosotros la experiencia de la verificación de la fe como respuesta a nuestro deseo, a nuestras exigencias humanas. Delante de la samaritana, Jesús se dirige al deseo, a la sed de aquella mujer, no a los torpes intentos que ella había hecho para satisfacerla; porque aunque hubiese identificado los errores, si no hubiese respondido a su sed aquella mujer los habría vuelto a cometer. Porque lo que cambia la mentalidad no es una afirmación, sino una experiencia, una historia particular, una experiencia particular que, justamente porque cumple nuestro deseo, nos permite introducirnos en la realidad según un modo distinto de mirar y de tratar todo. Por eso, desde el principio don Giussani pone en el centro la experiencia, la cuestión de la experiencia. Ahora podemos comprender mejor el alcance que tiene esto. En una carta a Montini de 1962, en la que trataba de aclarar su insistencia en la «experiencia», subrayaba que «normalmente a las “palabras” cristianas» no correspondía «ningún reclamo concreto» en la conciencia de los jóvenes. Los estudiantes percibían «la doctrina cristiana abstracta y sin significado alguno para su existencia». La experiencia, por tanto, era necesaria para que se pudiesen comprender y vivir las ideas que intelectualmente expresan la realidad cristiana. Y era justamente la experiencia personal lo que hacía posible por tanto un redescubrimiento profundo de la enseñanza de la Iglesia (cf. M. Busani, Gioventù Studentesca…, op. cit., pp. 484-231). Si no hacemos este trabajo, también para nosotros las palabras se vaciarán de significado, se nos escurrirán entre las manos.
Por esto resulta crucial la experiencia, la experiencia de cada uno de nosotros. Pero ella, como nos ha enseñado siempre don Giussani, necesita de un criterio de verificación que se identifica con el «sentido religioso», es decir, con esas preguntas últimas de la razón, con ese conjunto de exigencias y de evidencias elementales con las que el hombre es lanzado a la comparación con todo lo que existe, y que Giussani había puesto en primer plano asumiendo y desarrollando el tema que había lanzado Montini en la carta pastoral de 1957. El sentido religioso se convierte de este modo en el criterio de verificación de la validez del cristianismo, de la tradición que los chavales de GS habían recibido.
La palabra «verificación» es una de las más utilizadas en la vida de GS durante los primeros años. La misma vida de GS se considera como una verificación, como un desafío para verificar el anuncio cristiano, es decir, para verificar si Cristo responde, y cómo lo hace, al deseo del hombre. Afirma don Giussani hablando de los comienzos de GS: «Prácticamente nada más empezar surgió un problema: “Ahora que somos diez, veinte, treinta, ¿qué hacemos?”, preguntaba yo. En un primer momento discutíamos, como normalmente se hacía en cualquier sitio; pero yo sentía la urgencia de que se desarrollase el ímpetu gozoso y cierto del contenido de aquel anuncio. Tomó cuerpo entonces esa actitud programática que hemos llamado verificación. Si Cristo es verdaderamente la respuesta a la vida, esto tiene que “verse” de algún modo» (L. Giussani, Un avvenimento di vita, cioè una storia, EDIT-Il Sabato, Roma-Milán 1993, p. 341). Y en Apuntes de método cristiano: «Un encuentro que no contuviese una llamada y una propuesta que verificar sería algo tan vacío que la memoria no lo recordaría ni siquiera como encuentro, sería un acontecimiento tan inútil que no pertenecería a la historia» (El camino a la verdad, op. cit., pp. 105-106). De todo lo que tenemos que decirnos, ¿hay algo más actual que esto? Esta observación nos invita a una atención continua, a tomarnos en serio la advertencia de don Giussani que recoge Savorana en su libro: «“Se puede llegar a ser muy fieles en el uso de un método como fórmula, y repetirlo, aceptarlo, sin que ese método llegue a inspirar un desarrollo: el método que no desarrolla una vida es un método sepulcral, es petrificación”» (Luigi Giussani. Su vida, op. cit., p. 276). Podremos evitar el riesgo de terminar, por usar las mismas palabras, petrificando el método, si en vez de limitarnos a repetir las palabras –experiencia, verificación–, hacemos verdaderamente la experiencia y la verificación de lo que se nos da, que es distinto de repetir las palabras.
