Fe ayer y hoy

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Luigi Giussani

Apuntes de una meditación de Luigi Giussani en la iglesia de San Alejandro. Milán, 26 de noviembre de 1987

1. Elegidos para una tarea
Puede sorprender que, precisamente en el Sínodo1, la tarea de encontrar una definición pacífica de lo que es un laico en la Iglesia haya encontrado numerosas dificultades. Pero yo creo que eso depende del hecho de que una verdadera definición de “laico” es extremadamente simple: el laico cristiano no es otra cosa que el hombre bautizado. Por ello, justamente, el Sr. Arcipreste ha dicho que san Alejandro fue un laico, y que su grandeza reside en haber dado testimonio de la fe. En efecto, el Bautismo señala entre los hombres a los que Dios elige para que conozcan Su presencia en el mundo, para que vean el opus Dei, la obra que Él ha querido realizar dentro de la historia para la salvación del hombre.
Dice el comienzo del decimoséptimo capítulo del Evangelio de Juan, que relata la última oración de Jesús antes de ir al Getsemaní: «Ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne [sobre todos los hombres], dé la vida eterna a los que le confiaste. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo»2. Ha llegado la hora. Y, desde entonces, esta frase señala cada día de la historia, porque el tiempo definitivo ha empezado con la glorificación de Cristo, con su resurrección de entre los muertos. La muerte y la resurrección de Cristo inauguran la era nueva que nosotros reconocemos y gozamos ya como prenda –dice la liturgia–, aguardando Su manifestación final. La resurrección es una prenda de la misma naturaleza que la promesa final. Por ello, la vida del cristiano completa la manifestación del acontecimiento de Cristo, participando de su muerte y resurrección.
Entonces, ¿qué virtud caracteriza el tiempo de aquellos a los que el Padre confía en las manos de Cristo? Jesucristo tiene poder sobre todo hombre –lo dice al comienzo del capítulo 17–, pero da la vida eterna a los que el Padre elige y entrega en sus manos. Este poder sobre todo hombre se manifiesta mediante una continua elección, esa elección que se cifra en el Bautismo, análogamente a lo que ocurrió en la antigüedad –lo leemos en el Deuteronomio–, cuando Dios dijo: «Míos son todos los pueblos de la tierra, pero Yo te he escogido para que seas el pueblo de mi propiedad entre todos los pueblos que hay sobre la faz de la tierra»3.
Todo cristiano, todo bautizado es portador del destino al que todos están llamados, pero él ha sido escogido: es cristiano porque ha sido elegido para empezar a “comprender”, dentro del tiempo y del espacio, en este vestíbulo que es la historia, en esta antesala de la eternidad que es la historia. El concepto de elección es una premisa insoslayable para hablar de la fe. Quizás algo, que diremos después, confirme esta observación. Pero quiero subrayar que el concepto de elección es un dato preliminar a la idea de fe, puesto que la fe no es el resultado de un teorema al que todos pueden acceder. Es, como diremos, una gracia. Teniendo que abordarlo después, no lo habría anticipado, de no ser porque el concepto de “elección” es quizás lo más olvidado hoy por parte de una conciencia cristiana. Mientras que esta predilección, esta elección, es la categoría suprema del amor de Dios. En efecto, el amor se manifiesta y se demuestra en una elección. Por otra parte, el olvido, la omisión de esta categoría, se debe casi a una conveniencia; es una banal conveniencia. En primer lugar, no hay nada más chocante para la racionalidad, tal como la cultura moderna la propone, no hay nada más contradictorio a los principios de la cultura contemporánea, que el concepto de elección. Y, en su aplicación política o socio-política, no hay nada más contrapuesto al concepto de democracia que la idea de elección. Lo cual, socialmente, ya nos pone en una situación incómoda.
