Huellas N.6, junio 2007

No podía ser de otra manera

La orientación y los contenidos de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía, verdadera joya de la corona de la reforma educativa impulsada por el Gobierno Zapatero, ha despertado un amplio debate social en España. La preocupación está más que justificada, dado que implica «una formación estatal y obligatoria de la conciencia de los alumnos», en la que se impone «el relativismo moral y la ideología de género». Con esta gravedad se ha pronunciado al respecto la Conferencia Episcopal Española, que ha invitado a los padres a «defender con todos los medios legítimos a su alcance el derecho que les asiste de ser ellos quienes determinen la educación moral que desean para sus hijos».
Según los promotores intelectuales de la asignatura, ésta pretende dotar a los alumnos de una base ética común, imprescindible para formar auténticos ciudadanos libres y democráticos. Suponen por tanto que las respectivas tradiciones ético-culturales y religiosas (recibidas en la familia o en otras comunidades libres) no servirían para fundamentar una verdadera ciudadanía, más aún, sería necesario limitar su impacto vital para evitar el riesgo de la división y el enfrentamiento social. Dichas tradiciones serían, todo lo más, particularismos que pueden ser tolerados, siempre que no se entrometan en el ámbito público.
La supuesta neutralidad de la asignatura, tan proclamada por el Gobierno y sus mentores ideológicos, salta por los aires en cuanto se comprueba que pretende responder a las preguntas sobre el significado de la vida, sobre el bien y el mal, sobre el camino de la felicidad personal y sobre la justicia en las relaciones humanas. La verdad es que no podía ser de otra manera: la pretendida neutralidad se traduce en la imposición de una determinada concepción de lo humano. Los mismos que teorizan la radical separación entre el ámbito público y el privado para expulsar la religión de la vida social, aparecen ahora invadiendo desde la esfera estatal lo más íntimo de las conciencias. Sus acciones los desmienten porque desvelan su pretensión de decidir qué es el hombre. Es inevitable: cuando las instituciones públicas expulsan de su ámbito la pregunta religiosa, no pueden sino intentar definir por su cuenta la felicidad del hombre, y de esta forma, paradójicamente se revela que el problema del Destino del hombre afecta a la polis y en este sentido es también “un problema político”.
Por eso un Estado verdaderamente laico y democrático, para evitar deslizarse por la senda de la pretensión totalitaria, necesita reconocer y respetar el protagonismo social y educativo de las diversas tradiciones culturales y religiosas que habitan la sociedad a la que pretende servir. La “falsa inocencia” de esta Educación para la Ciudadanía desvela la irremediable deriva de todo Estado que decreta la abolición de la relevancia social e histórica de la experiencia religiosa.