¿En qué se ve si hacemos o no experiencia, si realizamos o no la verificación? En que en un caso partimos de la certeza y en otro de la inseguridad. Porque la repetición de las palabras no vence la inseguridad. Lo único que vence la inseguridad y la incertidumbre es la experiencia y la verificación de la fe. Por eso el problema no es quién dice que tiene razón, sino si al final tienes delante de ti a una persona que está cierta o no, y esto se reconoce por cómo vive, por cómo está en la realidad. ¿Sabéis cuál es el síntoma? «La certeza de ser amado me permite abrazar la realidad», ha dicho uno de vosotros. Como confirmación de esto, escuchemos estas estupendas palabras de don Giussani durante un Equipe de los universitarios en 1980: «El síntoma de esta certeza es la simpatía por todo aquello con lo que uno se encuentra. De hecho, la simpatía por todo lo que uno se encuentra procede únicamente de la presencia en nosotros de la certeza del destino. Sin certeza solo existe posibilidad de una simpatía formal con quien repite las cosas que decimos y con el que está de acuerdo con nosotros [buscamos a los que están de acuerdo] […]. Cuanto más potente es una persona, cuanto mayor certeza hay en su conciencia, más capaz es su mirada de abrazarlo todo, más lo valora todo, incluso en su forma habitual de ir por la calle, y no se le escapa nada. Se fija hasta en la hoja amarilla que hay en medio del árbol verde». Podemos descubrir y distinguir fácilmente a quien tiene esta certeza, a quien construye muros o a quien abraza todo, a quien es dialéctico o a quien dialoga, a quien discute siempre sobre cómo deberían ser las cosas o a quien cuenta su propia experiencia y comparte con el otro lo que vive, abrazándolo todo, valorándolo todo, sin que se le escape nada, ni siquiera la hoja amarilla en medio del árbol verde. «Solo la certeza del significado último le hace percibir, como si fuese un detector, la más lejana limadura de verdad que pueda haber en el bolsillo de cualquiera. Y para ser amigo de otro no es necesario que él descubra que lo que tú dices es verdad y se vaya contigo. No es necesario, me voy yo con él por esa pequeña limadura de verdad que tiene» (L. Giussani, Seguros de pocas grandes cosas (1979-1981), Encuentro, Madrid 2014, pp. 143-144). Y también, como nos hemos recordado muchas veces en estos últimos tiempos: «Se subraya lo positivo aun dentro de sus límites, y se abandona todo lo demás a la misericordia del Padre» (L. Giussani-S. Alberto-J. Prades, Crear huellas en la historia del mundo, Encuentro, Madrid 1999, pp. 146-147).

8. ¿Cómo se define la forma del testimonio?
El descubrimiento de la forma del testimonio se da únicamente dentro de un camino como el que hemos descrito. En nuestras conversaciones se pone de manifiesto muchas veces el riesgo de reducir el testimonio a una estrategia. De hecho, nosotros tratamos siempre de ahorrarnos el camino. El testimonio no es una estrategia que debamos imaginar, que debamos programar en un despacho, como tampoco es la nueva consigna que debamos repetir. Es una forma distinta de estar en la realidad que nace de la verificación de la fe: nos sorprendemos siendo distintos en el modo de afrontar la vida. Al haber sido aferrados por la certeza de Cristo, al experimentar una plenitud afectiva que de otro modo sería imposible, podemos mirarlo todo de forma distinta, más verdadera, más libre: nosotros somos los primeros en sorprendernos por el hecho de que miramos la realidad de forma distinta. Es una sorpresa. El fruto cristiano es una sorpresa del camino de la pertenencia a Cristo. No es solo una sorpresa para los demás, sino que es una sorpresa ante todo para nosotros mismos: yo sorprendo en mí dinamismos que no son míos, modos de actuar que son distintos de los de antes.
No hay que confundir la forma del testimonio con una estrategia, y tampoco hay que reducirla a dar buen ejemplo, a ser capaces, como me ha dicho alguno de vosotros: «Me cuesta mucho esta expresión, “forma del testimonio” porque si pienso en mi testimonio veo lo incapaz que soy».