Sin embargo, mirando con mayor agudeza, quizás la conveniencia de este olvido está en que hemos sido elegidos para una misión. Dios elige para una misión y asigna una tarea. Y una misión y una tarea, obviamente, representan una carga para la vida. Más aún, nuestra vida será juzgada por el mayor o menor cumplimiento de esta obligación: «Quien se avergüence de mí ante los hombres, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él ante el Padre»4. El contenido último del juicio será el testimonio. Es muy significativo que, este contenido último del juicio indicado como la realización del testimonio, no se pueda entender separado o, peor aún, en contradicción con otra imagen, que Cristo nos ofreció del Juicio final en el vigésimo quinto capítulo del Evangelio de Mateo5, la parábola de las ovejas y los machos cabríos, la separación entre buenos y malos. El criterio del juicio, el mensaje parece diferente: «Venid vosotros, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer». Sin embargo, hay una palabra que identifica el primer contenido (el testimonio) con el segundo (el compartir las necesidades de los hombres): es la palabra “caridad”. Es decir, la elección que Dios lleva a cabo, confiándonos a Cristo a diferencia de la inmensa mayoría de los hombres, esta elección tiene su supremo significado en el reconocimiento de Cristo. Reconocimiento en sentido fuerte de la palabra, ese reconocimiento que conlleva gratitud, que arrastra la gratitud y el afecto y, por lo tanto, un modo de vivir conforme a ese reconocimiento, una moral. El capítulo 25 de san Mateo indica la condición esencial de esta moral, el contenido más clamoroso de la moral cristiana: el amor a los demás.

2. La fe: reconocimiento de una Presencia
Después de lo que he querido decir sobre la idea de elección, afrontamos ahora el concepto de fe en sus aspectos más elementales, pero también, en mi opinión, más importantes. Hemos sido elegidos para creer. Sabemos muy bien que el gesto con que el Padre nos confía a Cristo, el Bautismo, el Sacramento, es un gesto misterioso que realiza un cambio ontológico, a un nivel al que nuestra experiencia no puede acceder. «Lo que nace del Espíritu es Espíritu, lo que nace de la carne es carne», le dice Jesús a Nicodemo. Por lo tanto, «es como el viento, no sabes de donde viene ni adonde va, pero puedes oír su voz»6. Puedes juzgarlo por sus efectos, por los resultados que obtiene. Haber sido llamados a creer nos obliga, ante todo, a saber muy bien a qué somos llamados. Mediante el Bautismo, la virtud de la fe, la energía capaz de creer, se nos da en potencia: todavía no se puede ver, ni sentir, no se percibe enseguida; pero, con el tiempo, la educación y el desarrollo de la vida, la fe demuestra su vigencia («el viento no sabes de donde viene ni adonde va, pero oyes su voz»). La elección, el ser elegidos para creer, cambia nuestro ser mediante el Bautismo, le otorga una virtud, una potencialidad nueva, y ésta, según crece la vida y va haciéndose consciente, llega a ser contenido de la experiencia, motivo de nuestros actos conscientes, forma de nuestra vida.
La fe no es un sentimiento. La fe no es un estado de ánimo. La fe tampoco es una actitud. La fe es una inteligencia. Por el Bautismo se instaura en nuestro ser una potencialidad de inteligencia nueva. Me acuerdo que en mis tiempos, cuando estudiaba el bachillerato en el seminario, hacíamos a menudo una hora de adoración. Uno de los pensamientos que recurrían en mi conciencia era este: «Yo vengo aquí; para mí en la Eucaristía está el misterio de la persona de Cristo, realmente, Jesucristo muerto y resucitado, realmente presente. Yo no sé bien qué quiere decir, no lo sé del todo, no sé hasta el fondo qué significa esta Presencia, pero sé que está presente realmente. Si viene un protestante esa forma es, en el mejor de los casos, un símbolo, una señal que no contiene nada, un pedacito de pan ácimo». Entonces me sobrecogió el hecho de que yo viera algo que otros no podían ver. Pero, ¿qué quiere decir este “ver” (ya que yo no veía con los ojos la presencia de Cristo)? He aquí la importancia de la palabra que hemos usado antes: reconocer, reconocer una Presencia.
