Es hermoso el camino para quien lo recorre

PÁGINA UNO
Julián Carrón

Síntesis de la Asamblea de Responsables italianos. Riva del Garda, 24 de enero de 2010

«¡Qué hermoso es el camino para quien lo recorre!». Ésta es la novedad que introduce el Misterio en la Historia: hace que el camino sea algo hermoso para el que camina. «¡Qué hermoso es para quien avanza!». Es impresionante comprobar que esto es verdad: la vida se convierte en un camino bonito, cada vez más fascinante, apasionante para aquel que camina, y, por el contrario, en algo cada vez más pesado para el que se detiene. «Cuando se levantaba por la mañana, todo le molestaba, empezando por la luz; incluso el café con leche», dice un canto de Claudio Chieffo que habla de un hombre malo. Los mismos ingredientes de la vida son un fastidio para unos y algo bonito para otros.
¿Por qué? ¿Qué es lo que convierte el camino en algo hermoso? «I wonder as I wander out under the sky» («I Wonder», en Cancionero, CL Madrid 2007, p. 443): mientras me paseo bajo el cielo me maravillo de que Jesús viniese para morir por la pobre gente hambrienta como tú y como yo. Para una persona que conoce a Cristo y se asombra por ello, todo despierta la nostalgia de Él. «Los campos están dorados, y tengo nostalgia de ti» (C. Chieffo, «La strada», en Cancionero, o. c., p. 340). El camino se vuelve hermoso porque, al haber conocido a Cristo, todo, todo nos despierta la nostalgia de Él –de Ti, oh Cristo–, y cuanto más caminamos (cuando la vida aprieta, cuando se agosta el campo), más crece esa nostalgia.
Cristo introduce una novedad en el mundo. El Misterio se hizo carne, se ofreció como una compañía para vivir la situación histórica de entonces, para hacer frente a la ruina de entonces, a la situación convulsa de entonces, y se hace presente ahora para que cada uno de nosotros pueda hacer frente a la ruina de hoy. La asamblea de ayer puso de manifiesto que quienes se dedican a la enseñanza tienen delante chavales cuya humanidad es cada vez más confusa, más debilitada y destruida. Pero, cuanto más asumimos esta situación, tanto más nos asombra que Alguien «haya tenido piedad de gente como tú y como yo», tal como somos, con toda nuestra humanidad. Preguntémonos entonces: vemos a nuestro alrededor una humanidad marcada por el malestar, la insatisfacción, la tristeza, el aburrimiento o la ruina, ¿es todo esto un obstáculo para vivir la fe? Si los chavales no son linces ni perfectos, o nosotros mismos no somos ni estupendos ni valientes, todo esto ¿es un obstáculo, o es motivo de asombro porque Alguien ha tenido y tiene piedad de nosotros, de ti y de mí? Más aún: estos rasgos que forman parte de nuestra humanidad, ¿son los síntomas de una enfermedad o, por el contrario, señalan una desproporción estructural, la espera del Único que puede poner en orden al “yo” (no en el sentido de organizarlo, sino de hacerlo resurgir de sus cenizas)? Hemos llegado al final del trayecto, lo vemos nosotros y en los demás: ya no sirve para nada la reducción del cristianismo a una ética. La situación actual, nuestra y de los demás, necesita una solución distinta: que se haga presente Jesucristo. Necesitamos algo más que el resultado de nuestro esfuerzo.

