El compromiso de Dios ante la soledad brutal del hombre

PÁGINA UNO
a cargo de Gian Guido Vecchi

Proponemos la entrevista de Gian Giudo Vecchi a don Giussani publicada el 15 de octubre en el Corriere della Sera con ocasión del cincuenta aniversario de Comunión y Liberación, con el título: «Giussani. Los cielinos y yo. Nuestra fe ante el mundo»

«Recuerdo que la opción del Liceo Berchet fue totalmente casual, como una piedra lanzada al aire. Mientras subía los escalones de entrada al Liceo, no sabía lo que me iba a encontrar. Allí acudían los jóvenes vástagos de la futura clase dirigente milanesa que yo no conocía y de los que nadie se ocupaba en aquel entonces...». La voz de monseñor Giussani es ronca y frágil como un suspiro, pero la mirada es siempre la misma, la que los chicos de «don Gius» conocen bien. Son los mismos ojos que en las imágenes en blanco y negro de hace cincuenta años aparecían debajo de la boina de ese sacerdote, nacido en Desio, en la Brianza, que con treinta y dos años decidió abandonar la enseñanza en el seminario de Venegono y bajar al ruedo en la ciudad de las «grandes fábricas» de Giovanni Testori. Sea por la fe de su madre, Ángela, o por el temperamento de su padre, Beniamino, tallador de madera, restaurador y anarquista, el hecho es que don Gius cumple hoy ochenta y dos años y sus chicos celebrarán mañana con una peregrinación a Loreto el medio siglo del movimiento que nació en Milán y hoy está presente en 70 países. Porque los chicos del Berchet dieron vida a Gioventú Studentesca, que luego sería Comunión y Liberación. Giussani ha escrito al Papa: «No sólo no pretendí nunca “fundar” nada, sino que creo que el genio del movimiento que he visto nacer consiste en haber sentido la urgencia de proclamar la necesidad de volver a los aspectos elementales del cristianismo, es decir, la pasión por el hecho cristiano como tal, en sus elementos originales y nada más».

Monseñor Giussani, la opción del Berchet fue casual...
...tan casual como el encuentro imprevisto con algunos jóvenes, poco tiempo antes, durante un viaje en tren a Rímini. Hablando con ellos, los hallé profundamente ignorantes de lo que es el cristianismo. Ese encuentro me impulsó a pedir a mis superiores dejar la docencia en el seminario para ir a dar clase de religión en un instituto. Me asignaron el Liceo Berchet de Milán.

¿Y cómo se planteó su tarea desde la primera clase en el curso E?
El criterio último que adopté en mis clases fue el de exaltar un renovado fervor en esos jóvenes, tratando de comunicarles la fe propia de ese pueblo en el que yo había crecido. En esto pensaba mientras subía aquellos escalones el primer día de clase. Por parte de los chavales enseguida noté un interés franco y, especialmente en algunos, incluso agitado.

¿Agitado?
Sí. Escuchando mis palabras, algunos estudiantes se sorprendían viendo que la religión podía adquirir una vivacidad extraordinaria ante los interrogantes acerca del significado exhaustivo de la existencia, normalmente desconocido para ellos, ya que lo abordaban desde un punto de vista precario aunque sincero, como era entonces el suyo. Pedía a la Virgen que me concediera la gracia de poder mostrarles de qué modo la religiosidad alcanza al hombre y lo provoca a una profundidad inimaginable de su experiencia humana.

¿Encontró recelo?
Recuerdo todavía, como si fuera ayer, el primer estallido de desprecio y displicencia que suscitó mi primera pregunta, que les cogió por sorpresa. Un chico desde la última mesa planteó esta objeción: «Fe y razón pertenecen a dos ámbitos radicalmente diferentes, existencialmente hostiles». Aludió a dos rectas divergentes en planos paralelos que nunca se encontrarían entre sí...

¿Cómo contesta a esta objeción?
Para responder parto de un modo de mirar las cosas “con pasión”, “con amor”, con una apertura que no me deja solo, sino que pone en marcha una relación. No se puede abordar una cuestión de la que depende la vida con una actitud como la que acabo de describir, sin que esto descoloque al otro, le sorprenda. Si se produce este asombro, será lógico hablar a los chicos con entusiasmo, y todo el trabajo quedará subordinado al empeño de la inteligencia; sería un error en efecto seguir a alguien sin un porqué. En el cerebro del hombre está la clave que exige la explicación del porqué. Con otras palabras, sin la sorpresa por la realidad como punto de arranque, el hombre se quedaría bloqueado, poco o mucho, en la pura necesidad de hacer –¿pero, hacer qué?– y sentiría cualquier intento suyo como inútil.