Reconocer una Presencia. Deberíamos volver al comienzo del Evangelio de Juan7, cuando aquellos dos, escuchando la expresión profética del Bautista, mientras señalaba con la mano hacia Cristo, que se encontraba allí entre la muchedumbre. Juan había advertido que estaba allí, como uno entre los demás, y mientras Jesús se alejaba, con un impulso profético, alargó sus brazos hacia él y gritó: «¡He aquí el cordero de Dios!». Aquellos dos, atentos, alertados por el gesto del Bautista, se fueron detrás de Jesús. Y Jesús se volvió: «¿Qué buscáis?», «Maestro, ¿dónde vives?», «Venid y lo veréis». Fueron, y vieron dónde vivía, y se quedaron con él todo el día: «Eran las cuatro de la tarde».
El día después, Andrés, que era uno de los dos, se encuentra con su hermano, Simón, y le dice: «¡Hemos encontrado al Mesías!». ¿Qué había pasado? Que aquellos dos, pasaron la tarde con Jesús –el Evangelio no precisa nada, como repito a menudo a los más jóvenes, se trata de simples notas que Juan el evangelista escribe en su ancianidad, y cada frase presupone muchas noticias y hechos que se dan por conocidos, justo como en un bloc de notas– y se quedaron admirados con él. ¿Qué comentaría Jesús? Ciertamente, ellos le preguntarían: «¿Quién eres?», y él contestaría: «Yo soy aquel que tenía que venir». He aquí lo que les había sucedido: se les había dado y ellos habían aceptado reconocer en aquel hombre, que veían con sus ojos, algo que no podían ver con los ojos; en una realidad, contenido de la experiencia humana, habían reconocido la presencia de algo distinto, la presencia de lo divino en aquel hombre que caminaba por las calles del pueblo.
Leemos el cuarto capítulo de Lucas: «Se fue a Nazaret, donde se había criado; entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el Libro del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para dar la Buena Noticia a los pobres, para anunciar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista. Para dar libertad a los oprimidos; para anunciar el año de gracia del Señor”. Y, enrollando el libro, lo devolvió al que le ayudaba, y se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos fijos en él. Y él se puso a decirles: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír [Yo cumplo justo estas cosas]”»8.
Algunos reconocieron en esto la prueba de lo que Él decía ser, le reconocieron como una manifestación del misterio de Dios. Otros, por muchos motivos –siendo el principal un apego provinciano a su pueblo–, no aceptaron creer: no aceptaron reconocerle. «¿No es éste el hijo del carpintero, y no viven su padre, su madre y sus hermanos aquí, con nosotros? ¿Quién pretende ser?»9. Es decir, no reconocieron lo que Él demostraba, lo que pretendía ser ante sus ojos, sino que trataron enseguida de llevar a cabo un asalto para reducir su figura a lo que ya conocían.
Si la fe no es un sentimiento, ni un estado de ánimo, ni una actitud, la fe es reconocer un acontecimiento –el Acontecimiento– dentro de la experiencia. La fe, por tanto, es reconocer un contenido de la experiencia, un hecho visible, sensible, audible, tangible, como dirá san Juan en su primera carta: «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos: el Verbo de la vida (pues la Vida se hizo visible, nosotros la hemos visto, os damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna […]), lo que hemos visto y oído os lo anunciamos»10.
La fe es reconocer la presencia de lo divino en una realidad humana, en una realidad experimentable, es decir, en un tiempo y un espacio relacionados con el hombre. La fe es reconocer en aquel hombre, que habló desde el púlpito de la sinagoga –era costumbre que el sábado el criado agitase el rollo que tocaba leer ese día y quien quería podía levantar la mano y salir a comentarlo–, la presencia de lo divino. Jesús, que había entrado en el mundo identificándose totalmente con la realidad y los hábitos del hombre común, aprovechó ese momento para empezar a manifestar su mensaje, para proclamar el anuncio por el que había venido al mundo, para anunciar la vida eterna que era conocerle a Él.
Reconocer es un acto de la inteligencia. Es un reconocimiento que, como he señalado antes, arrastra consigo el afecto, urge una implicación afectiva, implica la voluntad, que es la energía con la que el hombre plantea y da forma a su vida. De todos modos, sustancialmente, la fe es un incremento de la inteligencia, de la inteligencia nueva que se nos otorga con el Bautismo, de tal manera que podamos reconocer, en una realidad aparentemente atribuible a cualquiera otra experiencia humana, la presencia de lo divino, la presencia de Dios. Cuando Felipe dijo: «¡Muéstranos al Padre del que nos hablas siempre!», Jesús contestó: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Todavía no has entendido: quien me ve a mí, ve al Padre»11.