A este respecto, una de las cosas que más impresionan del modo que tiene Dios de hacer las cosas, en donde se demuestra que Dios no está bloqueado en absoluto por nuestra incapacidad, es que cuando quiere mostrar que es Él quien actúa, elige la incapacidad más absoluta: la esterilidad. Para comunicar a todos que es Él quien cumple, hace parir a una mujer estéril; pensemos en las figuras bíblicas de Sara, Ana o Isabel. Entonces, el testimonio no es un problema de capacidad, de estar a la altura, sino que depende de que uno se encuentra dentro de sí algo que no podía generar por sí mismo, y justamente por eso da testimonio de Aquel que ha hecho posible ese milagro en él. El testimonio es de Cristo en nosotros, es Cristo quien da testimonio de sí mismo a través de nuestra vida. En este sentido, es imposible reducir el testimonio al buen ejemplo. De hecho, la estéril no engendra un hijo porque sea mejor: si ella, estéril, da a luz un hijo es porque hay Otro que está actuando. Ese hecho da testimonio de Cristo, que hace que suceda tal hecho. Por tanto, debemos superar la preocupación de la incapacidad, que pertenece a una reducción del testimonio a buen ejemplo que, aunque forma parte del testimonio, no es lo más decisivo. El testimonio es ante todo de Cristo en mí, es el testimonio que Cristo da en nosotros, a través del cambio que produce en nuestra vida y que nosotros secundamos libremente. Lo dice san Pablo: «Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros» (2 Cor 4,7). Por eso, don Giussani describe el encuentro con Cristo como el toparse con una realidad humana distinta. Te topas con una realidad humana que lleva en sí «una “diferencia cualitativa”, […] una vida diferente que tú percibes. […] Cuántos entre nosotros han escuchado que alguien les decía: “Tú eres distinto de los demás, hay algo distinto en ti”». Pues bien, «el encuentro es toparse con una diferencia cualitativa o […] con algo distinto: es “toparse con una diferencia que te atrae”». El modo que tiene Cristo de hacerse presente a los hombres es a través de una diferencia que te atrae ahora –te atrae la diferencia que ves en alguien–. Y te atrae «en la medida en que pasa a través del filtro de la comparación y del trabajo del juicio». Tú descubrirás que una diferencia te atrae porque corresponde más a tu corazón, te atrae porque es más bella. Te atrae y «es más bella porque es más verdadera, porque la belleza es el resplandor de la verdad». Por este motivo no puede sino estar desarmada. «Por ello, se trata de una diferencia más bella porque es más verdadera, que te corresponde más, te atrae, es decir, te corresponde más». E insiste: «Es más bella porque es más verdadera, porque el criterio de la verdad es el corazón» (L. Giussani, Ciò che abbiamo di più caro. 1988-1989, BUR, Milán 2011, p. 72).
Este recorrido no es mecánico, no puede suceder sin nosotros, pues todo pasa través de nuestra disponibilidad. «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,45). Bienaventurada tú, María, que te has fiado de la palabra de Dios y la has verificado. Por eso las palabras de Isabel son el reconocimiento de lo que ha visto suceder en ella cuando ha aparecido ante sus ojos la Virgen: el sobresalto del niño que llevaba en su seno, su conmoción. «Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre» (Lc 1,44). De forma análoga, esa disponibilidad a dejarse generar por Otro pone de manifiesto nuestra pertenencia. Solo una persona verdaderamente cierta puede aceptar el desafío que representa la conciencia que la Iglesia ha alcanzado en el Concilio Vaticano II de que no existe otra forma de comunicación de la verdad más que la que pasa a través de la libertad. La Iglesia, y por tanto el cristiano, no necesita imponer nada. «La verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad» (Concilio Vaticano II, Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis Humanae, Proemio, 1). En la raíz se halla la plenitud de Dios, es la plenitud que vive Dios lo que crea el espacio de la libertad. Recuerdo todavía la impresión que me produjo cuando supe que en las religiones mesopotámicas la razón por la que los hombres habían sido creados era para liberar a los dioses del peso del trabajo. En cambio, el Dios de Abrahán, que en Cristo se revela como Trinidad, vive en la comunión trinitaria una plenitud tal que genera una criatura libre con la cual poder compartir libremente esta plenitud suya. Por eso Dios no se asusta de la libertad humana, por eso ha creado al hombre libre, porque prefiere ser reconocido y amado libremente por un yo libre, como nos recuerda Péguy: «Por esa libertad […] lo he sacrificado todo, dice Dios, / Por esa afición que tengo de ser amado por hombres libres, / Libremente» (Ch. Péguy, Los tres misterios. El misterio de los santos inocentes, Encuentro, Madrid 2008, p. 420).