La situación actual pone de manifiesto que ya no sirve un cristianismo reducido a moral: o sucede el cristianismo, para uno mismo y para los demás, o uno no se mantiene de pie ante la vida; y si no crecemos en las pruebas de la vida, entonces nuestra fe deja de ser razonable y no tenemos razones para creer. La asamblea de ayer puso de manifiesto que hay personas que, en estos años, están haciendo un camino, porque Jesús se hace presente, acontece, acontece aquí, está aconteciendo.
¿Cómo podemos ver que Su gracia actúa? Parto de lo que habéis dicho. Alguien lo ha descrito muy bien: «En mí se ha producido un cambio radical en la forma de mirar». ¿En qué se ve que uno está haciendo un camino? ¿En qué se ve que la gracia de Cristo acontece? Se ve porque uno puede decir: antes miraba de una forma y ahora de otra; antes tenía un esquema en la cabeza, ahora prevalece «la sorpresa ante lo que voy conociendo». Un acontecimiento hace saltar por los aires el esquema, introduce una novedad. Cuando uno se rinde ante la gracia que sucede, experimenta una novedad. Se ve que la gracia actúa, que acontece algo imprevisto y nuestra libertad lo acoge, porque saltan todos nuestros esquemas: el acontecimiento –si lo acogemos– nos abre de nuevo a la realidad, nos hace respirar. Quien está haciendo un camino, quien se deja aferrar por la gracia, puede describir una experiencia (no “reflexiones”, sino una experiencia): estaba allí y me sucedía esto; ha sucedido algo imprevisto y ahora estoy aquí, en otro punto, y veo que hay algo nuevo. Se ve que uno hace experiencia de algo distinto porque conoce algo nuevo. Si yo puedo juzgar la situación precedente, es porque se ha introducido una luz en el presente, porque ahora respiro, porque me veo sorprendido y asombrado por lo que sucede, y me doy cuenta de que antes metía todo en un esquema. La novedad que trae lo que sucede introduce un juicio nuevo; y se ve que se trata de una experiencia porque hace crecer a la persona. ¿Qué diferencia hay? Que, una vez que pasa el impacto sentimental, no se desvanece todo. Permanece una novedad en lo cotidiano: «Un cambio radical en la forma de mirar».
Si muchos lo habéis testimoniado ayer, es porque el acontecimiento sucede, porque la gracia sucede, pues de otro modo no habríais podido decirlo.
La consecuencia, el segundo indicio que viene de lo habéis dicho es que «nos sorprendemos de ser amigos», de estar juntos. No porque toca o para organizar algo, sino «para no perdernos lo que sucede», es decir, para hacer memoria, «para ir al fondo de la relación con Cristo». Escuchando vuestros testimonios pensé enseguida en la gracia que es para todos lo que está pasando en América Latina. Algunos se han puesto a seguir el acontecimiento, la gracia que sucede allí; tienen una humanidad tan necesitada, tan herida, que se han dejado cautivar. Al volver de la Asamblea Internacional de agosto, sin que nadie se lo sugiriera, Cleuza y Marcos fueron a buscar al padre Aldo para mirar juntos lo que había sucedido; y el padre Aldo fue más tarde a verles, porque quería profundizar en la amistad con ellos, y Julián de la Morena es el primero en seguirles, atento a lo que sucede.

¿Cómo sabemos dónde está actuando la gracia? ¿Adónde miramos al hablar de movimiento? El movimiento es uno, es internacional, y lo que sucede en un lugar determinado del mundo (cada vez lo puedo presenciar más directamente) es para todo el movimiento. De esta forma, cuando veo a nuestros amigos de EE.UU., que se reúnen y participan en un gesto precioso, pero después no se buscan, no necesitan llamarse, pienso: también ahí algo se mueve, pero no es todavía lo que está sucediendo en América Latina. No se trata de reproducir mecánicamente lo que se da en otro lugar, pero no podemos evitar decir: si esto ha podido suceder en América Latina, es porque el acontecimiento cristiano sucede y encuentra una humanidad que lo acoge. Cuando lo acogemos, sucede lo que habéis dicho: un cambio radical en la forma de mirar (salta por los aires el esquema), y surge la amistad, la sorpresa de concebirse juntos. No sé decir mejor lo que veo –que no es el resultado de una organización– y, al mismo tiempo, lo que falta. La novedad que hemos descrito está generando en América Latina todo un movimiento. Y así, de forma natural, argentinos, paraguayos y brasileños se han puesto en juego para hacer unas vacaciones juntos: por el gusto de estar juntos, de compartir esta novedad, para no perderla.
Es lo mismo que muchos pusisteis de manifiesto ayer. Repito sólo algunas frases que habéis dicho: «Estoy aprendiendo otra vez a mirar, he recuperado mi relación con la realidad, mi humanidad». ¿Cómo sabemos si estamos haciendo una experiencia? Porque crece nuestro “yo”. «He recobrado mi humanidad», es decir, no añado un discurso a mi humanidad, no sigo en mis trece con un pegote encima, no pego una etiqueta sobre un “yo” ya constituido. La gracia de Su presencia responde a mi necesidad, llena mi soledad hasta cambiar la percepción de mí mismo. De no ser así, significaría que el cristianismo no toca el fondo de mi humanidad, que todo se queda como antes, lo cual nos llevaría al escepticismo: «¡Nada nuevo bajo el sol!».
Este es el desafío: ¿sucede algo nuevo bajo el sol o no? Cada cual sabe qué posición ha tomado ante lo que sucede, ante lo que vimos ayer y os he contado sobre África, Londres, América Latina o EE.UU. Son hechos que demuestran la contemporaneidad de Cristo entre nosotros, este acontecimiento ilimitado, que espera únicamente poder encontrar una humanidad capaz de asombrarse. Ante lo que sucede, basta con que nuestra herida esté abierta. Sólo a través de ella puede entrar la gracia: la gracia que sucede, porque la gracia ha adquirido un rostro en el encuentro con Cristo, ha adquirido unos rasgos concretos, no es algo “espiritual”, sino un evento que acontece a través de algo real.