3. Las condiciones de la fe
Hemos identificado así el concepto de fe: reconocer una Presencia. Para los doce que lo siguieron –comiendo con Él, durmiendo al raso con Él, temblando por Él, teniendo miedo de los enemigos– y que lo oyeron hablar, le vieron hacer milagros, se exaltaron y se decepcionaron amargamente, como demuestran los dos discípulos de Emaús, para aquella gente en aquel hombre estaba presente lo divino.
En aquel hombre, que por lo demás era tal cual uno de ellos, aunque con una diferencia, que a Él los tutores de la ley, los sacerdotes de entonces, le consideraban un delincuente, estaba presente lo divino.
«¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?», «unos que eres un profeta, el mayor de los profetas», «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?», «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». «¡Dichoso tú, Simón, porque no has repetido esto porque lo hayas entendido, sino porque el Padre te ha dado la capacidad de afirmarlo, de afirmarme»12. La fe reconoce una Presencia, la presencia de lo divino. Ciertamente, cuanto más presente está este reconocimiento en nuestra conciencia, tanto más es imposible que también nuestro modo de sentir, valorar y juzgar, nuestro modo de poseer, usar y tratar, de plasmar el tiempo y el espacio que se nos concede, queden como antes.
En todo caso, querría decir ahora las dos condiciones fundamentales para que la fe pueda decirse realmente fe católica, fe cristiana. La primera condición toca el corazón del hombre, la segunda toca el corazón de Dios.

a) La primera condición toca el corazón del hombre. Vamos a decir directamente lo que Jesús afirmó (Mt 11) después de que todos, exaltados por sus milagros, quisieran hacerle rey, y después de que Él, en un ímpetu de afecto por cómo le seguían, les prometiera: «Os daré a comer mi carne y a beber mi sangre». Desde luego, no se lo esperaban, y era algo extrañísimo, «durus est hic sermo [este modo de hablar es duro]», era algo incomprensible, y lo abandonaron todos13. Entonces Jesús dijo: «Te bendigo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a la gente sencilla. Sí Padre, así te ha parecido mejor»14. Es decir: en la fe, en primer lugar, se pone en juego la libertad del hombre.
Puede parecer obvio, pero no lo es del todo; al menos, no es simplista esta afirmación. En efecto, hemos visto que allá en Nazaret, cuando Jesús se manifestó a sus conciudadanos, dijo: «Veis, lo que preanunció Isaías, yo lo cumplo»15. Decimos banalmente: les dio una prueba. ¿En qué consistió la prueba? Diríamos, sintéticamente, en su capacidad de hacer milagros (los ciegos, ven; los lisiados…). Sin embargo, Jesús obra también un milagro moral: el sentido de la vida se les comunicará también a los ignorantes, los corazones estarán libres, serán liberados. En todo caso, utilicemos el término “capacidad de milagro”, también porque es el término más adecuado. El milagro no es otra cosa que una imprevista e inconcebible (humanamente imposible) realización de lo humano: una pierna torcida que se endereza de repente es una humanidad que se cumple, es algo más humano y absolutamente imposible. Jesús, al manifestar su mensaje, el anuncio de Su presencia, se refiere siempre, pretende siempre –digámoslo banalmente– un nexo con una prueba experimental. Esta prueba experimental coincide con una humanidad más intensa, más completa, que el hombre común, el hombre por sí mismo, no podría ni siquiera soñar.
También los milagros de curación física los cumplía Jesús en función de un milagro de carácter más pleno, total, para que el hombre asumiera una posición justa frente a Él y al Padre, para que el hombre se sintiera ayudado en el camino hacia su destino. Tan es así que a menudo el Evangelio anota: «No realizó milagros entre ellos, porque no creían en Él». O bien, «Vete en paz, ¡tu fe te ha salvado!».