Por eso nuestra tarea no es cambiar directamente el rostro del mundo resolviendo sus problemas, sino llevar a Cristo, que es la semilla de la solución de los problemas.

9. La tarea
Entonces, ¿cuál es la finalidad del movimiento? Generar un adulto cierto, un adulto que tenga una certeza tal que introduzca en el mundo una posición original frente a cualquier dimensión de la vida humana, personal y social. La posición original tiene que ver con la autoconciencia, con la conciencia plena de la fe, con esa conciencia de fe que produce una auténtica certeza: se necesita esta certeza que nace de la fe para poder estar en la realidad, para poder tener la mirada justa, sin la cual partiríamos de otra posición (por el simple hecho de que no podemos dejar de partir de una determinada posición). Es lo que le sucedió a María Magdalena delante del sepulcro vacío: después de todos los milagros que había visto no podía dejar de llorar, porque los hechos pasados no le daban la certeza necesaria para poder estar ante la muerte. No se vive de un recuerdo devoto, no se vive de haber comido y bebido con Él, sino que se vive de algo que está sucediendo ahora. Se necesita una presencia. El «¡María!» de Jesús (cf. Jn 20,11-18) – que era como decirle: «¡No llores!»– tiene que ver con la fe. Por tanto, ¿qué tipo de fe necesitamos? ¿Qué tipo de certeza? ¿Qué tipo de presencia de Cristo hace falta en nuestra vida para que no sean el llanto, la inseguridad y el miedo lo que domine nuestra posición en la realidad, para que no estemos derrotados a pesar de todo lo que hemos visto? El cristianismo es una presencia presente y todo el pasado, todo lo que hemos vivido, la verdad de todo lo que hemos vivido, se pone a prueba, se examina en el presente en el modo con el que afrontamos el presente. El llanto de María Magdalena permanecerá siempre ante nosotros, porque si Él no sigue presente, todo el pasado no es suficiente para borrar el llanto.
En cambio, cuando está presente, regenera nuestras comunidades. «Al término de unas vacaciones que hemos hecho en el mar un grupo de dieciséis familias de amigos de Varese y Friburgo (Suiza), de un modo en absoluto formal –escriben algunos amigos nuestros– ha nacido en nosotros el deseo hacer una colecta libre para hacer un donativo a la Fraternidad. Y todo por el asombro y la gratitud de los días que hemos pasado juntos durante los cuales, gracias también al trabajo que hemos hecho juntos sobre los Ejercicios y sobre el texto del encuentro con los nuevos inscritos a la Fraternidad, hemos hecho experiencia de una verdadera amistad en Cristo y de cómo el camino del movimiento y la pertenencia a él dentro de la Fraternidad es verdaderamente para el crecimiento de nuestras vidas».
Solo si hacemos experiencia de esta regeneración de nuestras comunidades podremos responder a la invitación que nos ha dirigido el papa Francisco: «La Iglesia puede y debe ayudar al renacer de una Europa cansada, pero todavía rica de energías y de potencialidades. Su tarea coincide con su misión: el anuncio del Evangelio, que hoy más que nunca se traduce principalmente en salir al encuentro de las heridas del hombre, llevando la presencia fuerte y sencilla de Jesús, su misericordia que consuela y anima. Dios desea habitar entre los hombres, pero puede hacerlo solamente a través de hombres y mujeres que, al igual que los grandes evangelizadores del continente, estén tocados por él y vivan el Evangelio sin buscar otras cosas [gente que le busque a Él día y noche, nos decía don Giussani en el 68]. Solo una Iglesia rica en testigos podrá llevar de nuevo el agua pura del Evangelio a las raíces de Europa [y del mundo; en un mundo global el problema es el mismo]. En esto, el camino de los cristianos hacia la unidad plena es un gran signo de los tiempos, y también la exigencia urgente de responder a la llamada del Señor “para que todos sean uno”» (Discurso en la entrega del Premio Carlomagno, 6 de mayo de 2016).
Nos lo ha testimoniado don Giussani: «El mundo fue conquistado para el cristianismo, en última instancia, por esta palabra que lo resume todo: “misericordia”» (Crear huellas en la historia del mundo, op. cit., p. 147).