Habéis dicho: «Se ha producido un cambio en el “yo”, una mirada nueva sobre todas las cosas»; «Ha cambiado la mirada con la que miro a mi hermano». Cuando el acontecimiento sucede, nos abre de nuevo al Misterio, nos educa en el sentido religioso, nos hace respirar, hace saltar los esquemas. Podemos vivir tratando de meter las cosas en nuestro esquema («yo digo lo que hace falta ahora»), o podemos dejarnos arrastrar por el acontecimiento que está sucediendo. Siempre nos acecha el peligro de decir: «Ya me lo sé», y de poner una etiqueta encima de lo que sucede para encajarlo en nuestro esquema. Si el cristianismo no encuentra un “yo” que se deja arrastrar, no puede demostrar toda su capacidad de cambiarnos y regenerar la esperanza, para que respiremos a pleno pulmón y el camino se vuelva hermoso.
¿Cómo? Si cada uno se deja aferrar y nuestra libertad se deja interpelar. No hay nada automático. «Es necesario dejarse aferrar por el Misterio tal como sucede», decía una de vosotros –y esto depende de un juicio–, y añadía: «Lo esencial es no cambiar el método». ¿Qué significa? Significa «seguir lo que sucede», seguir la gracia que sucede para ti y para mí. Éste es el núcleo del recorrido de estos años: ¿nos hemos dejado arrastrar por lo que acontece? Esto marca la diferencia entre quien se ha dejado tocar por el acontecimiento, sin importar el punto del camino en el que estuviese, y quien se ha resistido o se resiste, quien se sustrae, quien trata de meter en su esquema lo que sucede. Pero el cristianismo no entra en ningún esquema: «A vino nuevo, odres nuevos», es imposible meterlo dentro de esquemas viejos, es un esfuerzo inútil. Si uno se topa con Su presencia y se deja tocar, cambia, se vuelve a su vez acontecimiento, sale de cualquier esquema. Cada vez hay más gente entre nosotros que gana libertad. El cristianismo es un acontecimiento: podemos resistirnos, pero no podemos controlarlo, es imprevisible e irreductible. Cuando el cristianismo acontece, uno se llena de razones, porque experimenta la respuesta a su urgencia humana. Sólo el Misterio, que se encarna en una presencia familiar e histórica, puede responder verdaderamente a nuestra humanidad. Sin esta presencia nadie podría seguir siendo él mismo por mucho tiempo sin que su humanidad se corrompiera. «Sólo lo divino puede “salvar” al hombre; es decir, las dimensiones verdaderas y esenciales de la figura humana y de su destino» (L. Giussani, Los orígenes de la pretensión cristiana, Encuentro, Madrid 2001, p. 103). ¿Cómo nos educa lo divino en esto? Mediante una presencia histórica. No estamos hablando de “visiones”, hablamos de presencias históricas (de las que yo mismo soy testigo) a través de las cuales sucede Su presencia. No hace falta primero limpiar de sus defectos al hombre, ponerlo en orden, para después entrar en relación con Su presencia, porque el hombre no se ordena de verdad si el acontecimiento cristiano no le alcanza.
Aquí nos demuestra Cristo quién es verdaderamente. Sólo lo divino puede salvar las dimensiones esenciales del hombre. El signo más persuasivo de que Cristo es Dios, el milagro más grande, es esa mirada que recompone todo el “yo”. La única cuestión es si esta mirada existe, si permanece en la Historia –en la forma de tratar lo humano, de mirar al hermano, a los chicos y a uno mismo–, si nuestra humanidad es alcanzada y abrazada por ella. El signo de que esta mirada es contemporánea con nuestra vida es que nos sucede lo mismo que a los primeros que le conocieron: su vida se desplegaba con toda su hondura y apertura original, es decir, se avivaba su sentido religioso. Esa misma mirada nos alcanza ahora, generando un amor por uno mismo que de otro modo sería imposible. Porque «no podemos permanecer en el amor a nosotros mismos si Cristo no es una presencia como la madre lo es para su hijo. Si Cristo no es una presencia ahora –¡ahora!–, no puedo amarme, ni puedo amarte a ti, ahora» (L. Giussani, Qui e ora. 1984-1985, BUR, Milán 2009, p. 77). He aquí la señal más poderosa de la autenticidad del carisma: una mirada como la que nosotros hemos reconocido en don Giussani es signo de lo divino, signo de la contemporaneidad de Cristo, porque hace posible un afecto por uno mismo que de otro modo sería imposible.

