Huellas N.9, Octubre 2000

Lo que está en juego

Hace cuarenta años, en los cursos que don Giussani empezaba a impartir en el Liceo Berchet, el debate se centró desde un principio en la relación entre fe y razón, que sus interlocutores consideraban líneas divergentes destinadas a no encontrarse.
Después de cuarenta años ese Liceo se ha agrandado, y el debate se ha asentado en la prensa italiana a raíz de la Jornada mundial de la Juventud, el Meeting de Rímini y el documento vaticano Dominus Jesus.
Los medios han desenvainado sus mejores espadas. El debate ha asumido tonos de batalla y empleado palabras solemnes y - si se nos permite la expresión - solemnes bufonadas. También se han oído ecos pre-electorales. Pero dejemos de un lado la polémica y abordemos lo que está en juego y que después de cuarenta años sigue siendo decisivo: ¿de qué se trata?

Nadie (de momento) se atreve a poner en duda la libertad religiosa para los cristianos de Occidente, y nadie (casi nadie) se plantea la posibilidad de negar a los católicos el derecho a expresar sus opiniones en materia civil y social. El mundo está lleno de políticos, economistas e intelectuales católicos bien recibidos en sus respectivos círculos, que escriben en los periódicos y aparecen en la televisión.
Lo que está en juego es algo más importante, mucho más.
La misma existencia de la Iglesia en cuanto pueblo pone en crisis continuamente uno de los hitos irrenunciables de la modernidad, según el cual sólo un hombre que se afirma a sí mismo o a algo que nace de él (la Ley o el Estado), como autoridad única, puede juzgar rectamente. Por el contrario, a quien afirma con su vida el valor de la pertenencia a una realidad más grande que sí mismo (y, por consiguiente, el valor de la obediencia) se le considera cada vez más un individuo que carece de madurez, irrazonable, absurdo y peligroso.
Por ello, la existencia de la Iglesia en cuanto pueblo (como se ha puesto de manifiesto en la Jornada Mundial de la Juventud y en el Meeting de Rímini) resulta un contrasentido, algo irritante; un estorbo para la cultura dominante. Para muchas firmas de los diarios, sencillamente un cristianismo encarnado “no debería” existir, ya que según su concepción “no puede” existir. Imaginad a una persona que escribe durante años que el canguro es un ser inconcebible, o cuanto menos no actual, y un día sale de su casa y se lo encuentra. Realidad o prejuicio.
El protagonista de un relato de Chesterton desenmascara a un falso cura porque éste habla mal de la razón. Los detractores de la Iglesia saben bien que no es fácil persuadir de que se trata de una panda de insensatos. Y esto acrecienta el rencor contra ella hasta llegar a la aversión. El cristianismo, en cambio, se ofrece a la libertad de hombres razonables y se somete al tribunal de la experiencia. Por tanto, el fideísmo, esto es, creer en algo sin tener razones adecuadas, es el peor enemigo de la Iglesia.

Pero otro enemigo amenaza siempre a la Iglesia, desde dentro y fuera. El poeta T. S. Eliot lo describe con la imagen de serpientes en las escaleras del altar y de perros que ladran a las puertas del templo: poner el fundamento de la experiencia cristiana en algo distinto que la pertenencia a la realidad histórica mediante la cual la presencia de Jesús y el contenido de misericordia de su Revelación nos alcanza.

Una Iglesia que deje de ser la experiencia de un pueblo - como lo fue desde el principio en la historia de Israel, al comienzo de nuestra historia -, reduciéndose a un discurso intelectual o a un quejumbroso reclamo de tinte moral, es lo que quisieran. Desde luego, no es la que conocimos hace cuarenta años en las aulas del Liceo Berchet y que desde entonces nos sigue fascinando y lanzando al debate.