Pues, la fe cristiana reconoce la presencia de Dios en una realidad humana (el Acontecimiento dentro de una realidad humana), y se hace justa, se justifica, por algo que sucede en lo humano y lo hace más humano, más perfecto. Se dice, con un término preciso, “razonable”. San Pablo habla de la fe como de un «asentimiento razonable»16. El reconocimiento de Su presencia es un asentimiento, pero tiene que ser razonable. Es decir, el anuncio de Su presencia se introduce en mi persona, mente y corazón, por el hecho de que algo ocurre que no puede ocurrir sin una Presencia excepcional, por obra de una Presencia superior al hombre.
La fe tiene que ser razonable, y su razonabilidad está en el nexo que yo experimento entre la fe y lo que sucede en mi vida: yo encuentro en ella una respuesta mayor a los deseos y las expectativas que me constituyen. Por tanto, yo debo ser un hombre serio, comprometido con lo que mi madre me dio al darme la vida; serio, es decir, apasionado por lo que la vida anhela y hacia lo que tiende. Yo debo ser un hombre leal con su corazón. La sencillez, a la que alude Jesús en el capítulo undécimo de san Mateo, es ésta; también podríamos traducirla con “sinceridad”, pero la palabra “sencillez” es más densa. Que yo tome en serio los deseos de mi corazón, las exigencias que me constituyen como hombre, las expectativas que la naturaleza, es decir, Dios, me dio dándome vida en el seno de mi madre. Que yo tome en serio la vida que tengo, ésta es la condición para que la fe pueda encontrar la senda de la razonabilidad y, por tanto, yo la pueda abrazar.
Cuando leemos el santo Evangelio, salta a la vista que la gente creyó en Cristo, justamente, porque hacía milagros. Y aquí se comprende qué importancia adquiere el fenómeno del milagro, no en un sentido limitado de un cambio físico, de curación física, sino en el sentido de un incremento extraordinario, de un incremento de otro modo impensable de toda la vida de la persona: «Quien me sigue tendrá la vida eterna y el ciento por uno aquí en la tierra»17. La fe cristiana adquiere espesor, se hace madura y cargada de convicción, en la medida en que podemos decir que hemos experimentado esta promesa o este criterio de Cristo. Promesa y criterio: «Quien me sigue tendrá la vida eterna y el ciento por uno aquí en la tierra». Así, los habitantes de Nazaret que creyeron en él reconocieron con sencillez la solvencia excepcional de aquel profeta.
Pero, ¿cómo alcanzaremos nosotros esta convicción (aunque no sea de forma meditada o analítica) si no experimentamos su capacidad de cambiar la vida? Como solemos recordar entre amigos, quizás el primer pensamiento de la historia de la filosofía occidental, de la antigua filosofía griega, al menos uno de los primeros fragmentos, reza: «O padre Júpiter, envíanos el milagro de un cambio». La prueba de la fe para el cristiano es el cambio que experimenta la vida, por así decir, ante la gran hipótesis de trabajo que es el contenido de un mensaje totalmente imprevisto: “Dios está con nosotros”. Este hombre, Jesucristo, es el “Dios con nosotros”, el Emmanuel. Una de las meditaciones más hondas para el cristiano consiste en mirar y contemplar la figura de la Virgen, una chica de quince o dieciséis años que, al recibir el Anuncio, vivió en aquella hora todo el misterio de la fe. Pero no fue la suya una adhesión ciega. ¿Qué sentiría?, ¡¿qué experimentaría la Virgen, para poder pronunciar su «Fiat»!?
A menudo pienso en la fe, plenamente razonable, que vivió la Virgen en ese momento. “Razonable” significa que tiene un nexo adecuado con la experiencia, un nexo entre el anuncio y la vida humana, con una ventaja evidente, además, para la vida, ya que lo que se nos anuncia cambia la vida, la hace más humana («Quien me sigue tendrá la vida eterna y el ciento por uno aquí en la tierra»). Y cuando caemos en la cuenta que, todos los días, nosotros –a los que el Padre ha confiado en las manos de Cristo– nos despertamos por la mañana y Su elección se renueva, porque en ese día estamos llamados a dar mayor gloria a Cristo por la experiencia de un cambio, entonces, fácilmente, uno siente vergüenza del olvido en que normalmente vive. Por ese olvido las palabras fuertes de la fe enflaquecen repentinamente, pierden su sabia y se hacen formales, se quedan en nada, simples “palabras”, “ritos” o “discursos”. Mientras que el contenido de estas palabras –al igual que la potencia interior del culto y la fuerza de la verdad de los discursos– está todo ello en la experiencia del cambio que producen en nuestra vida.