Yo puedo reconocer la presencia de Cristo únicamente porque Él despierta mi humanidad. Podemos entonces darle la vuelta a la frase de Dostoievski: el problema no es si un hombre culto de nuestro tiempo puede creer en la divinidad de Jesucristo, sino que, si no existe un hombre culto, que use toda su razón y libertad, no puede darse una fe real, no se puede reconocer a Cristo de forma razonable, salvo como una palabra añadida a un esquema, superpuesta a un “yo” previamente constituido. Para creer verdaderamente en Jesucristo, para admitir que es posible una novedad de este calibre, se necesitan la libertad y la razón, se necesita un hombre culto en el sentido que hemos dicho. Pues de otro modo nuestra fe no sería plenamente humana.
Éste es, entonces, el desafío que nos espera: ¿estoy disponible a esa gracia con la que Cristo me llama hoy, a esa mirada que Cristo me dirige hoy? Sólo desde esta disponibilidad se puede generar. Como recordábamos ayer, sólo quien se deja generar puede a su vez generar; es decir, sólo quien necesita un lugar donde ser constantemente generado y tiene una pobreza así, puede generar. La verdadera decisión –entro así en el nuevo paso de la Escuela de comunidad sobre la caridad– es si estoy dispuesto hoy a dejarme abrazar. El drama de la vida consiste en resistirme o en dejarme aferrar hoy por el abrazo de Cristo. La primera caridad no es la que hacemos nosotros. No somos capaces de entregarnos a los demás de forma gratuita, si no es porque aceptamos la caridad del Misterio hacia nosotros, la caridad de Cristo que nos alcanza de mil formas. Decía ayer una persona, hablando de su mujer: «Tú eres la caridad de Cristo hacia mí», o el padre Aldo, que fue citado: «Mi obra es mi vida, que nace de Alguien que me ha amado sin exigir nada a cambio». La verdadera decisión, la única decisión –lo demás son consecuencias– es si estoy dispuesto a dejarme abrazar del modo en que Cristo me abraza hoy.

La vida es sencilla si somos sencillos. Debemos mendigar constantemente esta sencillez para dejarnos generar por Cristo, porque generamos sólo si rebosa en nosotros lo que hemos recibido. Espero que la nueva Escuela de comunidad nos permita comprender hasta el fondo cuál es el origen del recorrido de la fe. Cristo llenó de asombro a los dos primeros discípulos porque su corazón rebosaba caridad. La caridad es la intimidad última de la Presencia que la fe reconoce. Aunque fuera sólo como intuición, ellos habían percibido aquella Presencia buena, llena de compasión por su vida. La caridad es la intimidad de la Presencia que la fe reconoce. Sin la precedencia única del amor de Cristo hacia cada uno de nosotros no habría cristianismo. Y no sólo al comienzo: en cada paso del camino existe algo que se da antes que cualquier respuesta nuestra, algo que nos precede. La vida cambia, se cumple, sólo si estamos disponibles a ese «algo que se da antes», que Él genera. Él tiene la pretensión de estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Él genera constantemente, nos sale al encuentro y nos pregunta: «¿Me amas?». A nosotros nos toca responder.