Se afirma que Europa está cada vez más secularizada. ¿Cómo se puede hablar de fe hoy?
En primer lugar hay que rectificar el planteamiento con el que normalmente se concibe la fe. El inicio nuevo que la experiencia cristiana supone en el ámbito de todas las relaciones no nace de un punto de vista cultural, como si fuera un discurso que se aplica a las cosas, sino que sucede experimentalmente. ¡Es un acto de vida lo que pone en marcha todo! El comienzo de la fe no es una cultura abstracta, sino algo que viene antes: un acontecimiento. La fe toma conciencia de algo que ha acontecido y que acontece, de una realidad nueva de la que, concretamente, parte todo. Es una vida y no un discurso sobre la vida, ¡porque Cristo “palpitó” por primera vez en el útero de una mujer!

¿Es esto lo que no se consigue transmitir?
Sí. En estos años se ha perdido la percepción del cristianismo y de la Iglesia como una vida y así se perdió el inicio de la respuesta, la posibilidad de dar respuesta a las preguntas de los jóvenes. Si falta el punto de partida no hay forma de abordar el problema que la naturaleza humana plantea: la necesidad de responder a las exigencias propias de su razón. Por lo tanto, hablar de la fe a los chicos, pero también a los adultos, es comunicar una experiencia y no repetir un discurso sobre la religión, aunque sea correcto.

¿Hay una especie de desconfianza mutua entre la cultura laica y la religiosa?
Por nuestra parte no hay ninguna desconfianza, sino la conciencia fundada de una situación grave y problemática que se refleja muy bien en la poesía de Carducci, “En el monte Mario”: «...hasta que reducida bajo el ecuador / tras la estela del calor huidizo / la extenuada prole una sola / mujer, un hombre, tenga / que erguidos en medio de los derribados montes, / entre bosques muertos, lívidos, con los ojos / vidriosos te vean, oh sol, desaparecer / tras la masa de hielo».

Una imagen desoladora...
Estas palabras describen el final del hombre: es una imagen debida a una concepción negativa de lo que el hombre es y a un desarrollo incompleto de su sensibilidad e inteligencia.

¿Usted también, como otros, ve en Europa una tendencia hostil al catolicismo?
Hoy el hombre vive cierta dispepsia existencial, una alteración de las funciones elementales que lo divide, al igual que está dividida la relación hombre-mujer que cita Carducci: cuando no se conciben juntos en el origen, están divididos, son dos entidades separadas que no se encontrarán ni siquiera al final. Puede resultar fácil, por ejemplo, pensar en una página de arte como el simple producto de una capacidad propia. Igual pasa con el trabajo o el amor a la mujer. Y este es un dato actualmente muy extendido.

¿Y en cambio?
Lo que hace distinta nuestra percepción es la dependencia que incumbe a todas las cosas, antes de que el hombre parta para cualquier empresa: «Dulcisimo, potente, / Dominador de mi profunda mente», cantaba Leopardi. Así ante la soledad brutal a la que el hombre se condena a sí mismo como para salvarse de un terremoto, el cristianismo se ofrece como respuesta. El cristiano halla una respuesta positiva en el hecho de que Dios se hizo hombre: este es el acontecimiento que sorprende y conforta la que de otra manera sería una suerte funesta. Pero Dios no puede concebir su acción para con el hombre más que como un “desafío generoso” a su libertad. La objeción moderna de que el cristianismo y la Iglesia reducirían la libertad del hombre se ve anulada por la relación que, como una aventura, Dios establece con el hombre. Por el contrario, a causa de una idea limitada de libertad, hoy es inconcebible pensar que Dios se comprometa en la angosta relación con el hombre, casi negándose a Sí mismo. Esta es la tragedia: el hombre parece más preocupado por afirmar su propia libertad que por reconocer esta magnanimidad de Dios, la única que establece en qué medida participamos en la realidad y que, de esta manera, nos libera realmente.