Además, uno descubre que tiende conscientemente a cambiar.
¿Qué más define al hombre que la tensión al cambio, como documenta el fragmento del filósofo antiguo? Hay una tensión a cambiar que se hace estable, un estado de ánimo normal para el hombre y la mujer cristianos. Recuerdo, al respecto, la actitud de mi pobre madre, la tensión que emergía continuamente en su persona y en su actitud. Hay una tensión al cambio que es el primer aspecto del milagro en nuestra vida, ya que realizarlo está en manos de Dios. Aquel que no curó a todos los cojos, ni a todos los ciegos devolvió la vista, más bien, proporcionalmente, curó a pocos, los curó para demostrar que tenía poder también sobre la naturaleza; curó a cojos y ciegos para que su vida, creyendo en Él, cambiara.
Todo lo que acabo de señalar, se reconduce a la exigencia que la fe sea razonable. Y he querido insistir en que la razonabilidad del creer no está en una visión, sino en constatar el resultado de la fe: el cambio de uno mismo. Quizás, ese cambio de uno mismo que es tomar conciencia de que somos pecadores.
En cualquier caso, la experiencia de lo que nos ha alcanzado, la gracia que nos ha tocado es una respuesta a nuestra vida, lo experimentamos de algún modo como satisfacción de nuestras exigencias. Por ello, la sencillez a la que alude el Evangelio de Mateo corresponde a la famosa frase de Reinhold Niebuhr (famosa porque ha sido citada muchas veces): «Nada es tan increíble como la respuesta a una pregunta que no se plantea»18. Si uno no advierte con sinceridad y sencillez la urgencia de esa trama de exigencias y esperanzas que constituye el corazón del hombre, instrumento para su apertura al mundo y a Dios, si uno no es serio con su humanidad no puede esperar a Cristo, ese Dios que se hizo hombre y que es la respuesta al corazón humano. Cristo es la respuesta a la espera que, a través de mi madre, se me dio al nacer, para que la naturaleza me empujara, en todas mis relaciones, por la travesía infinita, por el camino de la relación con Dios.

b) Existe una segunda característica de la fe. Si ella depende de la libertad, entendida como sencillez de corazón y se hace razonable por el milagro del cambio que se experimenta en la vida, demostrando que vale la pena abrazarla; si la fe, en primer lugar, necesita esta sencillez y, por lo tanto, el empeño de la libertad que mantenga despejado el corazón, mirando con seriedad la propia condición de criatura, la segunda característica de la fe es que es gracia, es don del Espíritu. Es en el connubio entre esta libertad suprema de Dios y la libertad del corazón del hombre que la fe se enciende, da sus pasos y va madurando.
Por ello, el signo, por así decir, más evidente y clamoroso de una disposición adecuada del corazón ante el misterio insondable de la libertad del Espíritu es la petición. Como aquella del ciego, que gritaba: «Te ruego, ¡haz que yo vea!», «¿Qué quieres que haga?», «¡Haz que yo vea!»19. Y la conmoción de Cristo ante el ciego de nacimiento –figura de la condición del hombre, de cualquier hombre– fue grande. Un día, Pío XII estaba recibiendo a unos peregrinos y les daba a besar el anillo. Llegó delante de él una persona y esta no le besó la mano. Entonces, el secretario le dijo al Papa: «Santidad, es ciego». Pío XII puso su mano sobre la cabeza de aquel joven y dijo: «Somos todos ciegos». Es la luz del Espíritu, en efecto, la que actúa sobre las circunstancias externas y la circunstancia interior del corazón, para que la fe no quede como semilla inerte en la tierra de nuestro ser, sino que madure y se desarrolle eficazmente. Decía antes, que la señal más clamorosa de que nuestra libertad asume una actitud verdadera ante la libertad insondable de Dios es la petición de la fe. ¡Qué grande es la relación entre la pequeña criatura que es el hombre y Dios! ¡Tan grande que se expresa ya por entero en la “impotencia” que se hace petición! Por ello, como me explicaban en el seminario, san Alfonso llama a la oración: «la omnipotencia suplicante». En cualquier caso, es la petición de la fe lo que mejor asegura la verdad de nuestra libertad frente a Dios.

