Huellas N.9, Octubre 2002

¿Dónde comienza la paz?

El mundo ha estado siempre azotado por las guerras. No sólo la guerra entre pueblos y naciones, sino también la división que se insinúa en las relaciones más “normales”, las amistades y las familias. Los hombres parecen portadores de una enfermedad incurable. Con el tiempo, en muchas relaciones la unidad se esfuma y comienza un estado de tensión o de guerra sorda o abierta.

En determinadas épocas, como la actual, todos advierten que el futuro del mundo está en manos de unos pocos. La grave crisis internacional que nos tiene a todos en vilo (EEUU-Irak, Israel-Palestina) parece reducir a muy pocos los protagonistas del panorama histórico. El mundo apela a estos poderosos para que prevalezca la voluntad de la paz en lugar de la guerra.

Pero el corazón de los hombres, también de los que rigen el destino de los pueblos, es incapaz de llevar a cabo una paz verdadera. La paz es un don, algo que el hombre no puede elaborar con sus fuerzas. La experiencia enseña que el deseo más sincero no basta para alcanzar la paz ni siquiera en las relaciones más próximas y conocidas (en el lugar de trabajo, en el hogar y los afectos más íntimos). La paz que se anhela como una liberación resulta un ideal lejano, un sueño imposible.

La paz aparece como un don que pasa por los corazones, las acciones y el compromiso de la libertad humana, pero que viene de otro lugar. Sí, porque el protagonista de la paz, el señor de la paz, es el Misterio inefable que llamamos “Dios”. El Papa nos reclama incansablemente a todos a trabajar por la paz mediante la oración, la acción más realista para conseguir de verdad ese objetivo. Nos invita a pedir como niños que Dios nos asegure la paz y venza las enemistades. También Giussani, a comienzos de octubre, hablando a 15.000 adultos de CL en Milán, se hizo eco de esta urgencia: «¡Vivamos la oración como la primera avanzadilla de la batalla que es nuestra vida!».

La guerra se desata siempre entre los hombres cuando no reconocemos verdaderamente al Misterio de Dios, al único protagonista de la paz y creador de la historia. Cuando ponemos a otro en Su lugar, cuando elegimos a otro como criterio para juzgar y abordar los problemas y las relaciones, es inevitable que cedamos a la violencia. Cambia el nombre de ese “otro” - poder, dinero, ideología, utilidad o comodidad - pero al acatar un ídolo se comienza a odiar y se puede acabar degollando.

El hombre que reza contribuye a la paz, la construye, porque reconoce que el Ser es el impulsor de la vida y que el Misterio es el criterio último para toda acción, conlleve esto alegría, dolor o sacrificio. La paz comienza con este reconocimiento, que enciende una esperanza indomable como característica primera y muy concreta del obrar humano. No es virtud de tontos la esperanza. Es la virtud de los hombres que luchan cada día por la vida, movidos a obrar por la paz con conciencia y responsabilidad.

Sólo la esperanza aviva el corazón y la responsabilidad, e inclina a los hombres hacia gestos y decisiones que rompen la lógica tremenda e ineluctable de la guerra, tanto en las relaciones internacionales como en las cotidianas, incluso cuando parece imposible. En el número de octubre, Huellas relata algunos de estos encuentros con personalidades del judaísmo y del islam que serían impensables, pero que son reales. Encuentros donde ya comienza la paz, puesto que nacen de la pasión por el destino del otro y del interés concreto por el bien de los pueblos, no de una tolerancia tan indiferente como estéril.