4. El peligro del espiritualismo
Antes de acabar, querría señalar cual es hoy el peligro mayor para la fe. Si la fe es reconocer la presencia de Cristo en una realidad humana, sabemos cómo ésta se dilata en el tiempo y en el espacio, en la historia: Cristo sigue presente a lo largo de la historia en Su Cuerpo misterioso, en el signo sacramental que es la Iglesia. Sabemos que la presencia de Cristo sigue presente en la unidad de todos los cristianos alrededor de sus pastores, con la garantía del Obispo de Roma, que sigue presente en esta realidad humana. Por tanto, la fe es reconocer la presencia real de Cristo dentro de esta realidad humana que despliega su fisonomía exterior siglo tras siglo, mejor, año tras año; es reconocerLe dentro de esta humanidad que formamos nosotros (porque todos hemos sido incorporados al misterio de Su personalidad y estamos en comunión con Él y entre nosotros, tanto que san Pablo dice: «¿No sabéis que sois miembros los unos de los otros?»20). La fe es reconocer a Cristo dentro de esta humanidad, que ya no es el hombre singular Jesús de Nazaret, sino Jesús de Nazaret glorificado, resucitado de entre los muertos, que tiene el poder de asimilar a sí todos los que el Padre le confía, y, como escribe san Pablo en el cuarto capítulo de la carta a los Efesios, creciendo hacia el cumplimiento, hacia Su madurez en la historia. Cristo está dentro de esta realidad que es la Iglesia.
Ya desde los primeros tiempos, en la vida de la Iglesia, la alternativa a la fe ha desempeñado siempre un papel dramático, trágico. Hoy en día este papel se ha vuelto tan poderoso y grave, tan peligroso, que Pablo VI, en una conversación con el filósofo francés Jean Guitton, dijo: «Lo que me impresiona, cuando considero el mundo católico, es que dentro del catolicismo parece predominar a veces un pensamiento de tipo no-católico, y puede ocurrir que este pensamiento no católico dentro del catolicismo se convierta, el día de mañana, en el más fuerte. Pero esto no representará nunca el pensamiento de la Iglesia. Es necesario que [siempre] subsista un pequeño rebaño, por pequeño que sea»21.
Este dramático testimonio de Pablo VI, este juicio terrible sobre esta época de la Iglesia, pone de relieve –como señalaba antes– una alternativa que es permanente en estos últimos años, una tentación continua. La alternativa a la fe es la reducción del acontecimiento cristiano a lo que decidimos nosotros: en lugar del reconocimiento del acontecimiento cristiano que se nos anuncia –Dios está presente en este hombre, Jesucristo; Cristo, Dios-hombre, está presente en el misterio de Su cuerpo que es la Iglesia–, la reducción del mensaje cristiano a la luz de los criterios de la razón humana tal como los formula la cultura del tiempo. Es decir, ya no es el acontecimiento cristiano que desafía la razón, sino la razón que asalta el hecho cristiano y lo deprime, lo reduce a las evidencias requeridas por la cultura del momento. Hace dos mil años se llamaba gnosticismo, ahora se puede llamar de muchas maneras: racionalismo, ilustración, progresismo, laicismo. Se puede llamar de muchas formas, pero en cada época existe una especie de neo-gnosticismo: es verdadero lo que yo creo que es verdad de lo que se me dice. Es lo contrario del hombre sencillo, que como un niño abraza («Si no volvéis a ser como niños...»22) lo que se le dice, por la evidencia que conlleva.
En cambio, esta posición farisaica (es exactamente la posición del fariseo, que respetaba “su” interpretación de la ley), esta interpretación del mensaje cristiano, tiende a reducir a Cristo: Jesucristo no sería Dios y hombre verdadero, sino un hombre con un sentido religioso más agudo que los demás, como sostuvo Renan en el Ochocientos, por ejemplo; o bien, Cristo sería una palabra, una mensaje que aviva el sentimiento religioso. Según las posiciones culturales, se lleva cabo esta reducción.
Todo lo que he llamado gnosticismo, desde los primeros días hasta hoy, tiene un denominador común, y puede desembocar de igual manera en el materialismo o en el espiritualismo, idénticamente. Sin embargo, a lo largo de la historia cristiana, ha desembocado sobre todo en el espiritualismo, es decir, en un concepto intimista de Espíritu, de Dios. He dicho espiritualismo, pero preciso. ¿Qué es el Espíritu que el Evangelio y la tradición bíblica nos dan a conocer? Es la potencia con la que Dios crea de la nada la materia, el tiempo y el espacio; es el origen, el poder que origina la realidad, incluso material. ¿Qué es el Espíritu que vino a la Virgen y con su poder engendró a Cristo en su seno? ¿Qué es el Espíritu que encarna a Cristo en la historia, en el tiempo y en el espacio? Es un concepto de Espíritu que, en su autenticidad y ortodoxia, revela la potencia con la que Dios es capaz de plasmar tiempo y espacio, de realizar en el curso de la historia una existencia diferente, una obra nueva, no simplemente el objeto de una piedad, sino una presencia que transforma –retorna una vez más la idea de cambio–: transforma, cambia el modo de ver las cosas, cambia la inteligencia, nuestro modo de amar a las cosas, de trabajar, esto es, de amar y plasmar las cosas, engendra una vida diferente. Por ello, el Papa, este Papa, ha hablado siempre del Espíritu como del origen de un mundo nuevo, que empieza en el presente, empieza aquí en la tierra.
Si el Señor no manifestara su poder, su capacidad de cambiar las cosas, entonces no tendríamos entre nosotros el Dios hecho hombre, Jesucristo; no estaría en nuestras iglesias y no estaría en el gran Cuerpo de la Iglesia, es decir, dentro de nuestra unidad, dentro de nuestra fraternidad y de nuestra comunión. Ya no es el Dios lejano, no es el Espíritu invisible: es el Espíritu invisible, pero que se atestigua continuamente, no en una emoción efímera y subjetiva, sino en un cambio concreto de este mundo.
La fe, si podemos traducir así una frase de san Pablo, no es simplemente útil para el más allá, para lo que vendrá; es útil para el presente. La piedad sirve para todo, siendo capaz de servir para el futuro y para el tiempo presente23. Si aceptamos esta expresión, que puede parecer banal, el contenido del testimonio supremo de Cristo, por el que se nos ha dado el Bautismo, está en demostrar que la fe es útil para el presente, para un cambio del mundo presente: «Ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo»24. El Padre glorifica a su Hijo a través de nosotros, mediante nuestra vida. Y nuestra vida lo glorifica si, en Su nombre, por ese reconocimiento de Él que anima toda mi persona, nuestra vida de algún modo, ante la mirada de los sencillos, cambia sensiblemente.

Notas
1 La referencia es al Sínodo de los Obispos sobre los laicos, que se celebró en Roma del 1 al 30 de octubre de 1987.
2 Jn 17,1-3.
3 Cf. Dt 14,2.
4 Cf. Mc 8,38; Lc 9,26.
5 Cf. Mt 25,31-46.
6 Jn 3,6.8.
7 Cf. Jn 1,35-42.
8 Lc 4,16-21.
9 Cf. Mt 13,55; Mc 6,3.
10 1Jn 1,1-3.
11 Cf. Jn 14,8-9.
12 Cf. Mt 16,13-17.
13 Cf. Gv 6,52-60.
14 Mt 11,25-26.
15 Cf. Lc 4,21.
16 Cf. 2Cor 10,5.
17 Cf. Mt 19,29; Mc 10,29.
18 R. Niebuhr, El destino y la historia, BUR, Milán 1999, p. 66.
19 Cf. Mc 10,46-52.
20 Cf. Ef 4,25.
21 J. Guitton, Pablo VI secreto, Ediciones Paulinas, Milán 1985, pp. 152-153.
22 Cf. Mt 18,3.
23 Cf. 1Tim 4,8.
24 Jn 17,1.